Yakuzas, los samuráis de la mafia, de Documentos TV
¿Qué supone ser un yakuza? Aunque conocemos multitud de producciones del cine, ya más o menos clásico o, cuanto menos, de culto, no podríamos discernir cuales son las características que honran la auténtica condición de un yakuza. Entre los delirios destilantes de exceso de un Takashi Miike ‑que, de hecho, vio financiadas sus primeras películas con el dinero de la mafia‑, la pulcra violenta diletante de Takeshi Kitano, o la visión romántica que circunscribe toda la obra de Masahiro Shinoda nos encontramos tantos yakuzas como representaciones; desde los héroes de leyenda hasta los implacables monstruos psicóticos se nos demuestran siempre como vaporosos, siempre en fuga de su idea misma, sin mostrarse realmente jamás en su desnudez. Por eso, en tanto no podemos discernir en un primer orden que supone un yakuza, intentar que ellos mismos nos permitieran vislumbrar que hay detrás de la tinta que inunda sus cuerpos y las mitologías que abordaron en la celulosa es la opción más segura para, al menos, hacer cognoscible una pequeña parte de un mundo que se muestra siempre ajeno de toda concepción totalizadora.
En Yakuzas, los samuráis de la mafia nos ofrecen una mirada documental performativa, consciente de que jamás podrán caracterizar su espacio en toda su esencia. Al introducir una cámara, un elemento extraño que perpetuiza e identifica los hechos producidos en el espacio y el tiempo, se distorsiona la realidad patente del día a día del clan; no hay realidad patente, es todo una performance que los yakuza hacen con la idea de dar la imagen que desean dar exactamente. Pero no sólo es eso: la grabación está lleno de puntos oscuros. La imposibilidad de firmar entradas o salidas, la insistencia en usar códigos para hablar entre ellos o la insistencia de apagar la cámara en momentos puntuales, básicamente cuando se habla de negocios, canoniza la idea de lo inaprensible de la identidad de los yakuzas; para saber que supone ser yakuza se ha de ser yakuza. Todo cuanto se nos presenta son esbozos, trazados, apenas sí algunos detalles contradictorios que nos permiten hacernos una idea aproximada sólo que, por primera vez, idealizada sólo desde la perspectiva de los propios reclusos de su propia vida.
Si algo supone ser yakuza es eso: reclusión. Todos los presentes en el documental son reclusos de sus propias existencias; prisioneros de una sociedad que no les quiere, de unos tatuajes que les estigmatizan de por vida como parte de una sociedad ilegal, de una fidelidad que sólo podrían encontrar entre otros como ellos mismos: la nobleza del yakuza es la nobleza de aquel que ha visto como sólo puede alcanzar la paz en el culto privado de una microsociedad auto-excluyente; nadie les obliga, pero se sienten obligados a ser prisioneros. Lo terrorífico de ver a jóvenes aspirantes a yakuzas encerrados en un piso durante tres años, para completar su concienzudo y extremadamente zen entrenamiento ‑no por nada: se valora más el desapego de la vida material (la sociedad) que el entrenamiento criminal per sé-, pero no es menos terrorífico ver como eso desemboca en una vida de acuertalimento en edificios que declaman su condición de yakuza, aislados y evitados por el resto de la sociedad, siempre temerosos de salir de ellos bajo la amenaza de ser asesinados o, peor aun, que su clan les necesite y ellos no estén allí para servirle.
A través de sus luces y sus sombras se nos presenta la vida del yakuza no como un exceso de violencia y martirización, menos aun como un campo de virtud donde son sacrificados héroes incomprendidos, pues apenas sí son el monstruo polimorfo que se esconde debajo de la almohada. Parece como sí, en último término, los yakuza fueran el eslabón necesario que haga funcionar de forma adecuada la sociedad, el intermediario indeseado que pone en movimiento la maquinaria, produciendo que el colapso universal se retrase un día más. Como el parásito que no parasita, que mutualiza hasta cierto grado, la yakuza parece una tenia indiferente del organismo en el que habita: hace que funcione más rápido y mejor, y sino lo hace acabará devorándolo poco a poco; su vida acabará, en cualquier caso, cuando sea demasiado grande como para no tener que ser sustraída del interior de los órganos sociales. Esa es la clave. A través de sus mercados secundarios, sus guerras y extorsiones no producen de hecho algo que sea innatamente indeseado, pues lo que es indeseado per sé es su presencia: nadie quiere saber nada de los yakuzas, los quieren lejos de sí, pero desean incesantemente lo que ellos producen con su esfuerzo. Si ser yakuza es vivir en reclusión es porque su vida es conveniente para la sociedad, pero deben sustraerse siempre como parásitos propios pero externos de los órganos de esa sociedad.
Los órganos de la sociedad fallan, se colapsan, son demasiado lentos e inútiles para mantener un organismo demasiado gigantesco para mantenerse por sí mismo, pero jamás admitirán que necesitan de un sistema subsidiario que los fuerce, que los estrangule y sature, hasta el punto que se construyan en las conformaciones estratégicas que requieren la frágil constitución de su bandada. La yakuza es el monstruo de debajo de la cama que nos aterroriza pero, cada día, devora convenientemente todas las pesadillas que se nos presentan cada noche. Y, por ello, son los infelices reclusos que impiden que se colapsen nuestros sueños mientras los martirizamos por ellos.