Fallen, de Burzum
Es común que con el paso del tiempo las personas acaben por sufrir un punto de inflexión ante el cual, lejos de superarse con nuevas y mejores ideas, decaen en una extenuante repetición de los mismos valores. Esto es especialmente acuciante en el mundo de la música en el cual géneros enteros se estancan hasta morir lánguidamente a causa de la muerte de la creatividad de sus interpretes. Por fortuna el black metal sobrevive cada uno de estos embates y, en esta ocasión, de su seno surge el nuevo trabajo de Burzum: Fallen.
El característico sonido de Burzum se asoma con cierta timidez haciendo más hincapié en la contundencia propia del norwegian black metal; por vez primera se acerca, incluso demasiado, a los campos de Taake. Las guitarras gélidas sólo se ven refrenadas ante los marasmos ejecutados por los bajos y algunos cantos susurrados, de espíritu litúrgico, que empastan el conjunto en un todo denso y profundo. Así nos encontramos un vacío desolado, una caída fulgurante entre las guitarras, afiladas como cuchillos, y la batería, los infinitos golpes que sufre en este trayecto descendiente. La virulencia que se desata en Fallen era aun prácticamente desconocida en una obra de Burzum —aunque no absolutamente, ya que en Philosophem sería posible rastrear ya algunos de éstos principios. Este sonido crudo, encarnado y herido, sabe coger lo mejor del norwegian black metal y le impone su impronta personal para hacer uno de los discos clásicos —y clásico porque se construye como tal, incluso cuando su tiempo no se defina en el proceso de «ser clásico»— más cotundentemente bellos que haya conocido el género. Pero no sólo es un certero rescate de la impronta propia del género, su núcleo duro invariable, también es una vuelta hacia las nociones de base del género: la actitud ritualista de la música.
Esa vuelta al pasado, a lo que fue y no necesariamente a lo que es, se hace evidente incluso en los más nimios detalles del disco. El cambio del logo hacia un estilo más romántico encaja perfectamente con la elección de la portada, Elégie de William Adolphe Bouguereau, y el estilo de producción cercano a un marcado tono neo-clásico; todo nos arroja hacia una fantasía francesa, hacia un romanticismo cuya oscuridad queda velada. Todo es una vuelta de mirada hacia el pasado, tanto hacia el black metal primigenio como hacia una mirada al siglo XIX, un intento de ordenar antiguas ideas en la contemporaneidad. Alejado del satanismo y muy centrado en los aspectos mitológicos, místicos incluso, vemos como recrea una imaginería elegíaca a través de la cual rinde tributo a la muerte del yo. Nos plantea un retorno a lo que tienen en común tanto el romanticismo como el black metal: la lucha del yo como ente único y divergente contra los cánones de una sociedad enferma. Así nos encontramos ante una resurrección de la subversión, la vuelta a la lucha contra un sistema uniformador que arrasa todo cuanto está ante él haciendo de esa divergencia un hecho patológico. De este modo el cristianismo en tanto doctrina oficial se basa en la destrucción de lo diferente y, ante ella, su derrota, sólo se puede dar desde el absoluta afuera de sí. Ya sea el ateísmo, la mitología o el satanismo todo son formas de luchar contra el poder establecido.
Nunca debemos olvidar que Burzum es, en último término, una lucha soterrada a través de una estética extrema contra el discurso oficial imperante. Y por ello, después de todo, no debería extrañarnos que Varg Vikernes abomine el libro Lords of Chaos, al no ser más que otro ejemplo más del intento de neutralización del discurso divergente por parte de los canales oficiales. El escepticismo tiene mil máscaras, pero siempre lucha desde los márgenes de la historia.
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