el pulp ha muerto, larga vida al pulp

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Se ha im­pues­to en la con­tem­po­ra­nei­dad una ne­ce­si­dad de que to­da his­to­ria aca­be siem­pre bien, o al me­nos apa­ren­te­men­te bien. Quizás, por eso mis­mo, el pe­si­mis­mo que abo­tar­ga las fi­gu­ras me­nos vi­si­bles del mains­tream es tan sór­di­do y pro­fun­do, es la res­pues­ta con­tra el ré­gi­men que nun­ca les acep­tó con sin­ce­ri­dad. Entonces, ¿por qué no res­ca­tar la tra­di­ción an­te­rior de la cul­tu­ra po­pu­lar, el pulp, don­de en la ma­yor par­te de las oca­sio­nes el aca­bar bien era tan utó­pi­co co­mo que el fi­nal no fue­ra am­bi­güe­dad pu­ra? Y jus­ta­men­te eso ha­ce Bukowski en su úl­ti­ma no­ve­la en vi­da, Pulp.

Ambientado en Los Ángeles, pe­ro no pro­ta­go­ni­za­do por Chinaski, nos en­con­tra­mos una ciu­dad des­mo­ro­nán­do­se don­de Céline ho­jea en li­bre­rías de vie­jo, Miss Muerte va re­co­gien­do los tri­bu­tos de su tra­ba­jo aquí y allá, una in­va­sión de cin­co alie­ni­ge­nas ame­na­za­rá la hu­ma­ni­dad y un ca­so de cuer­nos se lia­rá con to­do lo an­te­rior. Entre me­dio es­ta­rá Nick Belane, el de­tec­ti­ve pri­va­do más inep­to y em­bru­te­ci­do de to­da la ciu­dad; un au­tén­ti­co es­pí­ri­tu de la an­ti­gua ciu­dad. Recomendado por John Barton a los más dis­pa­ra­ta­dos su­je­tos de la ciu­dad in­ten­ta­rá re­sol­ver to­dos los ca­sos en lo que pa­re­ce una ab­sur­da con­ju­ra de en­ti­da­des mons­truo­sas en vías de ex­tin­ción. Entre es­cul­tu­ra­les mu­je­res que son per­so­ni­fi­ca­cio­nes de los mie­dos pro­fun­dos del hom­bre irá cho­can­do con­ti­nua­men­te con la nue­va ca­ra de la ciu­dad, una pan­da de gi­li­po­llas que no sa­ben be­ber ni sa­ben pe­lear; la no­ve­la pulp de­fi­ni­ti­va es una de­cla­ra­ción de la emi­nen­te de­fun­ción del gé­ne­ro. Los mun­dos má­gi­cos ha­bi­ta­dos por en­ti­da­des más allá de la hu­ma­ni­dad ‑ya sean fem­me fa­ta­les, hom­bres de ho­nor o aliens- co­li­sio­nan en el mun­do de Bukowski, hu­yen­do de él len­ta­men­te ate­rra­dos de su in­cog­nos­ci­ble mugre.

Al fi­nal lo úni­co que atra­vie­sa am­bos mun­dos es el Gorrión Rojo, esa per­so­na o ani­mal que le en­car­ga con­se­guir Nick Belane y no se ma­te­ria­li­za has­ta que lle­ga el fin. Ahí es cuan­do des­cu­bre ese no-lugar, ese no-ser, que per­so­ni­fi­ca la hi­bri­da­ción de aque­llos mun­dos pa­sa­dos; el Gorrión Rojo es aquel que se lle­va to­dos los tiem­pos pa­sa­dos del pulp en un pre­sen­te que no ad­mi­te su fan­ta­sía. Y Bukowski se fue con él. Aun cuan­do el Gorrión Rojo no era más que el seu­dó­ni­mo del ave fé­nix por venir. 

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