Todo cuanto ocurre en la dimensión de lo humano es relato. Como tal deberíamos entender entonces que todo lo que ocurre está mediado por inevitabilidad de un paradigma cultural ‑o mítico, si así se prefiere- que condiciona nuestra visión de los hechos reales. No existe la objetividad en el seno de la comunidad humana porque toda visión está condicionada por un suceso de proyección; todo hombre imprime parte de su pensamiento, de su subjetividad, en los sucesos que ocurren a su alrededor. De este modo, un mismo relato narrado por dos personas diferentes puede ser esencialmente igual pero tener profundas discrepancias entre ambas versiones. A partir de esta premisa deberíamos construir el pensamiento que desarrolla en la divertidísima a la par que profunda novela “Cuando Alice se subió a la mesa” de Jonatham Lethem.
En éste pseudo-triángulo amoroso podemos encontrar tres participantes a cada cual más necesitado del anterior: Ausencia, Alice Coombs y Philip Engstrand. Alrededor del agujero de gusano que se supone portal hacia alguna otra parte, Ausencia, se encuentran Alice y Philip que intentarán recomponer sus vidas a travesadas por la singularidad que supone; los personajes se mantienen a flote dejándose llevar por la inercia de sus deseos: Alice sólo tiene ojos para Ausencia, que siempre la rechaza, mientras Philip sólo tiene ojos para Alice que hace lo mismo a su vez con él. Para terminar de complicar las cosas harán aparición una continua caterva de secundarios, a cada cual menos secundario y más esquizotípico, para recomponer un universo en caos donde, en teoría, prima el orden: la faculta de física de una universidad americana.
Siempre con la sátira en una mano y un perfecto dominio de lenguaje en la otra Lethem nos lleva en un tour de force hacia el centro mismo del deseo del hombre; hasta el punto desconocido donde se sitúa todo aquello que no sabemos que realmente deseamos. De éste modo Ausencia se articula como el centro pivotante que permitirá que todos vayan errando en sus disposiciones sobre el amor, sobre cuales son sus auténticos deseos, para alcanzar el punto donde se sitúan sus pasiones. Alice, continuamente rechazada por Ausencia, edifica alrededor suyo una realidad que acaba mediando en la vida de todos los que lo rodean como una fuerza física: la obsesión de Alice por la singularidad del portal provoca una sucesión de movimientos topográfico-sentimentales que acabarán por desencadenar La Certeza del amor, o no.
Porque al final, todo se encuadra en el mismo intento que se hace desde Spinoza periódicamente: una pretensión de geometrizar los afectos. El hombre, inconsciente de sus auténticos deseos, aspira encontrar un modo de tener una absoluta certeza ya no sólo de los verdaderos deseos de él otro, sino de los deseos que se encuentran en sí mismo. El ejemplo más absurdo son Evan y Garth ‑ciego ocular y neuronal; blanco y negro, respectivamente- los cuales articulan su mundo en una absoluta geometrización de cuanto les rodea. De éste modo siempre están sincronizando sus relojes ‑intentan mantenerse en el tiempo- a la par que coordinan y calculan sus pasos ‑intentan mantenerse en el espacio- mientras dudan de la posibilidad de que esto sea así ‑intentan mantenerse dentro de la realidad en sí- convirtiendo la duda metódica en una articulación de su verdad. Pero, su problema, es que jamás pueden saber nada con certeza porque no pueden ver nada; porque toda visión, aun cuando sea una no-visión de hechos objetivos, está siempre mediada por la creencia que se tiene sobre ellos.
Todos los personajes de Lethem, de uno u otro modo, están cegados por sus convicciones. Todos intentan convocar una geometrización absoluta de todo cuanto les rodea chocando una y otra vez con una realidad ineludible: todo en cuanto haya implicado un ser sintiente es demasiado complejo como para matematizarse. Chocan una y otra vez contra el suelo de la Ausencia por ser incapaces de entregarse ajenos a los deseos caprichosos de una entidad humana; demasiado humana. Por eso conocer los deseos del otro es imposible, salvo que nos introduzcamos en los recovecos escondidos del portal que conduce al microuniverso que es cada hombre.