Aunque estamos sumergidos en el tiempo, no siempre sabemos seguirlo en la traición que nos exige para poder adaptarnos a su evolución constante. Aquel que quiera considerarse artista debería moverse no tanto por el presente, por aquellas formas que ya han demostrado funcionar en el pasado —ni siquiera cuando sean las suyas propias, aquellas que él mismo creó — , como por las posibilidades futuras de la creación artística; cuando algo deviene norma, presente, está automáticamente muerto porque todo presente es ya una forma del pasado. Es necesario estar un paso por delante del presente para estar en el tiempo, si es que no también en uno mismo. Amoldarse a los tiempos sólo demuestra incapacidad creativa, porque la creación se da en su extremo contrario, en amoldar los tiempos al carácter propio. Saber (re)conducir la corriente, no dejarse arrastrar por modas o la comodidad de logros pasados, es la habilidad de todo aquel que se pretenda auténtico perpetrador de la revolución diaria del arte.
Afirmar que David Bowie siempre ha forzado la introducción del futuro en el presente con su mera presencia no es una boutade. O no sólo. El camaleón siempre ha estado dos pasos por delante del tiempo, avanzando lo que poco tiempo después estaría de moda, fagocitando todo aquello que flotaba en el ambiente pero que aún nadie había podido sintetizar como un todo coherente. Si ya en el estimable 1. Outside había comenzado su deriva místico-cyberpunk, en Earthling la abrazaría sin complejos a través de las formas más puras del industrial. El trabajo es rabioso, oscuro, decadente, pero vibrante y triunfalista, como si el óxido fuera lo más común en el futuro, pero aún fuera posible encontrar héroes entre las ruinas: incluso transmitiéndonos un mensaje de horror y caos lo hace desde la consciencia de estar por encima de ello. No hay nada que temer, sigue siendo David Bowie, sigue mostrándonos el camino imposible de recorrer para ningún otro. La catástrofe no va con él, porque para eso debería estar atado a un presente que todavía no ha logrado darle caza.
Si el leit motiv del cyberpunk es el triunfo del estilo sobre la sustancia, entonces David Bowie encontró en él su parque de juegos perfecto. Todas las canciones de Earthling violan cualquier convención, en algunos casos haciéndose ininteligibles y en otras construyendo un discurso crítico sobre el presente; explora el contexto de crisis existencial del hombre, la imposibilidad de comprender el mundo, de crear un pensamiento fuerte inteligible. Estamos todos paralizados a causa de la transparencia y la espectacularización absoluta del mundo. Si el estilo ahora se sobrepone como no-inherente a la sustancia, ¿por qué no iba a rodearse él, que es pura sustancia, de una férrea capa de experimentación —no sólo musical, sino también temática— que lo estilice y de forma?
Bowie se desmarca con combinaciones irreales, rozando la fantasmagoría, en las cuales mezcla su pop habitual con lo más granado de la electrónica de la época, ya sea el drum&bass o el techno o, a pesar de que por aquel entonces aún era un género en pañales, el IDM. Nada le es ajeno al camaleón, menos todavía cuando se traviste de cyborg. Así es como surgen interesantes mestizos en los cuales el pop no se ahoga, e incluso cuando se impone más claramente sobre el resto de los elementos, como puede ser el caso de Little Wonder —e incluso entonces, sólo lo hace hasta cierto punto: la línea de bajo es virtuosa y la melodía en sí un ejercicio de estilo digno de Nine Inch Nails, grupo que se declararía influido de forma particular por el Scary Monsters—, lo hace desde su descomposición: es pop sólo en lo que tiene de perpetuo estribillo, de concatenación constante de formas rítmicas sólo en apariencia sencillas. Predomina el estilo sobre la sustancia, pero porque es la sustancia deviniendo estilo en el proceso.
Es difícil hablar de un trabajo que ha sido el criterio de demarcación de una época, incluso cuando entonces pasó relativamente desapercibido. El caso de Bowie en los 90’s es problemático, ya que, a pesar de firmar entonces algunos de los mejores trabajos de su carrera, no se los recuerda nunca por el abandono de la mercadotecnia, de la idea que la mayoría se habían hecho de qué o quién es él; el triunfo del estilo sobre la sustancia es también, irónicamente, el triunfo de la personalidad sobre las expectativas: ya no necesita venderse, le vale con hacer lo que él quiera. Incluso cuando carece del amplio reconocimiento por sus actos que podía tener antes, sabe que el tiempo acabará definiéndolo como una piedra base sobre la cual comprender su presente, que es el futuro de todos los demás.
Earthling es visionario, con los pies en el suelo, fuera del tiempo. Capaz de comenzar con una canción de seis minutos de tono industrial cuyo estribillo es una concatenación de estribillos y hacerlo su primer single, demuestra el posible interés comercial que pudo tener a la hora de hacer su trabajo. Bowie está por encima del bien y del mal, de las expectativas o del mercado. Y eso está bien. Su impía estructuración del pensamiento cyborg sirve para entender, no sólo en el ámbito musical, nuestro presente: estructuras narrativas complejas, formas circulares de expresión, fondo existencialista y la hibridación del pasado (el pop) con su futurabilidad (la electrónica) como único modelo posible para la supervivencia del discurso popular. Asume todo lo que llamamos (mal) posmodernismo —que deberíamos llamar evolución, si pretendemos ser justos— llevándolo hasta el campo de juego del mainstream musical, aquel lugar donde se sigue haciendo lo mismo desde hace cincuenta años sin dar un sólo paso adelante.
Hace lo que ha hecho siempre. La diferencia es que, en esta ocasión, asalta con todavía más fuerza y estruendo los campos estériles del presente, ese lugar que cada día se obsesiona de forma más infructuosa con avanzar hacia atrás, como si el futuro se escondiera en el pasado en tanto hubiéramos llegado hasta un fin de la historia que nunca podrá existir. Porque el tiempo es circular, todo va y vuelve, el avance es absurdo, pero más absurdo es aferrarse al pasado cuando éste se ha convertido en el cadáver de sí mismo.