Diario de un seductor, de Søren Kierkegaard
Sobre todo, olvida al que escribe esto; perdona a alguien que, no importa qué otras cosas, no pudo hacer feliz a una chica. dice el enamorado que no consigue triunfar sobre su propia estupidez que le media hacia el fracaso. Esta frase, aparecida en el epistolario de Søren Kierkegaard pero no en el libro que nos ocupa ‑pues deslegitima de facto todo lo que en él propone‑, dirigida hacia Regine Olsen está cargada de la amargura del amante inepto que se ve incapaz de satisfacer los más mínimos deseos, el cumplimiento del compromiso del amor mismo, con respecto de su amada. Por eso resulta curioso que toda esta novela disfrazado de epistolario encontrado sea un producto de enajenación tal que no pare de hacer crítica y mofa del amor, de Regina Olsen y de las mujeres ‑y lo hace porque, en último término, no es más que un intento de deslegitimar la vida estética en favor de la pura contemplación religiosa. Lo único válido para cimentar la vida no es el plano estético, aquel del amor o el arte, pues es exclusivamente una fantasmagoría de los hombres, sino la búsqueda incesante del ser divino.
Un error común en que se cae con una ligereza impropia del que se pretende como más allá de la torpeza de la ignorancia es creer que el amor, más aun con respecto del amor romántico, es una construcción creada en los relatos de nobleza que comenzarían con el Sturm und Drang o, en el mejor de los casos, en la edad media; hay una cierta asociación del tiempo del nacimiento de ciertas formas de literatura a los cuales se asocia el surgimiento del amor. Esta no es una idea del todo errónea en tanto el amor tiene un función emancipadora equivalente a la del arte, intuir el infinito inaprensible de nuestra finitud, pero erra en su suposición de que el amor, romántico o no, no es connatural al desarrollo de la consciencia del hombre. Como de costumbre la mitología nos da una perspectiva interesante sobre las conformaciones particulares del pasado y, siguiendo estas, encontramos infinidad de representaciones del amor en todas sus facetas: del amor romántico como Anteros, Hathor y Aizen Myo ‑estas dos últimas, además, diosas de la música, lo cual entroniza la idea de que el arte y el amor tienen una función común-; del amor venéreo o deseante como Afrodita, Kāmadeva o Tlazolteotl; del amor fraternal con su máxima caracterización en Cristo; y del amor como amistad en el caso de Zeus o Forseti. El amor es una concepción tan antigua como la consciencia del hombre.
A partir de esta noción cualquier pretensión de deslegitimar el amor como algo ajeno a lo humano debería hacerse desde una noción de naturalidad, pues efectivamente el amor no es un hecho natural, admitiendo en el proceso que el ser humano no es una entidad ónticamente privilegiada en el cosmos: si el amor no es natural y por eso no debe seguirse, el hombre no es una entidad superior a cualquier otra de las formas naturales. Como por supuesto ninguno de los discursos anti-amorosos que se defienden admitirían la idea de que el ser humano es igual stricto sensu que los demás animales, lo cual incluye a Kierkegaard en tanto cree en la superioridad de la revelación divina, establecer el amor como una conformación contra natura es algo que se da de facto en tanto humanos. Si el ser humano escapa de la noción de naturaleza animal ‑lo cual, de hecho, no se puede negar en cierto nivel- pero no deja de ser en el mundo porque no es la entidad ónticamente privilegiada ‑para los cristianos como Kierkegaard porque ese es Dios, para los realistas porque toda realidad está inmediada en sí misma‑, entonces el amor, como el arte o toda forma de fascinación, es nuestra forma de relacionarnos con el cosmos, con el infinito.
¿Qué perspectiva nos da esto? Que aunque Kierkegaard tenga la pretensión de abordar como el amor sólo produce rupturas y dolor, una visión más o menos parcial y limitada (en el espacio y el tiempo) del mundo, en realidad no hay razón alguna para creer que el ejercicio divino, el de la totalidad, es diferente de éste. Cuando el místico agoniza en éxtasis alejado del mundo no tiene una relación con Dios ‑o con el cosmos en tanto entidad, si se prefiere- basada en ninguna clase de racionalidad teleológica ulterior, es exactamente el mismo éxtasis devenido en un ejercicio de ida y vuelta que se produce en el arte y el amor. Si el éxtasis místico es el modo de conocer la auténtica realidad entonces las críticas ejercidas hacia el arte o el amor, propugnadas por Kierkegaard como inefables, son inválidas.
Una vez colapsado el sistema del danés como una conformación uniforme y plena en sí misma, en tanto no ejerce ninguna visión real con respecto del mundo más allá de divisiones arbitrarias, queda explicar por qué originaría un sistema que es, implícitamente, la negación de sí mismo. La respuesta, como casi siempre, es la experiencia. Cuando articula toda su filosofía Kierkegaard se ve mediado por dos grandes experiencias vitales, la religiosidad furibunda de un padre autoritario y la incapacidad de ser fiel al compromiso amoroso con Regina Olsen, ante los cuales se suele hacer una asociación que, en nuestro caso, consideraremos espuria a través de este Diario de un seductor. ¿Por qué? Por la simple razón de que Kierkegaard no abandona a Olsen por una responsabilidad cristiana que considera mayor que su amor particular, sino por lo que considera una incapacidad innata para constituirse como recíproco en una relación amorosa; no abyecta de sí el amor romántico por ser coherente con su compromiso con respecto de la divinidad, sino que abraza su compromiso con respecto de la divinidad en tanto fuera incapaz de articularse comprometido con el amor romántico. Kierkegaard se sitúa ante lo divino como forma de evadir su deseo romántico estancado.
Ya bajo esta perspectiva Kikegaard se nos presenta como lo que en realidad es, un pusilánime incapaz de entregarse al amor por el pánico que le sustenta una visión de lo infinito ante la cual no se puede hacer responsable. Es por ello que no hay aceptación del compromiso romántico y sí aceptación del religioso, pues el primero le aloja necesariamente en una vivencia experiencial arrebatada de sí donde el yo se difumina en su condición de ser-otro mientras el segundo respeta su individualidad al ser constitutivo de ser-Dios-en sí. Toda la misoginia, la rabia y el ansia de destrucción del amor y la inocencia que se encuentran en él no es más que el aire impostado de alguien que, por puro terror que siente por lo incognoscible del amor, decide alojarse en otra determinación del deseo a través de establecerse en una nueva determinación. Pero la ruptura con el amor es siempre traumática, extremadamente destructiva, y con ella se va parte de nuestro ser, por eso tras quebrar el amor nos quedamos en un vacío que sólo podemos llenar en el absoluto desprecio (hipotético) del otro. Søren Kierkegaard siempre amó a Regine Olsen, pero el terror del infinito inaprensible del amor es lo único que quedo siempre en su corazón podrido.
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