No existe arma más asesina que el mal llamado realismo. En su nombre se destruyen ilusiones, se siembran tormentas, se auspician ventiscas y se defienden las más variadas formas de resignación ante la situación en el mundo que nos ha tocado vivir: «no hago nada porque total, haga lo que haga, no cambiará nada» —dicen los agoreros incapaces de ver como su actitud es la que paraliza toda posibilidad de cambio. En el realismo anida el germen del mal, porque lo que llamamos realismo no es tal, sino una convención social. Y las convenciones sociales, derivan fácilmente en el mal. Ésto es un defecto acusado cuando indistinguimos los diferentes niveles discursivos, confundiendo el texto con el subtexto, lo artístico con lo real, sin crear una delimitación efectiva al respecto de estos dos campos; o lo que es lo mismo, si creemos que un subtexto válido para un texto es que «la realidad es así» estaremos enmascarando su auténtico subtexto «la realidad es así y no podemos hacer nada para cambiarlo»; sólo la segunda oración, «no podemos hacer nada para cambiarlo», es un auténtico subtexto. No existe texto sin subtexto, porque una ausencia puede ser tanto o más reveladora que una muestra.
En el caso de Mátalos suavemente, la novela de George V. Higgins, el defecto nace de una errónea percepción de la forma: se denominan realistas una serie de diálogos que apenas sí podrían pasar de ser funcionalistas. La escritura de Higgins es sobria y seca, pero lejos de ser realista. Si bien es cierto que sus diálogos causan una agradable impresión de verismo que, en último término, se resuelven en una capacidad encomiable para el diálogo, esa impresión se va desvaneciendo según nos hacemos conscientes de una obviedad: su realismo carece de base real. Sus diálogos están siempre estructurados, las respuestas continúan las ideas del anterior y existe un intercambio efectivo de narración que se muestra coherente independientemente de los saltos comunicativos emprendidos hasta el momento: ésto no es realista. En los diálogos reales, las cosas no son tan adecuadas. La gente se interrumpe, hay silencios, la gente no se entiende, existen confusiones, equívocos, malas intenciones; nunca vemos alguien que hable por su boca exactamente aquello que piensa. Salvo los personajes de Higgins.
¿Qué ocurre entonces con sus diálogos? Que quedan subrayados ad nauseam como un mero hilo narrativo. Nada más. Sus personajes no nos cuentan nada sobre ellos, sobre sus inquietudes o sobre sus existencias que vayan más allá del crimen, y no del crimen como idea abstracta, lo cual podría tener algún interés, sino del crimen específico en el cual se ven inmersos todos sus personajes. Por eso aburre cualquier intento de introducir subtramas dentro de la trama general, alargando artificialmente el conjunto: no aportan nada, sólo molestan porque los personajes no tienen vida más allá de «ese crimen». Su superficie es todo el fondo que contienen. Cualquier evento que pretenda derivarse más allá de ese crimen, cualquier retrato de la vida de cualquiera de los posibles diferentes estamentos criminales que vemos, quedan desdibujados por y para un texto “sin subtexto”; todos sabemos que los criminales son solteros o casados, que les cuesta follar o no, que tienen problemas o son relativamente felices. No nos importa, ni puede importarnos. La única idea con que nos quedamos cuando cerramos el libro, es que si das el palo a otros ellos te lo devolverán: así es el sistema; «ésto es América, primo, deberías buscarte un trabajo en vez de andar jodiendo a los demás» —podría decirnos como declaración de intenciones final cualquiera de sus personajes.
También es su problema que cuando se sale del diálogo, Higgins cae en los peores vicios del juntaletras: descripciones manidas, problemas de ritmo y una obvia tendencia por rellenar hueco para volver a la acción. Tan encomiable como indeseable. Por eso la incapacidad para dotar al texto de un subtexto, uno que no se filtre a través de su propia incapacidad, no es nada más que el reflejo de esa escritura deficitaria que se da cuando se sale de su zona de confort. Sólo casi, porque son el mismo problema. Ante cierta incapacidad narrativa, crea unos diálogos fastuosos y elegantes, muy bien fraseados, que tienen un interés ulterior por ser aquello precisamente que niegan: son espléndidamente literarios, absolutamente nada realistas —con unos problemas de ritmo bastante salvajes, sobra decir: en eso es realista: sus diálogos se alargan hasta el sopor para los espectadores externos— pero, en búsqueda de ese realismo, vacíos de toda búsqueda de alguna clase de verdad ulterior. Cuando no hay nada intencionado detrás, se infiltran los peores vicios subconscientes.
Lo que ocurre siempre que una novela se sostiene en sus diálogos, por brillantes que se pretendan, es que está pidiendo a gritos que la conviertan en película —nota para navegantes: Entrevistas breves con hombres repulsivos de David Foster Wallace no es una excepción: aquel se sostiene en el juego narrativo de no-haber diálogo — . En el cine, en tanto medio audiovisual, los diálogos tienen un apoyo coyuntural —la expresividad de los actores, que pueden añadir matices subtextuales que no tienen por qué reflejarse per sé en el texto— del cual la literatura carece. Como la obra de George V. Higgins no es una excepción, Mátalos suavemente la película se nos muestra más perfecta de lo que nunca habría podido ser la novela.
La responsabilidad de la adaptación se circunscribe aquí en, más que conseguir trasladar fielmente lo narrado —lo cual significa no sólo crear un armazón visual para el disfrute de los diálogos, que es lo que muchos hubieran deseado, sino crear todo un contexto visual que refuerce los diálogos; los devaneos rayanos lo experimental de la película refuerzan su sentido poético ulterior — , conseguir reproducir un subtexto más intuido que desarrollado en la novela. Por eso al incluir la crisis como telón de fondo, idea que desarrolla a través de la introducción de discursos de Barack Obama y otros políticos como voces de fondo en radios y televisores, Andrew Dominik dota de un movimiento sólido a la historia: se nos muestra como metáfora del mercantilismo rampante como único modo de vida posible. Lejos de intentar tomar el pulso de una sociedad cuyo propio retrato se auto-fagocita a sí mismo, porque se torna ficticio en la búsqueda literal de causas o consecuencias, o siquiera el realismo de sus personajes, que como ya hemos dicho es imposible en tanto el realismo no es realista, retrata minuciosamente el motor último de éstos: no tener dinero. O qué les impidan tenerlo. Todas sus acciones se ven siempre encaminadas hacia el dinero, como jodérselo al prójimo y como conseguir que no se los joda a su vez, como único motor de toda posible existencia. Sus crímenes carecen de todo glamour, pero no por ello dejan de ser brillantes o torpes, inteligentes o estúpidos, elegantes o carentes de cualquier sentido; en tanto humanos, aunque demasiado poco humanos, son como un calamar vampiro buscando caras ajenas que asfixiar. Viven y mueren por un puñado de dolares, ahí se da el subtexto.
Cualquier otra consideración es accesoria. Que existen criminales casados, puteros o solteros es algo que ya sabemos pero, sobre todo, que no nos importa; que el crimen no es más que la réplica de las tendencias estructurales a pequeña escala es algo que, ya supiéramos o no, al menos sí debería importarnos. Y mucho. Porque el que quiere matarnos suavemente es aquel que sólo entiende un idioma: el del sonido del efectivo fluyendo hacia su cuenta corriente.
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