Los límites de lo real son inescrutables. Vivimos entre lo imaginario, la posibilidad de lo real que aún no se ha materializado como un acontecimiento fáctico, y la fantasía, aquello que se ha manifestado como real sólo en un mundo posible que no es el nuestro, lo cual produce en nosotros una constante disociación con respecto de lo real; nuestras expectativas y deseos no se determinan sólo por lo que sabemos, por lo que nos cabe esperar, sino también por lo que sabemos que sería posible tener, por lo que nos cabría esperar si nuestro mundo fuera otro. Ahí nace el terror. Cuando nuestras expectativas chocan contra la realidad, cuando ni siquiera lo real se sostiene como la posibilidad prometida —porque ha devenido otra cosa distinta por intervención ajena a nuestro deseo, porque resulta ser otro mundo posible del que creíamos habitar en un principio — , dejemos de ser capaces de percibir lo que nos rodea como real en tanto carece de base conocida, en tanto todo lo que creíamos sólido no era más que una ficción. Ahí nace el terror en tanto es el momento en que la muerte cobra un sentido mucho mayor que la vida.
Resulta conveniente acudir a un surrealista para explicar el porqué de las disonancias entre las expectativas (lo imaginario), los acontecimientos (lo real) y lo imposible en nuestro mundo aunque posible en algún otro (la fantasía) en tanto el único compromiso del movimiento no fue con lo real, sino con todo lo posible en el interior del hombre. O lo que es lo mismo, con la fantasía. Sólo en la mente humana se da la posibilidad de la existencia del mundo, sea el nuestro o cualquier otro mundo posible dado a través del arte o la cultura. Si además hablamos de Roland Topor, satirista cruel antes que surrealista, las premisas de lo real se diluyen al llevar hasta el límite la convicción de que el mundo es el lugar creado a partir de la canibalización de los deseos y expectativas de aquellos otros, seguramente nosotros, que no se ajustan al orden establecido de ese mismo mundo.
Donde lo quimérico se instala es absurdo esperar que haya espacio para lo real como relato objetivo. La novela gira entorno a la destrucción de la percepción fenoménica del mundo que tiene el personaje protagonista, un hombre que al mudarse a vivir a una casa nueva va descubriendo que sus vecinos no se miden por los acontecimientos fácticos que acontecen a su alrededor; se inventan quejas por un ruido que él no hace, le imponen hábitos que no tiene, le tratan como si fuera la antigua inquilina del piso e hiciera lo aquella hacía: pretenden que se convierta en la antigua inquilina del piso y corra su misma fortuna en un intento de mantener un statu quo basado ya no en la evidencia de las cosas, sino de obligar a todos a actuar como si lo imaginario —que el protagonista es, de hecho, la antigua inquilina entonces fallecida— fuera lo real. Es quimérico, porque la realidad sigue existiendo de forma independiente: él es hombre y la antigua inquilina es mujer, la visitó en el hospital, ni siquiera comparten hábitos más allá de los que podría compartir con cualquier otro. Es quimérico porque pretenden destruir su identidad para reconstruirlo en otra completamente nueva.
Al forzar los límites de lo posible, de lo que acontece en el mundo, pretenden traer al mundo una recreación imaginaria de lo real que es pura fantasía por la imposibilidad de repetir, en un ciclo constante, los acontecimientos de un evento desafortunado. Bien sea por un trauma colectivo o por una convicción fuera de toda lógica, necesitan repetir de forma constante los acontecimientos que ocurrieron con la antigua inquilina y que, suponemos, ocurrirán otras infinitas veces con nuevos inquilinos hasta que alguien descubra lo ocurrido.
El quimérico inquilino es canibalismo fenomenológico. La víctima es arrastrada hasta las simas más profundas del sinsentido, se descoloca su percepción del espacio y del tiempo, se destruye su percepción de sí mismo, hasta que se le fuerza a creer que lo imposible se ha tornado en posible por magia de que siempre ha sido así;
¿Qué es entonces El quimérico inquilino? Un satírico ejercicio de canibalismo fenomenológico. Trelkovsky, la víctima, el quimérico inquilino que podría ser cualquier otro, es arrastrado hasta las simas más profundas del sinsentido, se descoloca su percepción del espacio y del tiempo, se destruye su concepción de sí mismo, hasta que consiguen forzarle a creer que lo imposible se ha tornado en posible por magia de que siempre ha sido así; no es que el mundo conspire contra él, es que un grupo reducido de individuos lo han aislado y han manipulado su percepción del mundo para que se ajuste a sus intereses. Que sus intereses sean destruirlo en una danza ritual que (suponemos) se repite cíclicamente, es lo de menos.
También es cierto que existen dos posibles explicaciones, no sólo una. El protagonista o bien es llevado hasta la locura haciéndole creer que él es la antigua inquilina del piso o bien él es la antigua inquilina del piso que vive en un bucle espacio temporal en el cual tiene que ser re-identificada y destruida de forma constante durante toda la eternidad. Ninguna de las dos alternativas es menos caníbal o terrorífica. Bajo la batuta de Roland Topor la realidad deja de existir como un acontecimiento objetivo. Si el protagonista es llevado hasta la locura por sus vecinos, entonces el mundo está definido por la visión que tienen de éste las personas que lo habitan y, por extensión, si todos creen en una fantasía conveniente y la llevan a cabo en sintonía el mundo devendrá, al menos en sus consecuencias, en esa fantasía; si el protagonista vive en un eterno retorno de lo mismo, entonces el mundo escapa de las convenciones de lo real es sostenido bajo una ley cósmica fantasiosa que no podemos aprehender ni cambiar ni comprender. El terror se desata libremente sobre el mundo en cualquiera de los dos casos, pero de dos formas diferentes: en el primer caso el terror es mundano y en el segundo caso el terror es lovecraftniano; en ambos casos, el terror nace de la existencia.
En tanto obra de ficción, en tanto transcurre en un mundo posible, es imposible conocer cuál de los dos casos es el real en tanto ambos son interpretaciones válidas de los acontecimientos narrados. Con todo, las consecuencias se nos antojan evidentes: cuando el mundo conspira contra nosotros sólo nos queda la locura o aferrarnos a aquello que siempre ha sido sólido. Porque, cuando todo se viene abajo, es el momento de ser flexibles sin olvidar aquello que somos.
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