El conocimiento de lo oculto sólo se conoce a través de la transgresión pura

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Historia del ojo, de Georges Bataille

¿Qué es el ojo? El ojo es un ór­gano com­pues­to por un sis­te­ma sen­si­ble a los cam­bios de luz, ca­paz de trans­for­mar és­tos en im­pul­sos eléc­tri­cos que son trans­mi­ti­dos al ce­re­bro pa­ra que és­te los in­ter­pre­te co­mo imá­ge­nes, co­lo­res o for­mas. Olvidemos la fí­si­ca, ol­vi­de­mos el co­no­ci­mien­to em­pí­ri­co; ¿qué es el ojo? El ojo es un ob­je­to es­fé­ri­co, de co­lor blan­que­cino, con una se­rie ar­ti­cu­la­da de ve­nas y ar­te­rias en su su­per­fi­cie y, que en su ca­ra de­lan­te, tie­ne una pu­pi­la y un iris que pue­de va­riar de co­lor se­gún la per­so­na ‑en el ca­so del que ten­go en la mano, es azul. Esto lo sé por­que es­toy mi­ran­do con mis pro­pios ojos, otros ob­je­tos es­fé­ri­cos de co­lor blan­que­cino, en és­te ca­so con un iris de un co­lor que no vie­ne al ca­so. Sin em­bar­go si­go sin sa­ber qué es el ojo, pues to­do lo que sé ape­nas sí son apre­cia­cio­nes de su fun­cio­na­mien­to o de que as­pec­to tie­ne, pe­ro en nin­gún ca­so es plan­tea­do cual es la reali­dad pro­fun­da que hay de­trás de él. ¿Qué es el ojo? El ojo es lo que se ha­ce con el ojo, es la his­to­ria del ojo; no exis­te ojo sino se pien­sa el ojo más allá de aque­llo que sabemos.

Historia del ojo de Georges Bataille es un nou­ve­lle eró­ti­ca don­de asis­ti­mos al des­per­tar se­xual de dos jó­ve­nes ve­ci­nos que van ex­plo­ran­do las di­fe­ren­tes for­mas de se­xua­li­dad len­ta­men­te, ate­rro­ri­za­dos de su pro­pia se­xua­li­dad pri­me­ro ‑lo cual su­ce­de, apro­xi­ma­da­men­te, du­ran­te la pri­me­ra me­dia página- y des­ata­dos en un tur­bu­len­to tour de for­ce ha­cia el más di­fi­cil to­da­vía de la im­pu­di­cia ex­tre­ma en to­das sus for­mas des­pués. Ahora bien, aun cuan­do lo de­no­mi­ne­mos li­te­ra­tu­ra eró­ti­ca se­ría in­ge­nuo pen­sar que es­to se de­fi­ne a tra­vés de lo que hoy se lla­ma por tal nom­bre, ape­nas sí una ma­la con­ca­te­na­ción de es­te­reo­ti­pos que lle­van a mu­je­res tur­gen­tes so­bre los for­ni­dos bra­zos de hom­bres inade­cua­dos pe­ro sen­sua­les; el ero­tis­mo pa­ra Bataille es la trans­gre­sión en­car­na­da en los ti­bios flu­jos irre­gu­la­res y prohi­bi­dos de los hom­bres: los anos, los ori­nes, la mier­da, la vio­la­ción, el se­xo pú­bli­co y la vio­len­cia son los lí­mi­tes a trans­gre­dir cons­tan­te­men­te por él. Esta es la his­to­ria de una trans­gre­sión con­ti­nua de lo que se con­si­de­ra una se­xua­li­dad sa­lu­da­ble, de lo que cual­quier per­so­na con­si­de­ra­da en sus ca­ba­les se­gún los cá­no­nes so­cia­les se po­dría plan­tear po­ner en dis­cre­ción en su vi­da intima. 

Pero si hay una trans­gre­sión bru­tal en to­do ello, qui­zás la más du­ra por sus pro­pias pro­po­si­cio­nes, es la ne­ga­ción de to­da for­ma de se­xo con­ven­cio­nal pa­ra el sen­ti­do más ge­ne­ral del tér­mino. El se­xo va­gi­nal, con la pre­ten­sión de la pro­crea­ción o no, que­da asu­mi­do co­mo una ra­ra avis des­com­pues­ta por el mis­mo te­dio que es­ta pro­du­ce en sus pro­ta­go­nis­tas ‑lo cual, a su vez, no es tan­to un des­pre­cio del se­xo por par­te de Bataille co­mo una bur­la al pen­sa­mien­to de que só­lo es se­xo la pe­ne­tra­ción va­gi­nal. El anó­ni­mo mu­cha­cho (¿Bataille?) y la siem­pre ex­tre­ma Simona van des­cu­brien­do un mun­do de dis­pla­ce­res, la trans­gre­sión cons­tan­te que pro­du­ce la ca­tar­sis, que pro­du­ce que es­tén siem­pre mas allá de to­do lo que la so­cie­dad pue­de to­le­rar; ¿es el se­xo por el se­xo, el se­xo co­mo trans­gre­sión, el prin­ci­pio de es­tos dos com­pa­ñe­ros de jue­go? No, lo es el fe­ti­che que se ca­rac­te­ri­za a tra­vés del jue­go: el ojo. 

