El piloto de Hiroshima, de Günther Anders
¿Cómo hablar de aquello que se resiste a ser pensado incluso cuando sabemos que ha ocurrido en la realidad? Aunque esta duda suene como una pretensión que va más allá de la experiencia inmediata, una acrobacia fenoménica para pretender alejarnos de lo estrictamente humano para entrar en el terreno de la filosofía ficción, en verdad es algo que puede ocurrirnos en cualquier instante: el mundo está lleno de experiencias que sobrepasan aquello que somos capaces de racionalizar. Aquellos actos que se escapan a toda escala humana de la razón, nos resultan impensables. ¿Cómo se puede hablar, ya no digamos actuar, si uno gana en la lotería varias decenas o cientos de millones de euros? Es algo imposible de racionalizar porque está más allá de lo que podemos comprender, incluso cuando lo anhelamos o sabemos que de hecho podría ocurrir en ciertas circunstancias determinadas por impropias que sean: es lógico que las reacciones sean impulsivas, torpes, estúpidas. ¿Cómo hablar entonces de lo más definitivo, de la muerte, sin dar un inmenso rodeo ante la imposibilidad de aceptarlo; cómo hablar pues entonces de lo más inmediato, el nacimiento, sin dar un inmenso rodeo ante la incapacidad de comprender lo que implica traer una nueva vida al mundo? Vivimos siempre al borde del colapso ante la imposibilidad de respuesta de las preguntas existenciales más relevantes.
No es posible explicar lo impensable. Es por eso que la poesía está llena de muerte, vida y milagros: donde el lenguaje común no llega, donde incluso la filosofía camina entre tinieblas, la vida poética de las palabras consigue arrancar algo de significado al mundo cuando éste se nos muestra como jugando una partida infinitamente más compleja de la que hasta entonces se nos había manifestado. Ese camino imposible es el que debe emprender todo hombre en algún momento de su vida, o deberá hacerlo si no quiere acabar fracasando en su periplo existencial.
En el caso de El piloto de Hiroshima el drama es 120.000 veces más difícil de soportar. ¿Cómo tolerar la muerte del otro, algo que ya es tan inmenso que tenemos que pensarlo siempre con el epíteto del otro para no tener que pensarlo como un cambio que afecta al mundo entero, si ésta se multiplica más allá de lo concebible? Pongámonos en un caso dramático: en el Gran terremoto de Hanshin-Awaji murieron 6.434, lo cual significa que la naturaleza cebándose contra Japón sólo puedo provocar algo más de un 0.5% de los daños que un sólo hombre pudo provocar en la misma cantidad de tiempo equivalente. Quizás incluso menos. Donde El Gran Terremoto se estuvo cebando durante 20 segundos contra el país, Little Boy durante un puñado de segundos se lanzo a la destrucción pueril propia de un niño que arrasa con el hormiguero que desconoce que tiene una costosa organización en tiempo y vidas; la bomba atómica fue lanzada como quien mete una manguera en un hormiguero para ver que ocurre. Es por ello natural que una vez que el hombre ha llegado hasta el punto de poder superar la capacidad de destrucción de la naturaleza, también ha llegado al límite de aquello que puede ser expresado.
Günther Anders, habiendo comprendido de forma radical esta realidad al respecto de nuestra propia incapacidad para racionalizar nuestras capacidades de forma inmediata, dedicaría su vida al desarrollo de una filosofía que contemplara como el desarrollo de la técnica nos ha llevado hasta un presente donde nos situamos frente al borde de un nuevo abismo. Porque si hasta el momento todo abismo fue moral, el peligro de la decadencia de nuestros valores en su perpetuación en el tiempo, ahora el peligro radica en la posible destrucción del mundo en sí. Es por eso que al conocer la situación de Claude Robert Eatherly, el hombre que debía actuar como avanzadilla que diera el visto bueno al lanzamiento de las bombas nucleares sobre Hiroshima y Nagasaki, se lanzó fervorosamente a una correspondencia con él que resultara beneficiosa en la búsqueda de un camino común; ambos buscaban la posibilidad de parar la creación de bombas nucleares; Eatherly buscaba el modo de encontrar la paz sabiéndose un genocida.
El peso de 120.000 almas sobre una persona, si aceptamos la ridícula tesis de que el alma pesa algo en vez de nada —porque el hecho de que el alma tenga peso ya contraviene el concepto mismo del alma — , sería de dos toneladas y media. Aunque efectivamente no habría forma física de sobrellevar semejante carga, en el ámbito moral sería igualmente insoportable para nadie. Es por eso que Eatherly se dedicó a fingir atracos armados para acabar en la cárcel, para poder expiar su culpa: si hay algo más horrible que saberse un genocida, es saberse un genocida mientras los demás le celebran como a un héroe.
Por todo ésto la correspondencia entre Anders y Eatherly resulta extraña, difusa, siempre evitando hablar de la cotidianidad o de los eventos en sí: todo es grave, dramático, con un peso fúnebre bien matizado por un intento de explicar aquello que no es posible ni decir ni pensar, pero en cierto modo tolerable. Todo se nos dice en aquello que nunca hablan. Aunque es una correspondencia y tiene todos los rasgos propios de la misma, la sensación constante es de estar ante una novela construida a través de la técnica del manuscrito encontrado; todo suena profundamente literario, incluso aquello resuelto en un lenguaje más llano y cercano: cada personaje tiene una voz bien diferenciada, las obsesiones y filias se repiten, existen varias tesis detrás y hay una trama consistente que se va desarrollando de forma lineal —como Eatherly intenta salir del psiquiátrico donde está confinado, con infructuosos resultados — . Aquello que no puede ser pensado debe ser visto con un rodeo, y no existe mejor rodeo que el de la literatura.
He ahí que nos ha llegado que Heráclito afirmó «a la naturaleza le gusta ocultarse», a lo cual sólo cabría añadir que «y al mundo también, en forma de relato».