El ser humano es aquel que forja su identidad a través de su relación memorística con el mundo

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El ni­ño gu­sano, de Hideshi Hino

Cuando Peter Steele afir­ma­ba con tal con­vic­ción que to­da po­si­ble vehe­men­cia del pos­tu­la­do se per­día en la fie­re­za de la pro­pia de­cla­ra­ción que yo no quie­ro ser yo nun­ca más nos abre la pers­pec­ti­va de una pro­ble­má­ti­ca inhe­ren­te al ser hu­mano en tan­to ser: co­mo en­ti­dad auto-consciente de su pro­pia exis­ten­cia no de­sea —o, pa­ra ser más exac­tos, pue­de lle­gar a no de­sear— ser aque­llo que es en tan­to pro­yec­ción ha­cia el ex­te­rior. Es por ello que cuan­do un in­di­vi­duo co­mo Peter Steele, co­mo un ser hu­mano sea és­te cual sea, se mi­ra al es­pe­jo por las ma­ña­nas pue­de lle­gar a ver un re­fle­jo de aque­llo que no de­sea ser; no so­mos lo que de­sea­mos ser, so­mos lo que con­se­gui­mos lle­gar a ser fru­to de una se­rie cua­si in­fi­ni­tas de cir­cuns­tan­cias so­cia­les, per­so­na­les, po­lí­ti­cas, geo­grá­fi­cas e ideo­ló­gi­cas, ge­né­ti­cas y mi­la­gro­sas en el ca­so más es­pe­luz­nan­te de to­dos: aque­llo que no só­lo no po­de­mos con­tro­lar, sino que no po­de­mos pre­de­cir en ab­so­lu­to en tan­to fuer­zas exóge­nas a lo hu­mano. ¿Cómo pue­do ya no ser yo, sino de­sear ser yo cuan­do el co­mo soy pue­de ser afec­ta­do por aque­llo que fue­ron (de for­ma en­dó­ge­na) mis abue­los o una fuer­za mís­ti­ca más allá de to­do sentido?

Si (re)leyéramos La me­ta­mor­fo­sis de Franz Kafka en es­tos tér­mi­nos la res­pues­ta ten­dría unos cla­ros tin­tes me­ta­fí­si­cos, a pe­sar de que no por ello de­ja­ría de ser in­ge­nua: yo soy yo en tan­to me se yo. A pe­sar de que un hom­bre sea con­ver­ti­do en in­sec­to, que sea trans­for­ma­do de un mo­do mi­la­gro­so en al­go que no es, eso no sig­ni­fi­ca en ca­so al­guno que su iden­ti­dad cam­bie pa­ra asu­mir la de otro ser: en tan­to hu­mano, aun cuan­do de­ve­ni­do en otra co­sa, si­gue sien­do hu­mano en tan­to si­gue te­nien­do una cier­ta auto-consciencia de sí y del mun­do en ac­to o po­ten­cia; ser hu­mano su­po­ne ser un in­di­vi­duo ca­paz de per­ci­bir su pro­pia exis­ten­cia den­tro de una ló­gi­ca tem­po­ral: ser cons­cien­tes de que el mun­do, y lo que ocu­rre den­tro de és­te, le afec­ta co­mo in­di­vi­duo —in­clu­so aun cuan­do es in­ca­paz de com­pren­der có­mo, qué o por qué le ha afec­ta­do el mun­do — . Es por eso que aun­que pue­da pa­re­cer una lec­tu­ra a prio­ri pue­ril, el he­cho de que yo soy yo en tan­to sé que soy yo por­que in­ter­ac­tuó con el mun­do de for­ma cons­cien­te, ser cons­cien­tes de nues­tra pro­pia auto-consciencia es un tra­ba­jo pro­di­gio­so que im­pli­ca, a su vez, un es­fuer­zo ní­ti­do y con­cen­tra­do ha­cia el pro­ce­so mis­mo de sa­ber­nos par­te cons­cien­te de ese mun­do en sí.

