tratado de ontoespectralidad: devenir en (re)vivo

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El synth­pop de los 80’s es, en tan­to la pri­me­ra ex­pre­sión po­pu­lar de elec­tró­ni­ca, un au­tén­ti­co ejer­ci­cio de es­pec­tro­lo­gía ‑o haun­to­logy si así lo prefieren- en sí mis­mo: los me­ca­nis­mos de su so­ni­do se ba­san en re­pe­ti­cio­nes me­cá­ni­cas, vo­ces dis­tor­sio­na­das has­ta la es­pec­tra­li­dad y la imi­ta­ción de unas for­mas que re­cuer­dan a las de fan­tas­mas ha­blán­do­nos a tra­vés de acom­pa­sa­das fluc­tua­cio­nes so­no­ras. Esto se ve am­pli­fi­ca­do has­ta el ab­sur­do cuan­do, ade­más, con el pa­so del tiem­po nos han de­ja­do un ca­dá­ver pu­tre­fac­to de pu­ro va­lor re­tro en el cual cual­quier mí­ni­ma no­ción es vis­ta ne­ce­sa­ria­men­te des­de la per­ple­ji­dad; des­de su ca­rác­ter de ob­je­to hor­te­ra. Por es­ta ra­zón el synth­pop pri­mi­ge­nio cum­ple las dos pre­mi­sas bá­si­cas de cual­quier es­pec­tro, la metafísico-temporal y la es­té­ti­ca, es una en­ti­dad del pa­sa­do a la par que apa­ren­ta ser una en­ti­dad del pa­sa­do; sin po­si­bi­li­dad de asu­mir una con­for­ma­ción con­tem­po­rá­nea for­mal. El pa­ra­dig­ma de es­ta con­for­ma­ción es­pec­tral la en­con­tra­ría­mos en uno de los úl­ti­mos em­ble­mas del gé­ne­ro co­mo se­ría Voyage Voyage de la de­li­ran­te so­lis­ta, in­clu­so pa­ra la épo­ca, Desireless.

Esta as­pec­tua­li­za­ción es­pec­tral se da des­de su nom­bre mis­mo ‑Desireless, o Sin deseos- que per­pe­tua la no­ción de la en­ti­dad es­pec­tral: aquel que es­tá muer­to es el úni­co hu­mano que no es­tá su­je­to al de­ve­nir de sus de­seos; es el su­je­to que ya no sien­te pul­sión y, por tan­to, no de­vie­ne de­sean­te en na­da. Pero pre­ci­sa­men­te pa­re­ce ne­gar­nos es­ta au­sen­cia de de­ve­nir el he­cho mis­mo de que la can­ción se lla­me Voyage Voyage ‑Viaja, via­ja (tú)-, lo cual nos es ne­ga­do si­nos aso­ma­mos al abis­mo in­son­da­ble de su le­tra. Quizás la pri­me­ra in­ter­pre­ta­ción que po­dría­mos sa­car sea, efec­ti­va­men­te, que sí es un de­ve­nir fu­tu­ro, se­gún nos can­ta Claudie en los pri­me­ros ver­sos «Sobre los vie­jos vol­ca­nes / des­li­zan­do las alas so­bre / la al­fom­bra del vien­to, via­ja, via­ja / con­ti­nua­men­te.», de­ján­do­nos cla­ro lo que pa­re­ce ser un de­ve­nir; la es­tro­fa, sin em­bar­go, co­mien­za a ju­gar con nues­tras es­pec­ta­ti­vas. «Sobre las ca­pi­ta­les / con ideas fa­ta­les / mi­ras el océano» nos de­ja la idea de la po­si­bi­li­dad del sui­ci­dio o del ase­si­na­to ‑co­sa que in­si­nua­rá bas­tan­te ex­plí­ci­ta­men­te cer­ca del fi­nal di­cien­do «Sobre las alam­bra­das / so­bre co­ra­zo­nes bom­bar­dea­dos, / mi­ra el océano»- pe­ro de po­co va­le to­do es­to ya que, la car­ga sim­bó­li­ca en el pop cae siem­pre so­bre el es­tri­bi­llo, y és­te es muy re­ve­la­dor. Ya es bas­tan­te ex­pli­ci­to el pri­mer frag­men­to del es­tri­bi­llo «Viaja, via­ja / más le­jos que la no­che y el día / (via­ja, via­ja) / por el es­pa­cio lleno de amor.» pe­ro se­rá en la se­gun­da par­te don­de se ex­pli­ci­te has­ta pun­tos cla­ri­vi­den­tes: «Viaja, via­ja / so­bre el agua sa­gra­da de un río in­dio / (via­ja, via­ja) / pa­ra nun­ca vol­ver.». El via­je so­bre el rio in­dio -¿el Ganges qui­zás?- es una ob­via con­no­ta­ción de la muer­te pe­ro ese via­je ha­cia «más allá de la no­che y el día» que se rea­li­za «pa­ra no vol­ver» es al­ta­men­te cla­ri­fi­ca­dor, aun cuan­do ha­bla­ra de un de­ve­nir lo ha­ría siem­pre co­mo pro­yec­ción ha­cia la muer­te; co­mo un via­je ha­cia la es­pec­tra­li­za­ción del ser.

