No existe posibilidad de controlar la sociedad, a largo plazo, a través de la ideología. Las ideas se agotan sobre sí mismas, la gente se cansa de esperar promesas y, aunque la convicción pueda ser absoluta entre una minoría, la mayoría de las personas no viven en sociedad esperando un modelo específico inalienable: quieren sentirse seguros, quieren resultados. Los quieren ya. Todo control que se ejerza en exclusiva desde las ideas o la coherción, aun cuando necesario —cuando se trata de micropolítica, el ámbito de las ideas y la ideología es el más importante — , nos llevará hacia el conocimiento de no atender a los deseos de los ciudadanos. Una población contenta es una población dócil. El gran triunfo del capitalismo es haber conseguido que todos creamos que cualquiera puede hacerse rico, pero también que cada uno tiene exactamente la medida de esfuerzo: la vida es el cálculo de lo que se posee, porque poner en juego la vida es lo que nos aporta la posibilidad de triunfo. Aunque sea una burda mentira.
Existen dos consecuencias lógicas de la premisa anterior: «todo tiene un precio (que podrás pagar sí y sólo sí lo mereces)» y «cualquier límite puede ser atravesado siempre que dispongas del dinero suficiente». Si todo tiene un precio y ya no existen límites por cruzar, entonces la vida humana está en el estante del mercado; si existe demanda, no existe razón alguna por la que un asesino o un «empresario de la carne» no pueda dar caza a una persona señalada. Sólo hace falta estar dispuesto a pagar el precio. En ese sentido, Hostel nos demuestra lo que ocurre cuando hay suficientes depravados en el mundo como para hacer rentable una idea abyecta, la tortura y asesinato de personas inocentes en entornos controlados, a pesar de que atente contra aquello que se supone son los principios sociales. ¿Cuál es la función de la sociedad? Asegurar nuestra seguridad, que nuestro vecino no nos matará para robarnos nuestra propiedad; y una vez asegurada la sociedad, su responsabilidad es asegurar que vivamos lo mejor posible. En el momento que existe gente capaz de saltarse esa condición esencial de la vida en comunidad, ¿hasta que punto es posible considerar que radica diferencia alguna entre vivir en sociedad o en naturaleza?
Hostel elucubra a través de sus imágenes, llegando a la conclusión de que más que un mercado es una comunidad corrupta. Aunque la red es subterránea, se erige a través de dos ritos protocolarios: no se puede entrar sin un tatuaje identificativo, no se puede salir sin haber matado a alguien. Reglas sencillas que crean una red clientelar de favores que perpetúan el sistema a través de la ley del silencio. Si alguien se arrepiente de lo que ha hecho, en tanto como señalado por su tatuaje será acusado también en el proceso; si alguien pretende tirar de la manta en algún momento, todos sentirán la necesidad de movilizarse para impedirlo. Como en una hidra con billetera, es imposible cortar una cabeza sin que crezcan dos.
Su dimensión, en cualquier caso, llega mucho más lejos que eso: la policía, los habitantes de los pueblos próximos e incluso los niños delincuentes —que no tienen dudas en matar, o en dejar morir, siempre que sea necesario; cuando sólo se tiene la vida, la única lealtad que se conoce es con respecto de aquel que nos permite seguir viviendo — , son parte de esa red que va tejiéndose como un cáncer por debajo de la piel del mundo. Es un mercado negro de muerte. ¿Por qué aceptan la gente del pueblo asumir su posición como cómplices de una comunidad parasitaria cuyos beneficios, directos o indirectos, les son ajenos? Porque es una comunidad que tiene más poder que la suya propia. Vendidos por la policía, que hacen la vista gorda por lo que suponemos son grandes cantidades de dinero, cualquier pueblerino sólo puede cooperar o cerrar los ojos ante lo que ocurre. Cuando la única posible recompensa es la muerte, ayudar al prójimo es un acto de heroísmo absurdo; si no han tenido oportunidad de comprar sus propias vidas —aunque sea, como es el caso, a través de la servidumbre y el silencio — , entonces es que no merecían seguir viviendo. La ideología no se impone, sino que se inocula creando condiciones específicas donde funciona.
