El cristianismo es la religión de la culpa. Aunque hubo una época en la que lo fue del perdón, de la piedad —aceptar el dolor del otro como si fuera nuestro, abrazar al pecador por su sufrimiento incluso si no podemos comprenderlo — , con el tiempo fue escorando peligrosamente hacia la culpa. No importaba el arrepentimiento o la virtud o la reflexión sobre la propia culpa, sino el juicio condenatorio que conllevaba cualquier acto posible; la existencia devenida en calvario, infierno terrenal, imposibilidad fáctica de encontrar un sentido que no sea el dolor sin ninguna clase de redención posible: la vida se convirtió no sólo en un valle de lágrimas, sino también en un espacio carente de cualquier clase de empatía entre personas. La deriva religiosa tenía un componente político. Con ello la iglesia cristiana logró ser una de las mayores fuerzas vivas de la historia, ya que al condenar al sufrimiento constante a miles de millones de personas durante toda la historia de la humanidad muy pocos serían los que cuestionarían su situación.
Incluso si no somos cristianos, culturalmente estamos condicionados por los retazos de un cristianismo heredado. Nuestra vida está mediada por la culpa. Damos por hecho la existencia del bien y del mal, que son fácilmente discernibles, que si los demás (o nosotros mismos) no somos capaces de evitarlo es porque el mal ha anidado siempre en el interior del hombre; se ha renunciado a la mística personal, a la creencia flexible que sólo puede nacer de una reflexión constante. Damos por hecho que el hombre es malvado por naturaleza. No sentimos piedad por el otro porque creemos comprenderlo, creemos que sus actos son malvados porque nosotros mismos nos sentimos malvados; carecemos de perspectiva, porque la culpa nos consume desde dentro.
¿Significa eso que el cristianismo sea una ideología perniciosa? En absoluto. Sólo seguimos aquello que nos dicta: amar al prójimo como a uno mismo. En tanto nos odiamos por pecadores, odiamos a los demás como nos odiamos a nosotros mismos. No existe la posibilidad del perdón, de que los actos que no podemos comprender no sean ni buenos ni malos, sino que todo acto es, necesariamente, fruto de un conocimiento del mal que se decide abrazar libremente. Aunque eso nunca sea tan sencillo.
Aquel hombre bueno que reflexiona, que no juzga sino que intenta guiar, aun siendo consciente de que él mismo no tiene todas las respuestas posibles, no puede hacer nada. Nada, salvo morir por nuestros pecados. No tanto porque nuestros pecados sean imperdonables como porque somos incapaces de perdonarnos a nosotros mismos; odiamos al prójimo tanto como odiamos mirarnos en el espejo, ya que llevan dos milenios exigiéndonos que nos odiemos, que nos veamos como pecadores que actúan mal a sabiendas de estar haciéndolo: «si no haces bien las cosas es porque no te esfuerzas lo suficiente» —repiten como un mantra el cristianismo eclesiástico acompañado del capitalismo neoliberal mientras nos aplastan la traquea. No nos dejan respirar, pero nos dicen que no queremos respirar.
Entonces llegó John Michael McDonagh con Calvary para mostrarnos hacia donde nos lleva la culpa, la ausencia de piedad: a matar al único hombre bueno del mundo por el mero hecho de serlo. Porque no podemos comprenderlo y no sabemos perdonar lo que creemos comprender incluso si no es cierto. Amén.
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