El caos es, por definición, un desorden auto-inducido en un sistema abierto en el cual hay una total carencia de control. Cuando se crea a partir de este un sistema cerrado en el cual se crea un control estricto nace la sociedad como tal y, con ello, todo aquello que le es propio al ser humano, pues no puede definirse como tal sino es en la racionalidad de un sistema social. Cuando el caos surge en este sistema cerrado por la posibilidad, o la realidad misma, del fracaso es cuando nace, como último bastión de defensa, el humor. Y en Museo Coconut nos lo han ilustrado de un modo perfecto.
Si en nuestra sociedad el museo juega el papel de una institución donde el arte cobra una necesaria reflexión, el Museo Coconut es la reflexión de ese arte fisicalizado. El director del museo, Jaime Walter, es contratado después de ser despedido del Moma por, en una fiesta, acabar liándose con un perro. Los guardias de seguridad son un viejo pervertido de aires queer y un pobre bobo que se cree artista aun cuando su arte es una bazofia sin ingenio ni conocimiento. El guía turístico es un ser humano cuya concepción de la realidad pasa por una lógica absolutamente alienigena basada en creer de forma absoluta cualquier invención o convención social hasta sus últimas y fatídicas consecuencias. Y la dueña es una mecenas desprendida que se desentiende del museo mientras su hijo, Zeus, apenas si sabe articular una frase sin que le estalle la cabeza por el esfuerzo. En conjunto son el caldo de cultivo primigenio del caos más absoluto, son la viva escena del arte contemporaneo, un arte que necesita ser conceptualizado hasta el extremo y que, en última instancia, por una relatividad cultural se considera que toda obra vale en tanto esté debidamente contextualizada. O lo que es lo mismo, el Museo Coconut es el zeitgeist absoluto de nuestro tiempo.
Ante un relativismo cultural que permite que cualquier aberración de un mamarracho que apenas si sabe sostener un pincel y, muchísimo menos, apenas si conoce las vanguardias, la única ruta de escape es la risa. Todo va descendiendo en una alocada vorágine de humor en la cual los códigos de la sitcom se van mezclando de un modo exquisito con la mirada puesta en el punchline de los códigos de nuestro tiempo. La continua ridiculización del arte como un vehículo esperpéntico, con su esencia perdida, se contrapone a otra visión de esa misma clase de arte en el cual, sin embargo, siguen existiendo categorías. El «este cuadro podría pintarlo yo» sufre un duro revés desde el mismo instante que, aunque pudieras pintarlo tú, también podría ridiculizarte Rosario al vomitarte encima ante el deshecho pintado. Pero nada se escapa de las garras del humor y también nos brinda míticos momentos como la parodia por parte de Zeus del cine social italiano ‑en blanco y negro, por supuesto- al despreciar esa injusta separación de clases entre clase media-alta y clase alta. Toda forma o condición contemporánea se ve mordazmente ironizada por las sublimes acciones que se suceden de forma continua en el seno del museo como representación paródica de nuestro tiempo. Y, en tanto sitcom, como comedización de nuestra sociedad.
Poco más cabe decir de Museo Coconut, ha ido in crescendo en su capacidad humorística casi infinita de sus actores y, con ello, en su capacidad subversiva. Y lo que es más importante, consiguen enseñarnos cual es el lugar del museo en nuestro tiempo; el lugar donde el arte dialoga de tú a tú con el interlocutor a través de la posibilidad del fracaso mismo del arte. ¿Qué es el post-humor? Me dices tú clavándome tu Rosario azul en mi lóbulo frontal.