¿Qué tie­ne que ver to­do es­to con Hideshi Hino? Todo, pues su te­rror se de­fi­ne pre­ci­sa­men­te no por en­se­ñar­nos aque­llo que ame­na­za con pe­li­grar nues­tra exis­ten­cia mor­tal —en­ten­dien­do así el te­rror por aque­llo que nos ame­na­za de for­ma mor­tal re­du­cien­do to­do te­rror a uno más atá­vi­co: el mie­do a la muer­te — , sino por mos­trar­nos el te­rror pro­fun­do que se sus­ten­ta en el ser o en el lle­gar a ser al­go que no es hu­mano. Lo que hay de te­rro­rí­fi­co en El ni­ño gu­sano no es el cam­bio en la re­la­ción que nos sus­ci­ta la trans­for­ma­ción con nues­tro en­torno, que es lo que en­con­tra­ría­mos de for­ma ma­gis­tral en Kafka, tan­to co­mo el he­cho de co­mo la trans­for­ma­ción anu­la to­da re­la­ción de cons­cien­cia con nues­tro en­torno; el te­rror en Hideshi Hino no ema­na de la fuen­te de la mor­tan­dad, pues se de­fi­ne en la pro­fun­di­dad evo­ca­da del pu­ro acon­te­ci­mien­to de de­jar de ser hu­mano; no es que se de­je de vi­vir, es que se de­ja de ser cons­cien­te de es­tar vivo. 

Aunque és­te sea el leit mo­tiv bá­si­co del man­ga­ka ja­po­nés más per­tur­ba­dor que ha co­no­ci­do la hu­ma­ni­dad, en El ni­ño gu­sano se re­tuer­ce y am­pli­fi­ca es­te dis­cur­so tur­ba­dor has­ta con­ver­tir­se en una suer­te de ele­gía a la be­lle­za de ser hu­mano. El pro­ta­go­nis­ta, Sampei Hinamoto, es la víc­ti­ma de una se­rie de cir­cuns­tan­cias te­rri­bles que le ha­cen po­see­dor de un des­tino fu­nes­to que no es só­lo que no pue­da evi­tar, sino que ade­más es es­po­lea­do por to­das las con­di­cio­nes aje­nas de sí den­tro de la so­cie­dad. Niño de na­tu­ra­le­za en­fer­mi­za, ob­se­sio­na­do con los ani­ma­les, in­ca­paz de in­te­re­sar­se por el mun­do hu­mano, ya no di­ga­mos por los es­tu­dios, se en­cuen­tra en el seno de una fa­mi­lia que le des­pre­cia por su ab­so­lu­ta in­ca­pa­ci­dad de in­te­grar­se den­tro de lo que es más be­ne­fi­cio­so pa­ra la so­cie­dad a la vez que en el co­le­gio se bur­lan de él por su amor in­con­men­su­ra­ble ha­cia los ani­ma­les; Sampei es, úni­ca y ex­clu­si­va­men­te, la víc­ti­ma de una se­rie de con­di­cio­na­mien­tos ge­né­ti­cos, fa­mi­lia­res y so­cia­les que le lle­van ha­cia un ca­mino que re­sul­ta in­con­ce­bi­ble cam­biar. Cuando ade­más de ocu­rrir to­do es­to se con­vier­te en un gu­sano gi­gan­te que no pue­de co­mu­ni­car­se con los se­res hu­ma­nos, pe­ro sin em­bar­go aun guar­da su pro­pia cons­cien­cia hu­ma­na, ¿có­mo sa­be­mos que de he­cho es hu­mano?

Hideshi Hino res­pon­de con la re­pre­sen­ta­ción: el gu­sano se ve re­pu­dia­do a las al­can­ta­ri­llas, se va des­hu­ma­ni­zan­do len­ta­men­te y, só­lo en su trá­gi­co fi­nal que no es el fi­nal úl­ti­mo, se con­vier­te en un ani­mal que pier­de to­da cons­cien­cia del ser más allá de la muer­te; lo que em­pie­za co­mo un mo­do de ven­gar­se de una so­cie­dad que lo hu­mi­lló y arro­jó ha­cia su for­ma más per­fec­ta, to­do aque­llo que de he­cho siem­pre ha si­do en po­ten­cia y aho­ra lo es en ac­to —un gu­sano, un ser re­pug­nan­te que no pue­de (ni quie­re) co­mu­ni­car­se con la so­cie­dad hu­ma­na — , aca­ba en la sa­li­da na­tu­ral de su con­di­ción: es un gu­sano ve­ne­no­so, por tan­to su con­di­ción es de­pre­dar aque­llos de quie­nes se alimenta. 

