la condición política como viaje a la divinidad

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La or­de­na­ción na­tu­ral en unas con­no­ta­cio­nes judeo-cristianas del cie­lo y del in­fierno se­rían, res­pec­ti­va­men­te, co­mo ada­li­des del or­den y del caos. Por otra par­te no se­ría al­go ajeno a la ló­gi­ca pen­sar que en reali­dad el in­fierno se de­fi­ni­ría por una es­tric­ta je­rar­quía con­di­cio­na­da a los de­seos de des­truc­ción de los se­ño­res in­fer­na­les en con­tra­po­si­ción a la li­ber­tad, qui­zás al­go anár­qui­ca, del cie­lo. O así lo ven Gainax en lo que es, sin lu­gar a du­das, el ani­me del año, Panty & Stocking with Garterbelt.

La se­rie es un au­tén­ti­co tour de for­ce de la ani­ma­la­da, del más di­fi­cil to­da­vía, por lle­gar a nue­vas cuo­tas im­pre­vis­tas don­de lo po­lí­ti­ca­men­te co­rrec­to sea pa­pel mo­ja­do de flui­dos cor­po­ra­les. Y es que la se­rie ha si­do en to­dos sus as­pec­tos co­mo sus pro­ta­go­nis­tas, anár­qui­ca. El di­bu­jo à la ma­gi­cal girls com­bi­na­do con el uso mí­ni­mo de un di­bu­jo más es­ti­li­za­do y pro­pio del ani­me ya es un cam­bio brus­co con­ti­nuo, pe­ro no el úni­co. La eco­no­mi­za­ción de re­cur­sos es con­tem­pla­da co­mo un mo­do de re­crear el caos or­de­na­do en el cual van ata­can­do ca­bos par­si­mo­nio­sa­me­te nues­tras dos án­ge­les. No im­por­ta que pa­rez­ca que to­dos los ca­pí­tu­los es­tán in­co­ne­xos en­tre si, que el di­bu­jo cam­bie en va­rias oca­sio­nes o que en el epi­so­dio fi­nal lle­guen a re­ci­clar es­ce­nas y ha­cer sal­tos de fra­mes in­ten­cio­na­da­men­te; to­do es una or­ques­ta­da co­reo­gra­fía don­de ca­da mí­ni­mo de­ta­lle cuen­ta. Cada re­fe­ren­cia y ca­da apa­ren­te ca­pri­cho de Gainax es un jue­go de for­ma­tos que re­tuer­ce a to­dos los ni­ve­les la in­ter­tex­tua­li­dad y los lí­mi­tes del ani­me has­ta lle­gar al pro­di­gio­so fi­nal don­de to­das las pie­zas en­ca­jan en el ac­to. En Panty & Stocking with Garterbelt to­do el caos es só­lo una for­ma de un nue­vo or­den estético.

Y es ahí don­de Gainax de­mues­tra, una vez más, ser el me­jor es­tu­dio de ani­me que ac­tual­men­te tie­ne Japón. Todo es­tá he­cho de tal mo­do que la acu­mu­la­ción de mo­ti­vos se­xua­les sea cohe­ren­te y, so­bre­to­do, aca­be por in­ci­tar una car­ga sen­ti­men­tal so­bre el ar­gu­men­to. Hacen del caos, de la sub­ver­sión de to­do va­lor so­cial, ya no só­lo una es­té­ti­ca sino un nue­vo or­den so­cial en el cual el ac­to de lo po­lí­ti­co lle­va im­plí­ci­to el vol­ver la mi­ra­da ha­cia lo ca­tár­ti­co. El jue­go de som­bras chi­nas que es el com­ba­te en­tre el cie­lo y el in­fierno no es más que un re­fle­jo de los con­flic­tos pro­pios de to­da so­cie­dad; la lu­cha en­tre unos va­lo­res tra­di­cio­na­les ob­so­le­tos o unos va­lo­res con­tem­po­rá­neos que a la ho­ra de ha­cer de guía ya es­tán ob­so­le­tos. Y es ahí don­de Gainax nos pre­sen­ta la sub­ver­sión úl­ti­ma de la so­cie­dad; la po­lí­ti­ca co­mo el uso de los va­lo­res ne­ga­dos por la mis­ma con­di­ción de va­lo­res a tra­vés de la vuel­ta a la na­tu­ra­le­za. Sólo en la acep­ta­ción de lo ob­so­le­to e inuni­ver­sa­li­za­ble de los va­lo­res, siem­pre ata­dos a una es­tric­ta sub­je­ti­vi­dad, po­dre­mos con­se­guir los po­de­res que nos per­mi­tan in­fluir en la so­cie­dad. Siempre y cuan­do nues­tros ex­ce­sos no nos lle­ven a des­en­ten­der­nos de nues­tra con­di­ción de en­tes políticos.

Al fi­nal lo im­por­tan­te no es tan­to la con­di­ción de se­res in­fer­na­les, te­rre­na­les o ce­les­tia­les sino de co­mo es­tos acep­tan su pro­pia sub­je­ti­vi­dad fren­te a la ob­je­ti­va­ción de su ori­gen sin des­en­ten­der su con­di­ción. Así el úni­co va­lor que de­be ser real­men­te con­di­ción ne­ce­sa­ria pa­ra ser un en­te po­lí­ti­co es la ca­tar­sis que nos des­po­ja de to­da con­di­ción hu­ma­na pa­ra, des­pués, po­der ver to­do des­de fue­ra ‑y des­de lo más den­tro posible- de nues­tra con­di­ción mis­ma. Y só­lo en ese mo­men­to, án­ge­les, po­dréis ser uno con la di­vi­ni­dad, ser en­tes políticos.

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