Las dos películas que forman el núcleo duro que nos presentan sirven para entender hasta que punto llega esta concepción. Tanto el protagonista de Hostel, el mochilero Paxton, como la protagonista de Hostel: Part II, la estudiante de arte Beth, se encuentran ante una misma situación común: van con dos amigos hasta Eslovaquia que van desapareciendo de forma progresiva, cosa que les inquieta hasta el punto de ser conducidos a las instalaciones donde transcurren los enfermos juegos de muerte de sus captores. Hasta aquí, incluso se permiten juegos simétricos de planos entre ambas partes. La única diferencia fuerte entre ambos radica en lo que ocurre en la segunda parte de la película: donde Paxton huye, consiguiendo que lo asesinen al comprometer la seguridad de un negocio rentable, Beth negocia las condiciones de su salida, consiguiendo que le permitan pagar por un asesinato y salir de allí una vez la hayan tatuado. En Hostel no nos encontramos ante una comunidad real, sólo ante una red clientelal, porque no existe lealtad entre sus miembros, ya que toda su relación depende de no encontrar un agente con el cual el mutualismo sea más productivo; son una secta que busca la gente más económicamente capacitada de la cual puedan sacar beneficios inmediatos. Al ser un libre mercado completamente desregulado, el contrato se rompe automáticamente cuando la contraoferta es más generosa.
En términos estéticos, la película bebe de la misma concepción del capital. Aunque el uso de gore es generoso, en ocasiones hasta extremos que nos hacen dudar de cómo se ha permitido en una producción mainstream, la concepción del terror no nace a través de la promesa del dolor físico, que tendría más que ver con un estado de naturaleza inmediato, sino a través de la atmósfera que consigue crear a su alrededor; incluso cuando están de fiesta algo va mal, parecen estar impelidos por la obligación de consumir las vidas de la gente alrededor. Existe la constante sensación de que el paisaje oculta algo inmenso e imposible respirando tras bambalinas, algo que contagia de su misma voracidad a quienes lo respiran. Como si se tratara de un relato lovecraftniano llevada hasta la más estricta metáfora realista, la historia acaba deviniendo en horror cósmico aplicado a una trampa del capitalismo tardío; existen fuerzas abisales más allá de nuestro entendimiento, gente que mata por diversión y gozo, ante las cuales no somos más que pobres peones que pueden caer presa de sus juegos perversos en cualquier momento. Es aterrador no por la promesa de dolor, sino por la promesa de no estar a salvo en un mundo donde se nos ha asegurado ya no somos presas de los otros.
Eli Roth nos presenta lo que ya sabemos desde Sade, o al menos de forma más literal desde Pier Paolo Pasolini, contextualizándolo en la problemática de nuestro tiempo. Ya no son reyes, generales y obispos quienes se recrean en todas las crapulencias de la carne en un aislamiento puntual; ahora son los poderosos, aquellos que tienen dinero, quienes se recrean en el asesinato como divertimento adornado con cuantas preferencias se quieran —desde los baños de sangre para rejuvenecerse hasta cumplir sueños frustrados de convertirse en cirujano, pasando por el ya clásico deseo de canibalismo — . El terror es descubrir que el mundo no ha cambiado, que seguimos siendo presas para aquellos que ostentan más poder que nosotros.
Si Hostel representa a la perfección nuestro tiempo es por lo que insinúa, no por lo que muestras. Listas de desaparecidos perdidas en despachos de policías de todo el mundo, hombre de negocio riéndose al ver la foto de una chica cuyos padres buscan desesperadamente, estados negándose a controlar más de cerca desapariciones que señalan todas al mismo punto. Podemos estar bastante seguros de que Nyarlathothep no será el fin de nuestra civilización, pero no podemos decir si el capricho de alguien con más dinero que nosotros no será el fin de nuestra existencia.
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