El elogio de la sombra, de Junichiro Tanizaki
En Occidente, seguramente por los milenios atados al cristianismo, nuestra relación con la luz siempre ha estado cargada de ideología. Cuando uno analiza el uso de la luz en Occidente siempre se hace para destacar el estado de gracia, la iluminación trascendental que inunda cuanto existe por la gracia divina. Es por ello que cuando uno se acerca al arte japones, y muy especialmente a la literatura de Junichiro Tanizaki, ve cómo problemático interpretar la relación que poseen con respecto de la sombra: la luz es relegada de los sentidos, marginada como condición subyacente, en favor de los juegos constantes de las sombras. Ahora bien, no es dificil entender por qué esto ha sido así. Al no haber estado atados durante siglos a que todo arte esté tiznado de religiosidad pudieron desarrollar nociones estéticas que en Occidente, aun hoy, se mantienen inexploradas.
Por supuesto para la visión de la sombra es determinante el pensamiento místico, que no religioso, que se cultivó en Japón. Las casas tradicionales reniegan de las puertas en favor del shōji con el cual se libera el espacio; a través de la disposición abierta de los elementos se crea una ausencia de trabas para la libre tránsito con el mundo. Esto es el zen. Las casas japonesas clásicas se basan en éste pensamiento de refinamiento, el cual deberíamos entender como una cierta comunión con la naturaleza, a través del cual no se abnega nada natural en tanto se pueda tender a la naturaleza. Es por ello que el shōji no sólo libera el movimiento de los hombres en el tránsito de la casa sino que, incluso aun más importante, libera el movimiento de la luz. Toda funcionalidad en la casa tradicional japonesa no se basa en acomodar las disposiciones propias del hombre, de hacer la vida más cómoda a las entidades físicas que lo habitan, más bien se crea con la disposición de acomodar la existencia de todos los objetos que discurren en ella. El hombre, el viento, la madera, la tierra, la luz y la sombra son elementos ontológicamente igual de importantes para el japonés a la hora de afincarse; no hay una predominancia ontológica del hombre sobre las demás cosas.
Pero no se limita sólo al como vivir, sino que el japonés orienta toda su vida entorno a su relación constante con el mundo. Cuando presentan ante sí un cuenco de ramen o un plato de mochis jamás encontraremos una lampiña y porcelanosa blanquitud que excede los sentidos; los colores lacados, generalmente oscuros, difuminan y ocultan parcialmente lo que se está ingiriendo. Este contraste puede parecer absurdo pero no lo es en absoluto, pues la comida no debe verse como un elemento ajeno pues no es si no un todo unificado: el ramen es al cuenco lo que el cuenco a su ramen, una comunión perfecta que sólo se puede atisbar, que sólo se puede pensar, en sus sombras. Como los actores del teatro nō donde sus figuras se difuminan en las sombras de un escenario sin escenario quedando sólo unas caras blancas despersonalizadas que no representan los actores más que a sus personajes; la sombra produce una distancia absoluta a través de lo cual podemos discernir lo metafórico, el nō como una totalidad donde de las sombras nace la posibilidad de ver la representación de lo real.
¿Por qué decimos que es estética entonces? Porque aunque esta sea la mirada mediada de los hombres influenciados por el zen, no deja de ser una mirada que crea una perfecta armonía con el mundo; la mirada de la sombra es siempre la mirada de la belleza que nos presenta la realidad desnuda. Cuando en la total oscuridad unas pequeñas películas de oro hacen revotar la luz que entra tímida por las pequeñas imperfecciones de la madera estamos ante una comunión total de la realidad del mundo, pues el mundo es la comunión contingente de sus totalidades.
Si la estética a través de su actitud metafórica, nunca discursiva, nos permite pensar la realidad en su desnudez entonces el arte se convierte en la forma esencial de acción en el mundo. Desde la pintura hasta la cocina pasando por la arquitectura o la literatura el hombre debe aspirar a entrar en comunión con la totalidad para conformarse como arte, para ser uno con el mundo, pero el mundo a su vez genera su propio arte como la perfecta comunión de las gotas del agua que forman los flujos del río o la luz que genera las sombras que ocultan el cuerpo de la serpiente. La labor del hombre en éste caso es en entrar en comunión constante con la sombra, con el mundo a través de la estética, para camuflarse y no destacar como una singularidad disonante con su entorno; el hombre no debe mediocrizarse en sus actos, debe ser tan excepcional que el mundo a su alrededor se amolde para elevarlo en la belleza ideal de sus actos.
Todo acto del hombre debe ser alcanzar esa armonía absoluta, esa elegancia radical, en la cual no necesita destacar a través del uso de acciones excesivas sino que, a través de la sencillez de sus actos, sea capaz de iluminar el mundo a su alrededor. Es por ello que para Tanizaki el escritor brillante no es el que retuerce el lenguaje con efectismo, el que lo somete ante sus barrocas habilidades técnicas, sino que el auténtico genio es aquel que consigue camuflar su prosa en la naturalidad misma de la palabra, haciendo que su brillo no destaque por cegador sino por contraste con las sombras de su entorno. De éste modo no sirve de nada forzar el entorno, pues la oscuridad impostada sólo generará la ceguera de quienes nos admiran como arte, pues debe ser el entorno el que nos haga destacar como el haz brillante que atraviesa tímidamente las sombras que le responden con los hilos de oro ante su camino para que brille como diáspora; para que no refulge, para que bañe de calidez el mundo. Cualquier otro acto, especialmente el intentar brillar fulgurante como el Sol, no será más que el acto moribundo de aquel que se creyó por encima de su arte y, lo que es peor, del mundo que le bendijo.
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