Cabeza de pescado, de Henrique Lage
Comencemos por el principio, ¿qué caracteriza la infancia? Depende del punto de vista que asumamos con respecto de la infancia, de que supone ser niño, variará de forma determinante no sólo como asumimos su propia existencialidad sino su trato en sí mismo; el niño, en tanto potencia en devenir de lo que será ‑adulto (según los adultos); cualquier condición inimaginable por inverosímil que esta sea (según los propios niños)- es un reflejo tanto de lo que somos como de lo que pudimos haber sido. Es por ello que la interpretación de los efectos que hagamos al respecto de la infancia, según lo que entendamos por esta, constituirá necesariamente como hemos de abordar el trato con la infancia en tanto devenir de aquello que pudiera ser. El como tratamos a la infancia en tanto reflejo de aquello que podrá ser como nosotros es el espejo de como tratamos a toda la sociedad en su conjunto.
Bajo esta perspectiva deberíamos empezar asumiendo una problemática primera, por ejemplo, la que nos suscita Henrique Lage en Cabeza de pescado: un niño se ve ante la imposición materna de tener que comer un pescado entero sin posibilidad de replica. El pescado, enemigo natural de muchos niños, es la batalla campal donde se establece la realidad cotidiana de la familiaridad: la madre impone al hijo el comer el pescado porque de hecho es bueno para él mientras, a su vez, él sólo ve un sufrimiento innecesario en comer algo que le resulta repugnante; las posturas son opuestas y encontradas, condenadas a no entenderse, porque siguen dos lógicas diferentes: la madre piensa de forma impositiva (el pescado es lo más beneficioso para ti, cómete el pescado) mientras que el hijo piensa de forma deseante (el pescado no me gusta, dame algo que sí me guste). Estas fuerzas en oposición se establecen en una lucha silenciosa, in absentia, donde ambos desarrollan la misma estrategia de ignorar al otro hasta que se cumpla aquello que han definido como sus displicencias al respecto del acuerdo de comer pescado. O así sería si los niños no fueran niños y Lage quisiera ser el director más aburrido del mundo.
El niño es, siguiendo a Nietzsche, una potencia de inocencia donde todo mal se hace sin pretensión de mal: el niño sólo desea de forma constante sin conocer los límites o lo pernicioso de su acción. Pero esta inocencia no implica en ningún caso estupidez, como sin embargo interpretan la mayoría de adultos hipotéticamente sanos, sino que es la inocencia de aquel que aun no hace distinciones morales de ninguna clase en sus ímpetus; el niño es todo devenir en la posibilidad de ser algo. Es por ello que cuando el niño se queda sólo ante el pescado inicia una resistencia pasiva, tranquila y poco azorada, donde sólo se dedicaría a asistir a las sombras chinas donde su madre parece estar en una actitud melosa con un hombre (desconocido, al menos, para nosotros) mientras él se muestra sufriente ante el plato. Aquí la condición de la batalla se invierte: el niño ve como sus deseos (no comer pescado) se ven aplacados mientras los deseos de su madre (ser objeto amoroso) se cumplen de un modo tan inmediato como se presentan; el niño se frustra al comprobar como el otro, sin razón aparente, puede cumplir su deseo sin que él no. El niño no entiende la imposición, no entiende que eso sea lo mejor para él, en tanto sólo desea sin mal y no ve en el deseo algo que pueda ser bueno o malo ‑al contrario que el espectador juzga la actitud de la madre, que puede verla como legítima o ilegítima según haga sus propias cábalas al respecto de la identidad del sujeto y la relación que tenga con respecto de ella y el niño. El deseo de no comer pescado simplemente es no querer comer pescado.
Ahora bien, si el adulto tiene el arma de la autoridad ‑un arma insoslayable y terrible que le permite, en tanto valedor de él, decidir por encima de los deseos de los demás‑, a su vez el niño posee el arma de su propia imaginación. Él solo ante el plato no le resulta dificil en ningún sentido imaginar una entidad adulta, marciana, totalmente desconocida y apenas sí comunicativa a través de la cual evadir aquella necesidad que se impone ante él. Ahora bien, cuando incluso esta fuerza le reclame que se coma todo el pescado todo se tornará en su contra, incluso su imaginación se impondrá ante la autoridad materna; aquí el hombre de cabeza imposible es una representación del super yo, de la conciencia del propio niño, que le impone seguir aquellas reglas que ha establecido un poder social superior a él mismo independientemente de su deseo. Lo que hay de adulto en el niño, lo que hay de aprendizaje de la necesidad de seguir las reglas establecidas por quien posee más poder que uno mismo, le obliga a acatar aquello que sabe que tiene que ser obedecido.
Cuando vuelve la madre el niño ha cambiado, pues ahora tiene cabeza de pescado. ¿Por qué? Ante la actividad impositiva que se le supuso, que no quede pescado alguno en el plato, él obedece disruptiendo cualquier noción última del significado que se la dado; obedece, pero a su manera ‑condicionado por el hecho de ser un discurso normativo deliberadamente ambiguo, no afirma come el pescado sino no dejes nada en el plato; no explicita que deba comérselo, sólo que el pescado no debe estar en el plato después. El niño, en tanto entidad acéfala, no es un ser devenido estanco que ya esté definido y sea inamovible dentro de su propia condición de madurez, no está tan plagado de deberes que no quede sitio para ser como él desea ser a través de su imaginación. ¿Qué es entonces el niño? El niño es la potencialidad en devenir de ser lo que desee ser a través de sus acciones o de su propia imaginación, de ser tanto en su deseo de no comer pescado como en el de que su cabeza sea un pescado para así tampoco incumplir las órdenes de su madre; el niño es la imaginación y la inocencia pura desatada, es el que elige el camino del medio que no existe pero lo dibuja para poder transitar por él. He ahí que aunque la madre sufra, aunque le duela ver que su hijo sea convertido en un mutante acuático, no era esa la intención del niño en tanto pura inocencia, en tanto todo su deseo era, precisamente, hacerla feliz en el cumplimiento de sus órdenes sin traicionar sus deseos propios.