Desde lue­go la le­tra no es que sea pre­ci­sa­men­te una oda ha­cia los que es­ta­mos al otro la­do de la es­pec­tro­lo­gía, pe­ro aun nos que­da por ver que nos apor­ta su vi­deo­clip en el plano es­té­ti­co. El vi­deo­clip nos evo­ca una sa­la lle­na de per­so­nas de épo­ca, de di­fe­ren­tes épo­cas pa­ra ser más exac­tos, ha­cien­do di­fe­ren­tes pan­to­mi­mas al rit­mo de la mú­si­ca, lo cual nos evo­ca una suer­te de Danse Macabre pos­mo­der­na don­de los muer­tos no son es­que­le­tos ri­sue­ños sino las imá­ge­nes es­te­reo­ti­pa­das de di­fe­ren­tes épo­cas de la his­to­ria. La idea se ve re­for­za­da en la pro­yec­ción de di­fe­ren­tes su­ce­sos de la hu­ma­ni­dad ‑des­de el ca­ba­ret has­ta el trans­bor­da­dor Apolo- que ahon­dan en esos cam­bios de tem­po­ra­li­dad; en esa uni­fi­ca­ción pre­sen­te a tra­vés de lo pa­sa­do. Pero in­clu­so la pro­pia Claudie Fritsch-Mentrop en­tra en és­te jue­go pues su as­pec­to es la ejem­pli­fi­ca­ción per­fec­ta de Diva Pop del mo­men­to. Y es por ello que es­ta se con­vier­te, des­de un pri­mer ins­tan­te, en la an­fi­trio­na de la fies­ta: ella nos na­rra el de­ve­nir de to­dos ellos en espectro.

La can­ción fue un hit, por lo cual no de­be ex­tra­ñar­nos que la sa­quea­do­ra de tum­bas Kate Ryan se la apro­pia­ra con su des­ca­ra­da ne­ga­ción de la ori­gi­nal co­mo pro­pia, pe­ro fue un fra­ca­so co­mo can­ción de en­ti­dad au­tó­no­ma con­tem­po­rá­nea. ¿Por qué su­ce­dió es­to? Porque es im­po­si­ble se­pa­rar a la can­ción de su en­ti­dad de es­pec­tro; cuan­do Kate Ryan can­ta Voyage Voyage no ha­ce más que re­pre­sen­tar la voz y fi­gu­ra de una Claudie Fritsch-Mentrop re­vi­vi­da pa­ra mo­rir al ins­tan­te con­si­guien­te. No es me­nos si­nies­tro el ca­so de Gregorian, un gru­po de mon­jes fran­cis­ca­nos que ha­cen ver­sio­nes de can­cio­nes po­pu­la­res en can­to gre­go­riano, que aña­den un ca­rác­ter es­pe­cial­men­te fan­tas­ma­gó­ri­co en la voz sin pres­cin­dir ja­más de una voz fe­me­ni­na pa­ra el es­tri­bi­llo y unos sin­te­ti­za­do­res, qui­zás más new age, pe­ro siem­pre synth­pop. Voyage Voyage es­tá me­ta­fí­si­ca­men­te em­bro­ca­da en la es­té­ti­ca pro­pia del synth­pop, ha­cien­do que el in­ten­tar qui­tar­le el ves­ti­do de su gé­ne­ro se pier­da to­do su po­si­ble va­lor. El es­pec­tro se con­vier­te de és­te mo­do en una en­ti­dad que sub­vier­te su es­té­ti­ca en su me­ta­fí­si­ca; no ha­ce dis­tin­ción en­tre aque­llo que lo con­fi­gu­ra y aque­llo que lo re­pre­sen­ta, su ima­gen de sí es su pro­pio ser en el mun­do. Quizás por eso la úni­ca ver­sión que fun­cio­na es­ca­pan­do de las no­cio­nes es­té­ti­ca de la can­ción ori­gi­nal sea la úni­ca que par­te de un su­pues­to ra­di­cal: el humor. 

