Miedo y asco en Las Vegas, de Hunter S. Thompson
Cuando se dice gonzo los más sátiros pueden pensar en pornografía y los más bendítamente apegados a su infancia pueden pensar en los Muppets. Ahora bien, sólo quienes han sabido conjugar su satirismo con su mirada infantil, sabiendo invocar lo mejor de ambos mundos para transitar por el carril de en medio entre cualquier clase de binarismo espurio, pensarán automáticamente en el nombre propio más alucinado que vio nunca nacer Kentucky: Hunter S. Thompson.
Sería pertinente preguntarse, ¿qué es el gonzo? Es un estilo periodístico donde el autor impregna de vivencias personales aquello que pretende narrarnos —enviando, como es obvio, a tomar por culo la objetividad — ; eso ya lo sabemos todos, demos un paso más allá: el gonzo es el encuentro del periodismo con aquello que la literatura supo aceptar al vuelo. Periodismo vs. James Joyce — libro de estilo vs. Ulises. Con Thompson la ética periodística salta por la ventana para situarse en el lugar donde debería estar, en la más profunda de las simas donde puedan ir a buscarlos aquellos que deseen creerse por encima incluso de sí mismos, y a su vez se impregna el relato de la visión particular que el autor tiene de los acontecimientos. Lo importante es el fenómeno y, en tanto fenómeno, como es percibido y aprehendido. El periodismo se convierte en un proceso demencial en el cual la escritura se valida a sí misma en los mismos términos que lo hace a partir de cobrar consciencia la novela de su existencia misma como novela experimental: que le jodan a la narratividad objetiva, nuestro rollo es el estilo.
En el proceso del stream of consciousness nos encontramos con que aquel antiguo proverbio cyberpunk se hace carne (literaria): «el estilo por encima de la sustancia». Lo importante no es la sustancia (la realidad objetiva, el argumento) que haya detrás de un determinado algo, sino que lo importante es hacerlo con estilo. Una mala anécdota en manos de un buen escritor se puede convertir en una novela fastuosa de ecos inmortales: ese es el estilo sobre la sustancia; una anécdota genial en manos de un mal escritor se convertirá por necesidad en una novela tan nefasta como el propio escritor sea: esa es la sustancia sobre el estilo. Es por eso que cuando el estilo se pone a los mandos de la escritura, cuando se sobrepone a la capa superficial de la sustancia, no importa que detrás esté vacío porque, como mínimo, estará excelentemente escrito; el estilo siempre arrastra tras de sí una cierta sustancia, algo que nos transmite la forma en sí misma, pero la sustancia carente de estilo es sólo anécdota. He ahí la importancia radical de Hunter S. Thompson para el periodismo, pues lo indiferencia y aproxima a la realidad consciente que ya supo ver antes la literatura.
Esto contradice la defensa básica que suele hacerse del autor, aquella que realizan aquellos que sólo saben leer en diagonal, que afirma que el mérito ulterior de Thompson es la implicación personal en el relato: su relato es ficticio, pero he ahí su fehaciencia. Como afirmaba William Faulkner, en ocasiones la ficción es el mejor hecho; ni nos importa ni nos debe importar si de hecho Thompson vivió los acontecimientos tal y como nos los narra —hecho dudoso de facto, vista la imposible por obscena cantidad de droga que es capaz de consumir — , lo interesante es como introduce el flujo de la conciencia y la ficción dentro de un relato que hasta el momento se le suponía necesariamente objetivo, real, inmanipulado.
El qué se meta o que se deje de meter Raoul Duke, epónimo del propio Thompson, es sólo de nuestro interés en la medida que permite dejar fluir de modo libre su conciencia literaria. El resto no son más que las vagaterlas de la esencia. Para acompañarlo en su viaje tenemos que cargarnos de ingenuidad y dejarnos arrastrar por los imposibles caminos de la tortura mental: los reflujos de la droga, que cada droga genera su propia clase de discurso en la escritura según sus efectos, se imponen en toda ocasión como aquellos puntos donde debemos soltarnos para llegar hasta el lugar exacto donde Thompson quiere llevarnos. Go with the flow, baby. Cualquier intento de capturar ese flujo libre en cualquier clase de experiencia delimitadora como puede ser lo real, lo fáctico, lo objetivo, destruye inmediatamente el viaje en el cual nos vemos sumergido de muy buena gana; no se cuestiona al Dr. Gonzo: es un maldito samoano de 120kg, podría partirte el alma si pretendes dilucidar que hay de verdad en su discurso. Sea ficticio o real, es verdad sí y sólo sí fue narrado como tal en Miedo y asco en Las Vegas. Y si en la realidad pasó otra cosa, que le jodan a la realidad.
¿Qué nos importa que la dimetiltriptamina, el adrenocromo, la droga que sólo funciona si se le extrae de la glándula pineal a un hombre vivo, en realidad no tenga ningún efecto como droga en el organismo? Quizás algunos médicos en el siglo XX creyeran que podría ser el origen de la psicosis durante algún tiempo, un tiempo próximo al cual Thompson habría vivido sus peripecias en Las Vegas, pero nadie ha podido simular los brutales efectos que éste describe. ¿Y qué importa? Lo interesante es ver como Raoul Duke se acuesta en el suelo de su habitación y ve su cuerpo en descomposición, ve su cuerpo en descomposición. Eso es gonzo: Hunter S. Thompson on cocaine surfeando los alterados estados de la percepción.
Miedo y asco en Las Vegas es la historia secreta de Las Vegas, un tratado de periodismo gonzo y una novela muy por encima de lo que el canon del siglo XX ha querido reconocerle nunca. Es una obra alucinada y alucinatoria de un loco incapaz de decir una sola mentira aunque le fuera la vida en ello, porque siempre vivió en un mundo de conciencias perpetuamente alteradas: el estilo sobre la sustancia.