No existe hombre sin tradición, sin referencias hacia un honor al cual pueda aferrarse como última baza. Aquellos que asimilan esa tradición como algo propio, como algo heredado de tantas fuentes que sólo puede reconstruirse como un discurso coherente dentro de su trabajo más personal, son los artistas de la revolución que nos conducirán hacia el mañana con sus visiones; el artista auténtico es el que se fabrica su propio origen, el que construye su propia tradición. Si existe un director que podríamos denominar como «hecho a sí mismo», como forjador de tradiciones, ese sería Seijun Suzuki por aquello que tiene de superviviente: con presupuestos de serie B y referentes en el western, parió las mejores películas de yakuzas posmodernas.
Tetsu y su jefe Kurata son dos yakuzas retirados del negocio hasta que otro grupo intentan aprovechar la coyuntura para aprovecharse de su retiro, saldándose la situación con dos muertos por el camino. Desbaratando así los planes de vida y tranquilidad de los protagonistas, en una muestra que tiene tanto de amor como de lealtad —entendiendo por amor algo que trasciende el cariño o el respeto para situarse un paso más allá, un sentimiento profundo de afinidad por la cual vivir o morir — , Tetsu decide cargar con los asesinatos para que Kurata no se vea involucrado. A partir de aquí todo se vuelve venganza contra el clan yakuza que le traición y le impidió tener su merecida vida junto a su novia Chiharu. Esa venganza tiene más que ver con el honor, la necesidad no tanto por yakuza como por persona de respetar los férreos códigos del bushido que le permiten vivir en sociedad de un modo honorable, que con cualquier clase de retribución de justicia; todo lo que ocurre en Tokyo Drifter no tiene nada que ver con la justicia, sino con restituir el honor de su líder: Tetsu no dejará de ser un ronin, un vagabundo, un caballero sin amo, aunque lleve acabo su venganza: conduce de su mano a los otros hacia la muerte porque es inevitable, no porque pretenda reparar nada. Su ADN reside en las tragedias clásicas, pero su disposición es en exclusiva japonés.
Al sacrificarse por su jefe, se convierte en un ronin por necesidad. Que de hecho consiga vengar o no el honor de su maestro no tiene nada que ver con que pueda recuperar su vida, ya que la ha perdido desde el mismo instante que elige cargar con el peso de aquello que es culpable su superior: vive por y para él. Sacrificar el amor por el honor no es algo que le pese, sino algo que acepta como propio. Los principios de cualquier ser humano son incorruptibles, cuando se tienen, por el extraño concepto de los mismos; los principios tienen el principio de su incorruptibilidad: aquel que abandona su honor por una posición más favorable, nunca fue honorable de entrada. Seijun Suzuki, hombre de principios que hacía películas de encargo para Nikkatsu con presupuesto mínimo —que no se amedrentó cuando le amenazaron, sino que redobló sus esfuerzos: si consideraban sus películas demasiado raras, después lo fueron aún más — , sabe que lo único que tiene un hombre es un honor; del mismo modo que el western bebe y copia de los chambara, el cine de yakuza se forma con Suzuki como una revisitación del western: sus decorados minimalistas, con olor al lejano oeste, nos remiten a duelos al amanecer y reyertas abiertas por las más peregrinas circunstancias.
La dicotomía que supone que sus personajes sean tan clásicos como irónicos, que se pueda infiltrar la extrañeza por cualquier grita, hace de la película innovadora y rupturista aún para el momento actual. Desde la entrada el monocromatismo intercede como mandatario permitiéndose usar ligeros toques de color en sólo algunos de los objetos de la escena, del mismo modo que después variará entre colores estridentes y cambios hacia bitonos encendidos para enfatizar su extrañeza; desde Frank Miller hasta Nicolas Winding Refn y Jim Jarmusch, es fácil rastrear su herencia. El uso del color no sirve tanto para crear ambientes oníricos como para crear variaciones dentro del carácter de los personajes: la escena final, donde Tetsu vestido completo de blanco inicia un tiroteo contra la banda rival por la que ha llegado hasta a esa situación, nos presenta un escenario minimalista desprovisto de color: Tetsu es un fantasma, la muerte —pues el blanco, en Japón, es el color de la fatalidad, la muerte y los espíritus— apoderándose del mundo de los vivos en una venganza ultraterrena, en una venganza cinéfila.
¿Qué nos transmite a través de sus colores y su no menos desquiciada puesta en escena y montaje? Que su protagonista, en tanto bushi, debe aceptar su destino como agente de la fatalidad volviendo de la muerte, del exilio de Tokio, sólo para después volver a desaparecer. Está muerto, ya no es nadie, salvo la posibilidad ejecutada de una venganza. Todo ello se nos transmite a través de un código visual que no es difícil desentrañar y unas metáforas que resultan comprensibles, pero no evidentes; el montaje fragmentado, sumado a la pasmosa agilidad que desarrolla en su calma, nos permite seguir con sencillez ese carácter fantasmático de Tetsu: está siempre más allá. El resultado en Tokyo Drifter es que la unión entre lo tradicional y la vanguardia, la tradición y lo personal, se cree una lógica tan personal como ideal.
La lealtad debe ser sólo con los maestros, las reglas están para ser rotas: ese es el mensaje que esgrime Suzuki en su historia más que de bushis, de sí mismo. Sin palabras, sólo de acto y obra, desgrana la realidad de un hombre dispuesto a hacer de su honor un sallo hasta el más estricto final.
Si el hombre de principios es un artista, ¿quién es aquel que renuncia a los mismos? No hombre, sino rata.
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