Cuando Los Gandules ha­cen Bayas Bayas, un au­tén­ti­co hit de la idio­cia, sub­vier­ten la le­tra ori­gi­nal ‑su ca­rác­ter me­ta­fí­si­co estetizado- y su mú­si­ca ‑su ca­rác­ter es­té­ti­co metafisizado- per­vir­tien­do así la bi­poie­sis esencial-existencial en la cual es con­fi­gu­ra­do el es­pec­tro. En el uso de ins­tru­men­tos eléc­tri­cos, que no elec­tró­ni­cos, a la par que se cam­bia to­tal­men­te la le­tra ori­gi­nal por una cho­rra­da equi­va­len­te so­bre un au­tén­ti­co de­ve­nir ‑la pa­cí­fi­ca vi­da de un osito- se pier­de esa con­fi­gu­ra­ción on­to­es­pec­tral por­que, aquí, ya no hay es­pec­tra­li­dad que val­ga pues es­ta­mos ha­blan­do de un au­tén­ti­co ser en el mun­do a to­dos los ni­ve­les, el osi­to, y ade­más ya no sue­na es­pec­tral. De és­te mo­do se quie­bra la re­la­ción en­tre es­té­ti­ca y me­ta­fí­si­ca que tan bien se ha­bía hi­la­do en el synth­pop gra­cias al cam­bio de gé­ne­ro pe­ro, pa­ra que es­to ocu­rra, se ha te­ni­do que dar a su vez un de­ve­nir en una per­ver­sión hu­mo­rís­ti­ca ‑sien­do el hu­mor un ac­to deseante‑, pro­du­cien­do así de nue­vo la se­pa­ra­ción de am­bos aspectos.

Si el synth­pop es la pri­me­ra mú­si­ca del au­tén­ti­co es­pec­tro en­ton­ces po­dría­mos afir­mar que Desireless es la rap­so­da de los es­pec­tros que han si­do, son y se­rán. Pero he ahí el va­lor de su des­truc­ción, pues el pro­ble­ma del es­pec­tro es que es aque­lla fi­gu­ra­ción que nos fe­ti­chi­za no por­que nos quie­ra ha­cer mal sino por­que no per­mi­te su evo­lu­ción ni su adap­ta­ción a un nue­vo en­torno; el es­pec­tro es el pa­rá­si­to que se ali­men­ta del alien­to de los vi­vos. Por ello la es­pec­tro­lo­gía ‑re­cor­de­mos, haun­to­logy en inglés- no es, o no de­be­ría ser, tan­to el co­no­ci­mien­to y es­tu­dio de es­pec­tros co­mo la ilus­tra­ción de co­mo pro­du­cir su ca­za, neu­tra­li­za­ción y, aho­ra sí, es­tu­dio pa­ra con­ver­tir­los en Nuevos (Re)Vivos le­jos de su con­di­ción es­pec­tral; de zom­bis que nos co­si­fi­can. La la­bor del es­pec­tró­lo­go es ca­zar a los es­pec­tros pa­ra neu­tra­li­zar su con­di­ción de reificantes.

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