El gourmet solitario, de Jiro Taniguchi
Aunque hay una tendencia natural por parte del hombre hacia el desprecio de la comida, como si esta fuera alguna clase de pasión que se mostrara como impropia al aludir a algo que debiera ser sólo situado bajo el prisma de la necesidad, la realidad es que el concepto mismo de comer es algo determinante para la vida misma. A este respecto podríamos aludir a Anthony Burguess cuando nos afirmará que una comida bien equilibrada es como una especie de poema al desarrollo de la vida; no existe nada en el mundo que sea más propio de la vida, del proceso de vivir y de mantener en funcionamiento la vida, que el comer mismo: para vivir se necesita comer, en éste se encuentra cierto placer implícito y se realiza tan sólo en la acción misma que se produce en tanto vivimos. La comida es aquello que mejor representa la consecución de qué entendemos por vida en todos sus ámbitos y, por ello, despreciar el arte de la cocina y la catarsis del comer es el error al cual sólo puede verse inducido aquel que no es capaz de ver cuales son los auténticos pilares de la vida en sí misma.
Sólo con esto en mente podríamos entender lo que intenta transmitirnos Jiro Taniguchi con su obra que no es tanto una concatenación de recetas clásicas de diferentes partes de Japón, que también, sino que es más bien un viaje antropológico al centro mismo de la vida de un hombre solitario. A través de lo que come éste hombre eternamente hambriento se nos va abriendo lentamente, sin ninguna prisa por mostrarse en su totalidad en el primer giro posible, enseñándonos lentamente todo aquello que ha configurado su vida en tanto tal. El interés radical en cada comida no se sitúa en qué come, lo cual ya sería delicioso en sí mismo, ya que continuamente esas comidas nos remiten a hechos del pasado del hombre que nos permiten no saber pero si intuir como fue la vida anterior de éste hombre solitario; el interés radical de la comida aquí es presentarse como un hilo conductor de la vida misma de los hombres, pero también un articulador de miradas divergentes, en ocasiones incluso en contradicción, al respecto de las propias necesidades que van imponiéndose en la vida por sí mismas, sin mediación del hombre.
Aunque pueda ser un acercamiento extraño hacia la comida, incluso que nos resulta completamente contraintuitivo con respecto de nuestra visión de la misma, en realidad es algo que está profundamente imbricado en nuestra concepción misma de ella. La comida en El gourmet solitario es concebida como memoria (del individuo, del mundo) que se cristaliza en realidad de forma constante; toda comida para el gourmet solitario es como una magdalena de Proust que le retrotrae hasta momentos anteriores de su vida, no siempre mejores, sólo que en una doble dirección que no existía en éste: tanto activa cierta comida un recuerdo determinado como un determinado recuerdo activa la necesidad de una comida dada. Cuando nuestro gourmet solitario va por negocios al Distrito Chuo va en búsqueda de arroz hayashi exclusivamente porque recuerda, al pisar éste distrito, que esta clase de arroz era particularmente bueno; en tanto no puede conseguir éste arroz, recuerda que hay un restaurante donde sirven suculentos bistecs pero, llegados éste punto, incluso un bistec virtuoso es decepción: la memoria se impone como condición de vida, sólo en la mímesis de su recuerdo propio puede cumplir su auténtica satisfacción en el comer.
El problema del gourmet solitario es que toda comida se torna necesariamente en parte inherente de su propio recuerdo. Cuando Proust nos daba una magdalena, lo que no nos contaba, es que estamos creando una condición de doble relación en la cual tenemos que pautar tanto que esa magdalena nos dará un recuerdo de cierta clase (los desayunos familiares) pero también ese mismo recuerdo cuando nos aborde nos reclamará la misma comida que los proyecta (las magdalenas de la abuela) y, de no poderse cumplir, la comida resultará decepcionante; la comida se proyecta como una imagen que se vive de la memoria misma. La memoria y la comida son hechos indisolubles en la mente por ser condiciones que nos remiten en nexo invisible que se da entre ellas pues, en último término, todas ellas son partes inherentes de nuestra construcción vital, pues tanto la comida como la memoria son parte inherente de nosotros mismos.
Ahora bien, lo que no podríamos hacer en esta circunstancia es entender exclusivamente esta unión memoria-comida como un nexo indisoluble de condiciones pasadas o ajena a una interpretación de memoria que vaya más allá de una condición de recuerdo del pasado. Bajo esta premisa podríamos entender que la memoria es todo aquello que nos remite, casi con necesidad, hacia la memoria de los cuerpos que le son propios al mundo. Cuando el gourmet solitario come en la zona de industria pesada de Kawasaki su comida es indigesta, pesada y caliente, ¿por qué? No remite a ningún hecho de su memoria, pero sin embargo está profundamente imbricado en la historia misma: nuestro hombre sin nombre se convierte en una fábrica de industria pesada a imitación de las de la zona. Sólo recuerda su hambre cuando, precisamente, al ver una de las fábricas alude al respecto de ella que parece un monstruo gigantesco mostrando sus visceras; la memoria aquí remite tanto al recuerdo de un aparato digestivo al hambre que el había olvidado tanto como al hecho de que la comida sea imitación misma de ese amasijo de vísceras gigantesco de humo y acero. La memoria aquí sería una condición del mundo que le rodea, la comida es pesada y de rápido ingerir porque de hecho el leit motiv mismo del lugar en el cual se encuentra es la condición de trabajo pesado sin pausa.
El viaje del gourmet solitario es el viaje de un hombre que descubre tanto las condiciones de su propia vida como las del mundo a través de aquello que más fácilmente puede caracterizarlo, a través de la memoria unida en nexo indisoluble con respecto de la comida. Es por ello que la comida es parte inherente de la vida, pues siempre nos remite a la memoria tanto de nosotros mismos como del mundo, y cualquier desprecio hacia la comida, su exquisitez o su ritualización es pretender eliminar de la vida uno de los más profundos nexos de la memoria con la existencia: el acto de comer como modo de hacerse uno con la vida, de entrar en comunión con uno mismo en la catarsis que sólo puede producir el estar en concordancia con la vida (y la memoria) en sí misma.
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