Red State, de Kevin Smith
Lo escrito en negro es la interpretación de lo que es la película, lo escrito en rojo es lo que podría haber sido si Kevin Smith hubiera tenido el presupuesto o el talento necesario para hacer lo que quería y lo escrito en azul es lo que debería haber sido.
A pesar de que el fervor religioso ya no es una problemática tan agudizada en nuestro tiempo como de hecho podría serlo en momentos no tan pretéritos de nuestra historia, la realidad es que podemos encontrar prácticamente de diario la incomprensión de los hombres justos como uno de los condimentos esenciales de cualquier acción que pueda ser recriminada por alejarse de la concepción capciosa de lo real que estos sostienen. Es por ello que no resulta en lo más absoluto complejo articular un discurso crítico con respecto del papel de las religiones institucionalizadas de algún modo, cada vez más recluidas dentro de su necesidad escatológica de la llegada de un fin del mundo que demuestre que los dementes somos los demás —lo cual no deja de ser la dinámica propia de la religión cristiana desde sus inicios — , a través del cual hacer visible lo absurdo de sus formas de existencia. Ahora bien, debemos cuidarnos de no caer a su vez en la comedia bufa de sus creencias sino queremos acabar haciendo de la crítica el mero despropósito de la concatenación de ridículos lugares comunes en vez de una sólida crítica que justifique una inteligente y mordaz agresión intelectiva directa hacia los valores esenciales de una creencia diferente, cuando no opuesta, a la nuestra, al menos sino queremos perjudicar a nuestra propia crítica.
Partiendo de que Kevin Smith pretende una divertida pero inteligente sátira al respecto del modus vivendi de las formas más extremas de las religiones sectaristas, en una suerte de fusión entre el Templo del Pueblo de Jim Jones y La familia de Charles Manson, todo lo que se nos retrata en la película pasa siempre por el ir más allá de la sátira de opereta de inadaptado que siempre nos ha brindado el director; la pretensión de Smith con la película es hacer un retrato rotundo, cargado de significación, del modus operandi de las sectas, el valor de la familia y la amistad, además de la posición del patriotismo y la nación en conflicto con respecto de la familia. Esto lo consigue a través de una construcción ejemplar de conflictos familiares completamente desdibujados que nos sirven para ver el auténtico espíritu que se sigue de una forma familiar como la de una secta: una religión autárquica, personalista, basada no en la violencia ante el exterior como una forma de imponer su estructura, lo cual Smith no consigue en ningún en ningún momento por estar demasiado ocupado en epatar de forma constante a un espectador que se plantea el por qué de la absoluta incoherencia de una familia que, más que familia, parece un grupo de lunáticos que se hacen caso por no tener otra cosa mejor que hacer, sino como un modo de construir el sentido último de su existencia como tal: nada hay más allá de su mundo, por eso no permitirán que el exterior de sí mismos entre en su congregación.
El problema de Kevin Smith es querer ser Rob Zombie, quizás uno de los más brillante directores (y pensadores con imágenes) que actualmente posee el cine de terror, si es que no el cine en general, cuando apenas sí es capaz de articular un discurso coherente aunque siempre esté cargado de esa particular gracia, ese ritmo humorístico tan grueso y adolescente del cual siempre está impregnado de un modo eficaz todo su cine, que funciona en su propia simpleza (casi) siempre con un público entregado al alegato bufo más elemental. Es por ello que en la profusión de ideas se va atropellando constantemente, construyendo un discurso que oscila siempre entre la crítica de la religión, su defensa e incluso justificar las formas más abyectas de política estatal de EEUU, todo ello acontecido a causa de su absoluta incapacidad de mantener un discurso coherente que se podría resumir en como la religión institucional no es más que un (mal) reflejo de las abusivas políticas estatales aunque debería retratar el como la familia es un constructo social que se da, y debe darse, sentido a sí mismo más allá de cualquier forma de imposición externa.
En la construcción de este discurso el final es una pieza clave ya no tanto como final, que de hecho es así por lo obvio, sino precisamente como construcción del sentido último del acontecimiento: es la catarsis violenta última de la familia que se queda en nada pero debería haber concluido en el auténtico apocalipsis. El inspector jefe que ha llevado todo el caso hasta sus más violentas consecuencias, siendo igual de ciego en su seguimiento de su líder que los religiosos, acaba por narrarnos que ha acontecido y que acontecerá de viva voz ante el alegato y posterior explicación de los agentes del gobierno celestial los cuales explicarían las infernales consecuencias a las que se enfrentarán los supervivientes de la familia y como se llegó hasta ese punto subrayando toda la trama con el equivalente cinematográfico del subrayador amarillo fosforito: la (necesidad de) sobrexplicación. Es por ello que la versión que tenía Kevin Smith en mente, en la que el apocalipsis llega de facto, resulta tremendamente más irónica en tanto no es que el líder de la secta religiosa acabe en la cárcel sino que acaba en el infierno; la religión en sus formas más radicales es el camino más directo hacia el infierno. Ahora bien, si Smith hubiera querido llevar las premisas de Zombie hasta el final —o siquiera si hubiera sido capaz— entonces toda la familia hubiera combatido hasta su último aliento, sacrificándose como de hecho lo hicieron los Firefly en The Devil’s Reject: con el ansia liberada del que sabe que la recompensa que hay más allá es superior que lo que se tendrá si se es capturado vivo; la familia unida nunca muere.
Es por ello que donde podría haber una obra maestra, una irónica mala baba bíblica con mucho de sátira, una espléndida reflexión sobre las estructuras del poder y la configuración de la familia y la sociedad, nos encontramos exclusivamente un árido objeto de entretenimiento vacuo y que apenas sí es capaz de ofrecer algo de congoja y unos tiroteos que no pasan de demostrar que, por fin, Smith ha aprendido que una cámara puede moverse. Y esto no sería malo sino fuera porque todo lo demás que se proyecta, todo lo que se ve entre las sombras de colores rojo y azul, es infinitamente más interesante que la monotonía monocromática del cual hace gala el grueso de su representación.
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