Los cuentos infantiles de siglos pasados, incluso adaptación mediante, contienen significación tal que hoy nos resulta incómodo pensarlos desde una perspectiva crítica. O debería resultarnos. Pensar cualquiera de estos cuentos sin asomarnos al abismo que suponen aquellos pequeños detalles que hacen su lectura incómoda es difícil, o imposible: su violenta sexualidad, su sexualidad contradictoria, su contradictorio mensaje, son aspectos indisociables a su subtexto. No se pueden mirar con ojos inocentes. Tanto así que, cualquier revisitación de los clásicos, renunciando a la reinvención posmoderna, siempre pesa la mirada enjuiciadora que hacemos sobre aquello que sabemos inapropiado no por fruto de su tiempo —Tom Sawyer puede llamar nigger a los negros, pero no por ello es censurable: retrata (para mal) a los blancos, no a los negros — , sino porque nos devuelve ecos del nuestro.
¿Por qué nos resulta inconcebible una versión contemporánea de «La bella durmiente», como si fuera imposible actualizarlo, como si deseamos quedarnos anidando en él? No porque queramos mantener puro su mensaje, sino porque queremos olvidarlo. El cuento ha dejado de ser universalmente coherente —que no por ello universal: la versión de Disney sigue siendo canónica entre infantes, además de aparecer con asiduidad entre las recopilaciones de cuentos infantiles; aunque de infantil no tenga nada— en tanto contaminado bajo el foco de la sospecha, la mirada enjuiciadora. Su visión poco favorecedora de lo femenino, incluso cuando hemos pasado de la violación de la durmiente al beso robado, se hace evidente; la mujer no es sujeto sino objeto de la historia. Aunque si bien podría juzgarse en los mismos términos Sleeping Beauty, toma el cuento desde para cambiar de ángulo los acontecimientos: una muchacha durmiendo mientras príncipes —o adinerados vejestorios de cuitas principescas, poca diferencia— se acurrucan a su lado; no queda ya despertar: el sistema se erige sobre su sueño; no hay interés alguno en despertarla, en hacerla princesa. Ahí está el giro contemporáneo, el giro político.
Su interés radica por lo que asume de la historia original, de su devenir: pueden hacer cualquier cosa con la muchacha salvo penetrarla, «o marcarla de cualquier modo». Su vagina es un templo. De este modo, más allá del mensaje anti-capitalista evidente —los ricos hacen lo que quieren con los pobres es algo que no podríamos no saber; como subtexto resulta pobre — , la crítica se torna feminista en un juicio que requiere, sin subrayar, el devenir del texto original; ¿por qué cambia el despertar de la bella durmiente de una violación hacia un beso? Quizás no tanto por excesivo para los niños victorianos, criados entre jardines amurallados, desconocedores de toda realidad, sino por algo más siniestro: considerar la mujer un juguete, muñeca de porcelana que cuidar, que consumir con cuidado. Robar un beso o un polvo, en lo icónico, no guarda distancia; tampoco hacer de Lucy objeto, por objeto juguete: la manosean, amenazan, zarandean, abrazan. Es objeto de neurosis y necesidades masculinas, de disfunciones sentimentales y sexuales, de psicosis y neurosis: como objeto no sólo funciona como juguete, sino también como psicólogo y retrete: a ella se acude para expulsar la mierda.
Su valor como bella durmiente, anidar junto a un cuerpo joven, ya no consiste en el encuentro del amor o el matrimonio, sino otra cosa: una búsqueda post-sexual. No es una búsqueda de placer, sino de descarga, proyección, desplazar en ella deseos negados u omitidos; no interesa el otro como sujeto en ningún nivel, sujeto por el cual pueden albergarse sentimientos, sino como objeto sobre el que se proyecta aquello que no pueden expresar los hombres. Asume su posición como un negativo de La casa de las bellas durmientes, sin la poética de Yasunari Kawabata: deshumaniza a los hombres, los juzga, busca sólo demostrar su crapulencia que es, en último término, la crapulencia del dinero.
Si definimos como post-sexual el deseo, es porque lo es en todos los ámbitos: sobria, encantada de conocer, creyendo que por hacer un plano corto está agilizando la narración —cosa que, si bien puede ser cierta, no se da el caso: abotarga la narración con interludios y excesos que poco o nada aportan a la historia— e incapaz de ver que sus errores nacen del mismo pecado que critican, tanto en Lucy como de Sleeping Beauty. Despersonalizan a los hombres, pero las mujeres quedan también desdibujadas, seres huecos, que no tiene sentido entender como sujetos con los que empatizar; son objetos, objetos puros, objetos monos, cuyo interés nace por objetos; su única diferencia con aquellos es que ellas no tienen el dinero para hacer lo mismo. El trabajo aliena al hombre. Por eso la historia está carente de cualquier clase de conflicto, ya que está tan alienada incluso antes de haber trabajado, que no existe tensión alguna en su devenir vital: Lucy comienza y acaba en la misma situación, nada cambia para ella, salvo quizás sus expectativas.
La niña dormida, los crápulas que pretenden salvarla; le pagan por ello pero la contaminan, la dejan en un estado próximo a la muerte: la hacen muñeca de niña, no niña —nota al pie sobre el capitalismo: la crapulencia también puede ser sentimental — , cayendo en el machismo que critican en el proceso: considera su trabajo indigno, lo juzga, juzga a quienes lo consumen, pero no considera que son todos víctimas de la alienación: son seres huecos no por malvados, por una maldad inherente, sino porque las condiciones materiales les han hecho así. Lucy no es víctima de hombres malvados, demasiado enfervorecidos en su propio ego como para considerar el daño que producen, sino que es víctima de una sociedad que envía mensajes contradictorios: debes tener sexo pero disfrutar del sexo está mal. Debes ser sujeto pero comportarte como objeto. Es víctima, pero se pone en situación al menos tanto como ellos; son verdugos, pero se ven impelidos en situación al menos tanto como ella.
El problema de los cuentos no es ser inapropiados, sino nuestra incapacidad para comprobar en que sentido profundo son inapropiados. O peor aún: no percatarnos porque nuestras versiones (pos)modernas son aún más inadecuadas.
Artículos relacionados
La contemplación del sueño es el camino búdico hacia la verdad
Deja una respuesta