Kami-Robo, de Tomohiro Yasui
Su estilizada figura nos muestra los contornos propios de un luchador que ha sido pulido en cada uno de sus detalles para poder dar el más glorioso de los espectáculos. Sus vivos colores, elegidos hasta el más mínimo detalle con un mimo excepcional, atraen la mirada hacia su espectacular físico; esos colores reafirman y consolidan las formas perfectas de quien nació para la lucha. Sus excepcionales aptitudes de high flying, seguramente por sus humildes orígenes de saltimbanqui mexicano, han propiciado una popularidad desmesurada entre el público y una necesidad imperante de reclutarlo entre los managers más exigentes. Su máscara, su auténtica cara, media su relación con el mundo: él no sería The Ole, el más popular luchador de wrestling de Kami-Robo, sin su máscara, sin su identidad definitoria real.
A este respecto algunos dirían que es muy aventurado definir la identidad de alguien real cuando cumple tres requisitos que, en nuestra sociedad, se consideran tres condiciones simulacrales: ser luchador de wrestling, ser robot y estar hecho de papel. Por supuesto Tomohiro Yasui no estaría de acuerdo como padre de la criatura y creador omnisciente del maravilloso mundo de Kami-Robo.
Obsesionado desde su más tierna infancia con el wrestling y con las series de mechas ‑más específicamente la saga Gundam- Tomohiro Yasui se decidió por el modelaje de juguetes de una forma tanto profesional como amateur. Es por ello que en su vida profesional moldea populares muñecos de promoción de toda clase en plástico para su venta masiva a través de los cuales los niños aprendan las pequeñas maravillas que supone el juguete. Y es que el juguete impone una relación causal particular de las personas con el mundo: mientras jugamos construímos realidades posibles a través de recreaciones imaginativas que, sin embargo, no son simulacros ‑pues no sustituyen la realidad- ni mímesis ‑pues no la imitan- sino realidad como tal; el mundo del juego no es una fantasía sino que es un mundo por sí y en sí mismo. El niño, ante el juguete, aprende que las relaciones de los objetos ‑todas las entidades subyacentes al mundo- están mediadas como hechos sustanciales a la (re)creación del mundo.
Ahora bien, como apuntaría Baudelaire en su ensayo Moral del juguete, el juguete tiene la particularidad de que crea una forma de ver el mundo en quien recrea el mismo. Según los juguetes que le demos a un niño y como haga que estos interaccionen entre sí no sólo definen el mundo ‑el mundo del juego; el mundo exclusivo del niño- sino que definen también al niño. Esas interacciones, esas conformaciones, sí son las mímesis connaturales a la visión que tenga el de este mundo que replica, corrige o hiperboliza en un mundo en miniatura hecho a su medida para sí; un mundo donde encerrar, admirar y poner en disposición ordenada sus fantasías, temores y deseos.
Nuestra sociedad presupone que, a la llegada del mundo adulto, se debe abandonar los juguetes en favor de una madurez que tendría un valor por sí mismo. Es por ello que algunas críticas hacia Tomohiro Yasui podrían partir de su puerilidad; crear juguetes y jugar con ellos no es algo propio de los adultos. ¿Y por qué? Porque el adulto debe ser engranaje único y exclusivo de beneficio productivo para la sociedad humana. Un adulto que vive en un mundo particular en el que crea su propio orden y las relaciones entre los objetos de ese mundo definen al propio hombre, que es un mundo en sí mismo, no es un hombre productivo; es pueril, e improductivo, porque el hombre debe vivir por y para el hombre.
Sin embargo Tomohiro Yasui ha escogido el camino más atrevido, valiente y dificil: él no quiere ser adulto ‑entendiendo adulto como alguien que renuncia a su relación objetual-creadora del mundo- pero tampoco quiere ser niño ‑entendiendo por niño como aquel que sólo vive en un mundo propio conectado-; ha escogido el punto medio. Es por ello que, a través de sus pequeños héroes de celulosa, crea un mundo particular a través del cual define sus obsesiones, canalizando a mediante las relaciones y conflictos de sus luchadores pero también de sus relaciones ‑prominentes, como es normal en el wrestling- con su entorno. Cada lucha, cada aventura y cada robot luchador es una muestra de deseos, obsesiones e intereses que se canalizan, transforman y construyen en forma de un mundo propio conectado donde él es el mundo. Y esa relación ambivalente de Yasui ‑ser un mundo en sí mismo/ser parte constituyente de otro mundo- no sólo no produce una abyección de una de las dos posturas, sino que produce una retroalimentación entre ambas.
El valor del juguete estaría, en último término, más cercano del arte que de cualquier otra forma. A través de ambos creamos mundos donde somos el mundo, que no Dios, al definirnos de una forma fidedigna a nosotros mismos a través de cuanto deviene allí mundo. Por ello los luchadores de pulpa y deseo de Kami-Robo, con sus tormentosas pero apasionantes relaciones, no son la muestra de un alma estancada; son, precisamente, la génesis de una relación nueva potencialmente infinita con el mundo.