Extinción, de David Foster Wallace
Descartes se preguntaba en su duda metódica como de hecho podría el saber que no estaba durmiendo y que todo lo que él vivía era un sueño. Filosóficamente era un problema del ala dura, pues si bien resolverlo era una actividad acuciante la demostración empírica que de hecho estoy o no durmiendo implica pasar por una realidad más allá de mi propia consciencia en tanto no puedo conocer realmente si estoy o no durmiendo; para conocer mis procesos mentales debo pasar por un afuera de mi mismo que pueda juzgar objetivamente los acontecimientos existentes a partir de la certeza misma de su existencia. Esto le llevaría a su vez al problema de que para que pueda saber que existe en sí y no está durmiendo tiene que tener las certeza de la existencia de algo o alguien que permanezca como referente esencial externo de toda duda, lo cual acabaría por derogar la problemática en que ningún ser humano por sí mismo puede saber si de hecho está durmiendo —siempre y cuando presupongamos que no existe Dios ni las matemáticas (o tengamos menos fe en estos que Descartes), los cuales podrían ser acontecimientos garantes de lo real.
Aunque obviamente esto tiene una problemática metafísica muy obvia, la cual elude más que resuelve el propio Descartes, también podríamos decir que tiene una problemática infinitamente más mundana pero no por ello menos importante: ¿cómo podemos tener la certeza de que no estamos dormidos cuando se nos acusa de hacer algo que de hecho nosotros sabemos que no hacemos —y sí, me refiero a roncar — ? Esta duda sería a través de la cual David Foster Wallace sostiene una metódica narración, hasta alcanzar una cierta nausea metafísica en la medida que se sirve de esta no sólo para expresar una problemática mundana, lo cual es común dentro de sus actos de estilo casi tan barboteantes en su forma como desbordantes en su propio contenido —cuando no, de hecho, más — , sino también para crear una dimensión psicológica profunda de lo que supone una vida en pareja a través de la psicologización de los elementos en lo que podría considerarse una fina burla de la folk psychology a través de la cual nos movemos de forma connatural para evaluar tanto nuestra psique como la de aquellos que nos rodean. La construcción, disparatada y con un firme tono proyectado hacia un bucle de incesante duda, nos lleva hacia la apertura de esa puerta secreta de la verdad — ¿yo soy yo cuando estoy dormido?
¿Debería extrañarnos que un sujeto como David Foster Wallace que, además de estudiar el equivalente a Filología inglesa, estudió filosofía llegando de sus profesores a definir la creencia al respecto de su persona como un filósofo brillante con un cierto interés por la ficción aun cuando admitiría que posteriormente resultaría ser un escritor de ficción brillante con un cierto interés por la filosofía —lo cual nos lleva al hecho de si la separación filosofía-ficción no es, por y para sí misma, pretender crear una doble realidad por otra parte inexistente— y no al revés, construya un discurso basado en una metodología cartesiana para intentar descubrir que hay más allá del propio canon de lo que consideraríamos una afección puramente narrativa? No, seguramente no; David Foster Wallace es un filósofo que escribe también historias de ficción.
Esta inseparación del concepto de lo ficticio y lo fáctico, lo narrativo y lo filosófico, que de hecho ya era de por sí una separación espuria en su génesis misma y que, en realidad, no sería originada hasta bien entrado el siglo XIX en tanto antes siempre se había considerado que el desarrollo filosófico iba de la mano de una cierta ficcionalización de lo real —desde Platón hasta Nietzsche pasando por Hume esto es así— de la mano de los neo-kantianos que se apoderaron de la realidad académica de lo filosófico, en Extinción es lo que se extingue en primer lugar: no hay separación entre lo real y lo ficticio, entre la vigilia y el sueño, porque independientemente de si es su sueño o real nos explica algo de la realidad en sí y, a su vez, nos concede una narración con un estilo fuerte —lo cual a su vez nos acercaría a la idea terapéutica que disuelve el problema en tanto no hay problema en sí. Pero la extinción que induce es también la eliminación de cualquier idea de poder conocernos a nosotros mismos con absoluta certeza como si de hecho controláramos conscientemente todo aquello que somos, como se demuestra en el hecho de que los dos protagonistas están equivocados y a su vez aciertan —él ronca, pero ella se despierta porque sueña que él ronca— produciendo así que lo ficticio sea la plasmación agente de lo real; lo real aquí no es real, sino que la ficción crea efectos de lo real que son equivalentes a lo real, pero no inducen su efecto por reales tanto como por creerlos reales.
No existe ningún problema entre lo real y el sueño porque, de hecho, la diferencia entre ellos es absurda en tanto se retroaliementan entre sí para conformar un acto de lo real basado en el hecho de que la ficción es tan real como la realidad misma. O, al menos, puede llegar a serlo. ¿Cómo puedo saber entonces que esto no es un sueño? Nos diría Wittgenstein que o bien recuerdo algún momento anterior al sueño y entonces tengo la certeza de estar soñando o de hecho no tengo un recuerdo de tal hecho y entonces no importa si estoy soñando porque es real para mi; mientras el primero de estos actos se nos derrumba por el acontecimiento de que puedo creer recordar algo que es un sueño, el segundo nos da la respuesta última: todo sueño, todo acto de ficción, es real en sí mismo. Y si en algún momento nos despertamos el sueño no habrá dejado de ser en ningún momento real —o de ser un relato, la ficción habrá dejado de ser real para sí misma— porque de hecho para mi ese sueño era real en sí mismo — una de las cosas que hace de Wittgenstein un artista de verdad para mi es que se dio cuenta de que no hay ninguna conclusión más horrible que el solipsismo ‑dijo David Foster Wallace.
- Nada de esto es real.
— No pasa naaada.