no existe represión sin deseo

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Un mé­to­do pe­li­gro­so, de David Cronenberg

Uno de los per­so­na­jes que más sis­te­má­ti­ca­men­te se han ob­via­do du­ran­te to­do el si­glo pa­sa­do es, sin lu­gar a du­das, Carl Gustav Jung. Con una sis­te­ma­ti­za­ción del psi­co­aná­li­sis que iba más allá de lo se­xual qui­zás su ma­yor las­tre sea la acu­sa­ción, cier­ta pe­ro no en el sen­ti­do pe­yo­ra­ti­vo usa­do, de ser ex­ce­si­va­men­te mis­ti­cis­ta en sus pro­pues­tas. El em­po­rio de dog­ma­tis­mo ab­so­lu­to que cons­tru­ye Freud al­re­de­dor de su fi­gu­ra es re­pre­sen­ta­do de una for­ma ejem­plar en la pe­lí­cu­la por David Cronenberg de la úni­ca ma­ne­ra que siem­pre ha cons­trui­do las pro­ble­má­ti­cas psico-sociales: des­de la ex­tra­po­la­ción me­ta­fó­ri­ca del in­di­vi­duo al gru­po. Es por ello que Freud ge­ne­ral­men­te es­tá si­tua­do en una po­si­ción in ab­sen­tia en la cual, ape­nas sí en al­gu­nos bre­ves mo­men­tos, po­de­mos co­no­cer cua­les son sus dis­po­si­cio­nes con res­pec­to de co­mo de­be ser tra­ta­do el psi­co­aná­li­sis por par­te de sus alum­nos. Toda la teo­ría crí­ti­ca que des­ti­la Un mé­to­do pe­li­gro­so se de­fi­ne a tra­vés del con­flic­to en­tre los dos per­so­na­jes con res­pec­to de Sabina Spielrein.

Spielrein, jo­ven ru­so ju­día, pa­cien­te y aman­te de Jung, se­rá par­te de la sín­te­sis im­po­si­ble de los plan­tea­mien­tos freudianos-jungianos al in­ten­tar ha­cer una sín­te­sis de la teo­ría que va­ya más allá de las di­fe­ren­cias ‑se­gún ella, mínimas- que les se­pa­ra­ban. El pro­ble­ma es que es­ta dis­po­si­ción es tre­men­da­men­te cap­cio­sa ya que, si es cier­to que ella es la de­fi­ni­do­ra pri­me­ra del con­cep­to freu­diano de pul­sión de muer­te y del con­cep­to jun­giano so­bre el ani­mo, no es po­si­ble que ella sea sín­te­sis de la teo­ría de am­bos, sino ca­ta­li­za­do­ra de pos­tu­ras pró­xi­mas pe­ro no co­mu­nes. No exis­te un acer­ca­mien­to real en­tre las pos­tu­ras de Jung y Freud que no sean, pre­ci­sa­men­te, la pro­pia fi­gu­ra en sí de Spielrein.

Entonces, ¿qué que­da de la pe­lí­cu­la? Lo in­tere­san­te en­ton­ces se­ría co­mo pre­ci­sa­men­te, al más pu­ro es­ti­lo Don Delillo ‑del cual, re­cor­de­mos, adap­ta­rá a la pan­ta­lla pró­xi­ma­men­te su li­bro Cosmópolis- sus per­so­na­jes só­lo son ob­je­tos a tra­vés de los cua­les crear el me­dio pro­pi­cio pa­ra ex­pre­sar una teo­ría. El in­te­rés real de la pe­lí­cu­la no cae en nin­gu­na de las fi­gu­ras, ya que nin­guno de los per­so­na­jes es el pro­ta­go­nis­ta, son só­lo la me­dia­ción ne­ce­sa­ria pa­ra co­no­cer el ori­gen de un con­flic­to teó­ri­co ‑la rup­tu­ra de las es­cue­las psi­co­ana­lí­ti­cas; la con­fro­ta­ción de un po­si­ti­vis­mo in­ge­nuo con un pseudo-realismo metafísico- que hun­de sus raí­ces en per­so­na­jes es­pe­cí­fi­cos de la historia.

Sin em­bar­go si exis­te al­guien que es al­go pa­re­ci­do a un pro­ta­go­nis­ta, al hé­roe que ca­na­li­za la his­to­ria, y ese es sin lu­gar a du­das Carl Gustav Jung. Aunque no es la his­to­ria (ni una his­to­ria) so­bre él es a tra­vés del mis­mo don­de ve­mos la ca­na­li­za­ción de los cam­bios psico-sociales del mun­do: es en él don­de ve­mos el pa­so des­de un po­si­ti­vis­mo in­ge­nuo has­ta un mis­ti­cis­mo de con­no­ta­cio­nes sadianas.

Con res­pec­to a es­to de­be­ría­mos en­ton­ces di­lu­ci­dar la im­por­tan­cia de uno de los gran­des au­sen­tes, pues ape­nas sí apa­re­ce en la pe­lí­cu­la, co­mo es Otto Gross. Un ejem­plar per­ver­ti­do que se de­ja lle­var por las for­mas más pu­ras del idea­lis­mo más per­ver­so ima­gi­na­ble es­te ateo ab­so­lu­to con­ven­ci­do de la ne­ce­si­dad de una éti­ca es­tric­ta­men­te uti­li­ta­ris­ta ha­rá lo que me­jor le pa­rez­ca a ca­da ins­tan­te pa­ra sa­tis­fa­cer sus de­seos. Su vi­sión des­car­na­da de que el ca­mino del de­seo es la li­be­ra­ción con­ta­mi­na­rá a Jung co­mo una en­fer­me­dad in­fec­cio­sa que len­ta­men­te co­rrom­pe­rá sus idea­les na­tu­ra­lis­tas ab­so­lu­tos; la con­fron­ta­ción ‑o, lo que es lo mis­mo, el in­ten­to de tratamiento- de Gross por par­te de Jung con­ver­ti­rá a es­te se­gun­do en la fi­gu­ra que ha­rá de que­brar las no­cio­nes re­pre­so­ras del psi­co­aná­li­sis. Si Spielrein era la ca­ta­li­za­do­ra de las vi­sio­nes de los dos pa­dres del psi­co­aná­li­sis se­rá en­ton­ces Gross el que las des­tru­ya an­tes de que fue­ran sintetizadas.

La pe­lí­cu­la no tra­ta so­bre sus per­so­na­jes, nin­guno de ellos, sino de la ani­qui­la­ción de to­da no­ción to­ta­li­za­do­ra del de­seo. A par­tir de Jung el úni­co ca­mino, pa­re­ce de­cir­nos Cronenberg, es la li­bre cir­cu­la­ción del de­seo que con­for­ma nues­tro ser más allá de los con­di­cio­na­mien­tos ab­so­lu­tos ‑sean es­tos Dios, la Historia o la Represión del deseo- que su­fre el hom­bre. A par­tir de aquí só­lo que­da­rá la po­si­bi­li­dad de de­jar­se arras­trar por el de­seo y por una mís­ti­ca pro­fun­da, ex­tra­ña, que le­jos de ser una idea­li­za­ción del hom­bre es, sim­ple­men­te, una vi­sión apa­sio­na­da, e in­clu­si­va de to­dos los agen­tes ob­je­tua­les más allá de los hu­ma­nos, del mundo.

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