Aun cuan­do el se­xo es trans­gre­sión en sí mis­mo, es­ta no val­dría de na­da sino hu­bie­ra un mo­ti­vo sí mis­ma más allá de in­co­mo­dar a las per­so­nas; trans­gre­dir por el me­ro he­cho de alar­mar a las an­cia­nas es al­go tan re­pug­nan­te co­mo lla­na­men­te im­bé­cil. La trans­gre­sión nos lle­va ha­cia el éx­ta­sis, ha­cia la ex­pe­rien­cia mís­ti­ca que nos lle­va más allá de no­so­tros mis­mos per­mi­tién­do­nos co­no­cer de for­ma más pro­fun­da la vi­da a tra­vés del co­no­ci­mien­to que le es ve­ta­do al mer­co co­no­cer de la ra­zón. En el se­xo, en su prác­ti­ca y ex­plo­ra­ción, se des­cu­bren co­sas que la ra­zón no pue­de teo­ri­zar ni en­ten­der pe­ro que sin em­bar­go son par­te inhe­ren­te de la vi­da, de nues­tra vi­da, y no po­de­mos ne­gar­las en tan­to es­tán ahí in­con­di­cio­nal­men­te. El ca­so pa­ra­dig­má­ti­co al res­pec­to que en­con­tra­mos en Historia del ojo es la ob­se­sión de Simona por los hue­vos, los tes­tícu­los y los ojos ‑la re­la­ción en­tre es­tos se ha­ce más evi­den­te en fran­cés (ojo/œil;huevo/œuf;testículo/couille) don­de la re­la­ción de con­cep­tos se de­mues­tra co­mo cul­tu­ral, co­mo que su si­mi­li­tud es asu­mi­da de for­ma na­tu­ral en el idio­ma mismo- y, lo que es más im­por­tan­te, su in­tro­duc­ción vía anal o va­gi­nal den­tro de sí. El ojo es vin­di­ca­do aquí pre­ci­sa­men­te co­mo aque­llo que Simona de­sea te­ner den­tro de sí, aque­llo que es par­te inhe­ren­te de sí mis­ma; la trans­gre­sión se­xual le en­se­ña y en­ca­mi­na ha­cia des­cu­brir el pla­cer que sien­te ha­cia la in­tro­duc­ción del ojo y sus com­pa­ñe­ros semánticos. 

Sin em­bar­go si ca­yé­ra­mos en la con­si­de­ra­ción de que el ojo no es más que un ob­je­to sin va­lor ba­jo la pro­pia con­si­de­ra­ción de Bataille, en­ton­ces es­ta­ría­mos anu­lan­do el po­der mis­té­ri­co pro­pio que és­te tie­ne. El ojo es pro­fun­da­men­te se­xual, es lo que es­tá im­bri­ca­do de for­ma ne­ce­sa­ria den­tro de lo se­xual: nos ex­ci­ta­mos a tra­vés de la vis­ta, su au­sen­cia pro­du­ce que el se­xo sea di­fe­ren­te y el ojo en sí mis­mo es el ob­je­to in­to­ca­ble, es aque­llo que de­sea­mos que no nos to­quen por­que pre­ci­sa­men­te con­si­de­ra­mos co­mo nues­tra par­te más dé­bil e ín­ti­ma… co­mo nues­tros ge­ni­ta­les. Por eso nos ate­rra­mos del mis­mo mo­do si ve­mos una cas­tra­ción que si ve­mos arran­car un ojo, lo gro­tes­co del tes­tícu­lo es­tá siem­pre en la po­si­ción de lo abo­mi­na­ble en el ojo por­que no so­mos ca­pa­ces de se­pa­rar am­bos ám­bi­tos que es­tán ín­ti­ma­men­te li­ga­dos; el hue­vo, por su par­te, es la mis­ma con­di­ción de vi­da: es frá­gil y te­me­mos por su vi­da, pe­ro sin em­bar­go lo rom­pe­mos y de­vo­ra­mos aun cuan­do es fru­to de crea­ción: el ojo crea imá­ge­nes, el tes­tícu­lo y el hue­vo in­di­vi­duos; el tes­tícu­lo y el hue­vo son de­vo­ra­dos ‑no lle­gan a en­gen­drar individuos‑, el ojo es ce­ga­do ‑no lle­ga a en­gen­drar imá­ge­nes. La co­ne­xión es ín­ti­ma, ne­ce­sa­ria­men­te mis­té­ri­ca, pues no po­de­mos en­ten­der la ra­zón del ojo por el co­no­ci­mien­to em­pí­ri­co en tan­to tal.

El ero­tis­mo no es só­lo la trans­gre­sión co­mo ac­ción que pro­du­ce un pla­cer so­bre los cuer­pos que la prac­ti­can, sino que es la ac­ción que pro­du­ce un co­no­ci­mien­to de la ver­dad más pro­fun­do en el mun­do del que ya te­ne­mos con an­te­rio­ri­dad. Es por ello que el co­no­ci­mien­to del ojo/huevo/testículo no es al­go que sea ex­clu­si­vo de Simone, es un co­no­ci­mien­to que es así en sí mis­mo; to­do ser hu­mano tie­ne es­ta re­la­ción de­li­ca­da con res­pec­to de es­tos, la di­fe­ren­cia es cuan cons­cien­te se es de es­ta re­la­ción. Los lí­mi­tes de la trans­gre­sión no son más que los pro­pios lí­mi­tes de has­ta don­de es­ta­mos dis­pues­tos a lle­gar pa­ra te­ner un co­no­ci­mien­to más pro­fun­do so­bre la vi­da en sí y pa­ra sí. 

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