Ahora bien, cuan­do al fi­nal sea su pro­pia fa­mi­lia el que lo ma­te y, en­ton­ces, re­cu­pe­re su pro­pia auto-consciencia, ¿qué ha ocu­rri­do? Recurriendo a la vi­sión de Georges Bataille, se­gún el cual la auto-consciencia del hom­bre es una cons­cien­cia de su pro­pia mor­tan­dad, po­dría­mos afir­mar que en el en­fren­tar­se con­tra la muer­te (el dis­pa­ro que rea­li­za su pa­dre con­tra él) y con­tra su pro­pia mor­tan­dad (el ha­cer­se cons­cien­te de ha­ber per­di­do de fac­to a su fa­mi­lia) le ha­ce re­co­brar su pro­pia cons­cien­cia de ser hu­mano. Pero ya es tar­de. La au­tén­ti­ca muer­te de Sampei no acon­te­ce tan­to con los dis­pa­ros del pa­dre —los cua­les, en úl­ti­mo tér­mino, no sa­be­mos si lle­gan a ma­tar­lo en mo­men­to al­guno— co­mo de he­cho en su pro­pia trans­for­ma­ción: en tan­to de­ja de ser hu­mano, de­ja de te­ner la po­si­bi­li­dad de co­mu­ni­car­se con otros se­res hu­ma­nos, él de­ja de ser hu­mano: lo que nos ha­ce hu­ma­nos es los de­más se­res hu­ma­nos, to­do el sin­sen­ti­do pro­fun­do de la cul­tu­ra hu­ma­na. Es por ello que con su hu­ma­ni­dad mue­re tam­bién to­do aque­llo que le da sen­ti­do a su auto-consciencia, a su ser yo, por­que de he­cho él nun­ca ha te­ni­do una iden­ti­dad hu­ma­na. Todo lo que es­te ni­ño te­rri­ble ha te­ni­do siem­pre, to­do lo que se de­fi­ne en el no­mi­na­lis­mo pro­pio Sampei, no es más que el re­fle­jo de ese gu­sano ve­ne­no­so en el cual aca­ba con­vir­tién­do­se por­que, de he­cho, es lo que siem­pre ha si­do; Sampei es Sampei sien­do niño-humano o niño-gusano, por­que de he­cho él se de­fi­ne en tan­to ser auto-consciente que re­nun­cia a aque­llo que le ha­ce hu­mano. Porque aun­que no le gus­te ver en un es­pe­jo a un hu­mano, el de­ve­nir lo que en reali­dad es, lo que siem­pre ocul­tó su pro­pia hu­ma­ni­dad, no tie­ne por­que ser en nin­gún ca­so me­nos terrible. 

En el mo­men­to que re­nun­cia a lo hu­mano en sí, a la cul­tu­ra y la auto-consciencia, ya no se mue­ve por lo que es pro­pio del ser hu­mano (el de­seo) y se aban­do­na en lo que es pro­pio del ani­mal (el ins­tin­to) ha­cien­do que en el pro­ce­so des­apa­rez­co su iden­ti­dad co­mo tal. Lo que ve re­fle­ja­do en el gu­sano en úl­ti­mo tér­mino es só­lo una de las po­si­bi­li­da­des de lo que po­dría ha­ber si­do, pues cuan­do es dis­pa­ra­do por su pa­dre to­do lo que con­si­gue re­cor­dar es co­mo ama­ba a to­da su fa­mi­lia con to­do su co­ra­zón por lo bue­nos que fue­ron en el pa­sa­do con él; el que soy yo es siem­pre, en úl­ti­mo tér­mino, una de­ci­sión de que acep­ta­mos im­plí­ci­ta o ex­plí­ci­ta­men­te re­cor­dar al res­pec­to de nues­tras vi­das. Porque esa me­mo­ria es la que de­fi­ne al fi­nal nues­tras per­so­na­li­da­des, por­que no­so­tros de­ci­di­mos (has­ta cier­to pun­to) que es aque­llo de nues­tras vi­das que nos con­for­ma­rá a tra­vés de la vi­sión par­ti­cu­lar del mun­do que de­ci­da­mos asu­mir, in­clu­so el no ser na­da más que un ani­mal sin me­mo­ria ni cons­cien­cia al­gu­na del mundo. 

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