El jugador, de Fiódor Dostoyevski
Si nombramos el nombre de un gran maestro las posturas siempre se polarizan: habrá quienes le hagan la ola, para que no les acusen de reaccionarios, y habrá quienes lo critiquen, para revelarse como enfants terribles que ocupar su puesto; las relaciones con el maestro siempre están teñidas de una insalubre tendencia hacia la necesidad de copar su aura de influencia. Sobre las tumbas de los maestros se edifican fastuosos monumentos mortuorios que otros intentarán destruir; en la memoria del hombre sabio todos se quieren mudar a vivir para ser alguien, otros la quieren mancillar y convertir en páramos con exactamente las mismas intenciones. Es por ello que toda relación con el maestro que no parta de la aceptación de su condición de objeto igual que nosotros sólo que con unas capacidades adquiridas especiales será, necesariamente, insalubre. Y lo será se llame este maestro La Ruleta, La Herencia o Fiódor Dostoyevski.
El maestro puede que tenga una prosa elegante, aunque cotidiana, que sea el paradigma de cierta forma de escribir literatura, también es posible que permita ser intercambiado por bienes y servicios o conceda alguna satisfacción inmediata basada en las descargadas de endorfinas por la victoria; sea como fuere, toda adoración al maestro parte de los beneficios que confiere apegarse a su doctrina. Es por ello que no debería extrañarnos que El jugador, como novela y como personaje ‑el bueno de Alexei Ivanovich-, no deje de ser la conformación de una necesidad de seguir las doctrinas del maestro, la búsqueda de la esencia del maestro para sí, de una manera perpetua. Algo que el señor Astley tendría muy claro, demostrando ser la síntesis final de toda la obra:
Sí, se ha destruido usted (…) En mi opinión, así son los rusos o así tienden a serlo. Si no es la ruleta, es otra cosa por el estilo. Las excepciones son raras. No es usted el primero que no comprende lo que es el trabajo (y no hablo del pueblo ruso).
La primera noción particular que cabría resaltar es como subraya el hecho de que la condición de ruso enfatiza la posibilidad de caer en los vicios más abyectos de la persecución de deseos viciados de estancamiento. De éste modo nos plantea a los rusos como entidades que son proclives al juego, a la gratificación inmediata producida por las idas y venidas de la fortuna en la ruleta, prefiriendo el azaroso ser del juego que el auténtico camino de un deseo a perseguir. Pero por supuesto, como bien detalla, no habla exclusivamente del pueblo ruso sino que, a través de éste, a través de las desventuras de la familia rusa eje central de la novela, nos enseña el auténtico carácter profundo del hombre: deseoso de aferrarse en grandes conceptos que permitan gratificaciones sencillas azarosas de las cuales no puedan ser culpables como hacedores, sino simplemente que el destino se puso (o no) de su parte. El General pierde todo cuanto necesita al descubrir que la abuela no morirá pronto dejándole su herencia para poder pagar sus deudas y poder casarse con Madamoiselle De Cominges del mismo modo que la abuela (pero también Alexei) pierde gran parte de cuanto tiene en la ruleta; La Fortuna es la maestra que sigue todo hombre con independencia de su condición, género, edad o lugar de nacimiento.
Toda relación con el maestro, sea este cual sea, es una relación que implica esa relación implícita con La Fortuna. Quien no se aleja del maestro pretende que, algún día, se fije en su fidelidad y buen hacer y le recompense con las alabanzas que, auténticamente, le elevarían hasta la condición de prócer entre sus iguales; señor de señores entre los súbditos de lo ajeno. Y esto, que para Dostoyevski es la auténtica condición del hombre común, es algo que se aplica cuando hablamos de cualquier conformación que impliquen unos favores azarosos que sólo exigen, aunque nunca reclaman, una absoluta fidelidad hacia el objeto de adoración. La elevación a la condición de maestro, de gran figura dador de favores y nada más, no la produce el propio objeto que se sitúa como tal, sino que necesariamente habrán de edificarlo así sus adeptos; esta sería la condición creadora que encontramos en la adopción de La Ruleta como gran maestro por (y para) Dostoyevski.
Por supuesto quedaría pobre toda esta cosmovisión si sólo se adoptara la visión de los vicios más miserables del hombre sin, al menos, hacer una pequeña mención a las conformaciones auténticamente positivas del ser en el mundo; ese no comprender el trabajo. ¿A qué se refiere exactamente el noble Astley, tan inglés él, cuando afirma tales cosas? Pues aunque la primera tentación sería entenderlo literalmente no llegaríamos a gran sitio: el trabajo gratifica ‑según los cristianos, al menos- pero no crea una condición real a comprender. Por ello entenderemos trabajo como justo lo opuesto al azar, la búsqueda provechosa y personal de un usufructo propio. Bajo esta interpretación todo se aclarará rápidamente.
La gran desgracia de la familia y sus allegados próximos en El jugador es como todos sus personajes se dejan llevar por las adoraciones al maestro, el dejar estancados sus deseos en favor de una gratificación inmediata, en vez de trabajar en el alcanzar sus sueños, el hacer fluir sus deseos por arduo que sea el camino. Todos dependen de un golpe de azar, que ocurra lo inesperado, para poder ir más allá en vez de intentar trabar un trabajo arduo, quizás imposible, que les lleve al auténtico evento siempre deseado. El caso paradigmático de Alexei Ivanovich, enamorado de Polina Alexandrovna, sería el del amante que después de haber hecho todo por su amada, de haber hecho circular de forma constante su deseo por ella, se deja arrastrar por el agujero negro de la adoración del juego; Ivanovich pierde todo cuanto desea por dejar de confiar en un trabajo que parece siempre infructuoso, aun cuando en realidad no lo era, en favor de perseguir las utopías de fortuna producidas por el cruel maestro que supone La Ruleta. Todo lo demás son los dulces cantos de sirena intentando atraernos hacia las rocas afiladas de la bahía de la desesperación.