el conocimiento secreto vino a mi con el crepúsculo

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Lo más co­mún a lo lar­go de la his­to­ria de la hu­ma­ni­dad es que cuan­do un hom­bre ne­ce­si­ta pen­sar, re­fle­xio­nar so­bre su si­tua­ción in­ma­nen­te en el mun­do, se re­clu­ya en un atá­vi­co des­cen­so ha­cia un es­ta­do an­te­rior: bus­ca la sa­bi­du­ría de la na­tu­ra­le­za a tra­vés de la obli­te­ra­ción de su gre­ga­ris­mo; va al bos­que, le­jos de to­do hu­mano, pa­ra re­fle­xio­nar en una ca­ba­ña. El pro­ble­ma es que es­ta co­mu­nión con Lo Natural es­tá me­dia­da por to­da una se­rie de con­di­cio­nes cul­tu­ra­les que ha­cen un si­mu­la­cro de la au­tén­ti­ca con­di­ción de la vi­da sal­va­je. El pen­sa­dor ale­ja­do de la ci­vi­li­za­ción es­tá en una ca­ba­ña bien per­tre­cha­da, se­gu­ra­men­te cons­trui­da por pro­fe­sio­na­les, con las mis­mas co­mo­di­da­des ‑aun­que, eso sí, al­go obliteradas- que ten­dría en su ca­sa; edi­fi­ca la ca­ba­ña (del pen­sa­mien­to) co­mo su ho­gar. Es por ello que, co­mo nos apun­ta Mount Eerie en su su­bli­me “Lost Wisdom”, que la sa­bi­du­ría de la na­tu­ra­le­za nos es re­ve­la­da ne­ce­sa­ria­men­te a tra­vés del caos que es­ta nos impone. 

Yo vi tu ima­gen de la na­da / y ol­vi­dé lo que es­ta­ba haciendo.

Con su es­ti­lo de folk rock tai­ma­do, siem­pre al bor­de de una suer­te de so­por eterno, se mue­ve Mount Eerie en unos re­gis­tros ba­jos, en cons­tan­te per­cu­ti­vi­dad, que va mar­can­do un pa­so li­ge­ro y cons­tan­te de la can­ción. Cuando por fin la can­ción es­ta­lla to­do se con­vier­te en ta­blas res­que­bra­ján­do­se, con la voz se apa­ga, ha­cien­do que los sam­ples de un vien­to hu­ra­ca­na­do se ha­gan rei­nan­tes de un se­gun­do fon­do es­con­di­do tras los bru­ta­les com­pa­ses de gui­ta­rra y ba­te­ría. Después, vuel­ve el hom­bre can­tan­do. Así la can­ción se di­vi­de en dos seg­men­tos cla­ra­men­te se­pa­ra­dos: el mo­men­to de la cul­tu­ra del hom­bre y el mo­men­to de la na­tu­ra­le­za; la opo­si­ción ca­si pri­mor­dial en­tre las cons­truc­cio­nes cul­tu­ra­les del hom­bre (el can­to y la me­lo­día) con­tra lo emi­nen­te­men­te na­tu­ral (el rui­do y la fu­ria). Sólo cuan­do pa­sa la des­truc­ción pri­me­ra pro­du­ci­da la na­tu­ra­le­za, des­pués de arra­sar la ca­ba­ña don­de ha­bi­ta en paz con su cul­tu­ra, es ca­paz de ver al­go más allá de lo hu­mano; só­lo en tan­to se des­tru­yen (en tan­to ac­ti­tud crea­do­ra) to­das las no­cio­nes cul­tu­ra­les se pue­de tras­cen­der ha­cia un nue­vo es­ta­do más allá de la vi­da y la muerte. 

Todo se des­va­ne­ció en tu eclip­se / una cons­te­la­ción de mo­men­tos co­bra vi­da en el vacío.

No hay pen­sa­mien­to más allá de la cul­tu­ra que no pa­se por in­ten­tar la im­po­si­ble ar­mo­ni­za­ción con la na­tu­ra­le­za. El hom­bre de­be mi­me­ti­zar­se con la na­tu­ra­le­za, vol­ver­se una fuer­za sal­va­je e im­pre­vi­si­ble, que va­ya más allá de to­da ló­gi­ca ra­cio­nal co­no­ci­da. El au­tén­ti­co pen­sa­dor de lo que hay más allá de­be que­mar la ca­sa y de­jar pa­sar el río a tra­vés de ella; de­jar de mi­rar­se a sí mis­mo pa­ra co­no­cer el mun­do pa­ra co­men­zar a mi­rar el mun­do pa­ra co­no­cer­se a sí mis­mo. Y só­lo cuan­do al­can­za ese es­ta­do de paz con res­pec­to del mi­cro­cos­mos, el hom­bre es ca­paz de ver­se con res­pec­to del mundo.

Me mos­tras­te el río / y me vi.

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