Los electrocutados, de J.P. Zooey
Para toda versión oficial, oficiosa o, al menos, gustosa de un gran número de personas no necesariamente doctas siempre aparece un contrapunto que no sólo pone en cuestión su validez sino que la tira por tierra para edificar una alternativa más o menos plausible. Lo interesante de este suceso es que nunca se hace desde una oposición netamente radical pues, en la mayoría de los casos, se hace partiendo de una premisa cercana, similar o igual trufada de otras clausulas adyacentes completamente diferentes; hay una tendencia en el pensamiento a crear teorías disimiles en la articulación global del pensamiento más allá de sus nociones básicas. Un ejemplo evidente sería como a raíz de la existencia de la medicina científica se considera que la homeopatía es la otra clase de medicina del mismo modo que de la versión oficial de cualquier suceso político-social siempre le sucede una ilustración conspiranoica detrás; todo movimiento en una dirección por el pensamiento humano propugna siempre un mismo movimiento de base, paralelo, en otra dirección. Por ejemplo, si el terror post-industrial del mundo se puede explicar desde Theodor Adorno también se puede, igualmente, explicar desde Mike Ibañez: toda teoría tiene en su seno su contrapunto divergente.
Cualquier lectura, o al menos cualquier lectura que se precie de ser una buena lectura, habrá de tener en cuenta esta contraposición que reside como motor inmóvil de Los Electrocutados pues, como no podría ser de otro modo, se nos presenta como una historia alternativa de los eventos de un universo en caos. Toda la acumulación de papers, de carácter realista especulativo en su sentido más ampliamente literal, que se dan entre la historia cotidiana del triángulo de la divergencia [Dizze Mucho, Oidas Mucho y el in absentia (espiritual) presente J.P. Zooey] se nos presentan como un intento de descifrar el mundo interior de unos personajes que siempre se nos demuestran herméticos a nuestra mirada; como si las palabras no dijeran nada, parece que sólo su visión positivo-especulativa del mundo pudiera cristalizar su ser.
¿Por qué? no es una pregunta, es la respuesta hasta la que llegarán constantemente nuestros valedores de la realidad. La primera pregunta que se harían es ¿por qué no conocemos el mensaje que contiene el sistema solar? y, a partir de este, irán desentrañando el terror que se esconde tras la realidad cotidiana; un virus infectó el cerebro de los gatos en el pasado, creando las preguntas, haciendo que a partir de entonces el hombre se cuestione cuanto ocurre en el mundo. Si seguimos la opinión de William Burroughs este virus alienígena no sería más que el lenguaje, nuestras formulaciones de palabras que no designan lo real sino que siempre designan aspectos de la realidad que señalamos como reales pero que son ajenos de esta. Es por ello que el gran problema del hombre es que está inmerso en un universo infectado de un virus que hace cuestionarse cuanto existe, en tanto que el lenguaje no designa nada sino que lo infecta, produciendo que nada puede ser positivamente conocido; no existe frase en idioma alguno que contenga un significado fundamentalmente real.
¿Por qué no conocemos el mensaje que contiene el sistema solar?¿Por qué el lenguaje nos tortura?¿Por qué se supone que descendemos del mono?¿Por qué nos hacemos preguntas?¿Por qué morimos?¿Por qué aceptamos algunas cuestiones sin preguntar antes?¿Por qué que?
No existe una respuesta real, positiva y absoluta que dar, ¿o quizás sí? Quizás sea posible que el lenguaje sea un virus bendito que nos infecta para que podamos comprender el mundo y cuanto se contiene en él, quizás la significación sea algo intuido más que conocido y construido cuando nunca natural, pero quizás signifique algo real; ¿cómo sabemos que Тут что-то есть Тут что-то no es efectivamente el piar real de un pelícano? No sólo puede serlo, de hecho lo es: Тут что-то есть Тут что-то significa, metafóricamente, el piar de un pelícano. Por eso podemos afirmar que hay una realidad real, una realidad contingente pero existente, que podemos conocer mediante un evisceramiento que, necesariamente, ha de darse a través de los rodeos de la metáfora; si el lenguaje es un virus que nos trajo la maldición de la necesidad de nombrar las cosas también nos concedió en sí misma su cura: la vacuna de la metáfora contra la imposibilidad de nombrar literalmente las cosas del mundo.
Podríamos afirmar en tal caso que la labor del lenguaje es no ser nunca literal, o al menos no serlo en aquellas que sobrepasan la certeza de un entendimiento metafórico implícito entre personas que se conocen para descifrar la inexactitud de la literalidad, para dejar paso a un lenguaje que es siempre vaga descripción subjetiva de un objeto. Ante la imposibilidad de nombrar a las cosas, al menos sí podemos recrearlas en la metáfora. ¿Pero qué ‑y aquí, como no, vuelve la interrogación del virus- implicaciones tiene para la novela de J.P. Zooey? Obviamente que su entendimiento literal es imposible, como en toda novela, que siempre se ha de interpretar para ser comprendida; toda lectura no pasa exclusivamente por entender lo que se lee, por saber que l más e más e más r se lee leer, sino también comprender profundamente que la palabra leer implica comprender el significado profundo de las palabras escritas. Es por ello que toda novela es necesariamente una novela con un pensamiento detrás pero, en éste caso, Los electrocutados es una novela de terror metafísico, entendiendo metafísico en su sentido filosófico, al presentarse como una articulación de todos los caminos divergentes que puedan evitar el hecho regidor de la novela y del universo: la contingencia de todo cuanto existe.
No hay nada en el mundo necesario, en tanto que existe podría no haber existido, y aunque intentemos encontrar razones en nuestra especulación para que necesariamente exista algo ‑y, por extensión, exista siempre- jamás las encontraremos. Ese es el terror metafísico último de J.P. Zooey, la posibilidad de que aun después de articular hasta sus últimas consecuencias esa contingencia trufada de desvíos primeros anteriores a los conocidos del mundo, finalmente, nos quedemos solos con nuestra contingencia. Si al principio de la novela Dizze Mucho guardaba en el congelador una planta muerta y la pone consigo para cenar cada noche es, exclusivamente, por ese pánico hacia la pura contingencia del universo: sólo si los planetas del sistema solar tienen algo que decir, si hay algo necesariamente real, tenemos esperanza de sobrepasar nuestra contingencia. Pero si los planetas no tienen nada que decir, o lo que nos tienen que decir es negativo, entonces no queda posibilidad natural alguna de sobrepasar nuestra condición contingente. Y, aunque aterre a algunos, aceptarlo.
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