Artículo aparecido originalmente en el nº1 de la hoy extinta revista digital Cultvana corregido para la ocasión.
Una vez acabada la Segunda Guerra Mundial, por vez primera en su historia, Japón se veía en la humillante necesidad de abdicar de forma inmediata, a través de la figura de su emperador, no ante la fuerza de algún shogun borracho de poder, si no ante la fuerza inconmensurable de unos engreídos gaijin y sus abusivas condiciones de redención. Cualquier otra decisión hubiera resultado en la conversión del país en un cráter humeante en mitad del Pacífico. Aunque Japón seguiría siendo esencialmente independiente —lo cual se trasluciría constantemente en su fuerte política nacionalista, aun a pesar de haber perdido su estatus ante los dioses— el hecho de tener espacios militares de ocupación por parte de los americanos cambió radicalmente el país; la introducción de la cultura occidental no se hizo esperar. Será precisamente de ahí, del choque de dos mundos a partir de los 50’s, de donde surgirá toda la cultura contemporánea que asociamos con la japoneidad misma, con la identidad en tanto tal de Japón, en nuestros días: el anime, la música, la moda y, por supuesto, la literatura no serían más que la fusión lógica que se da entre el choque innovador de Occidente y la férrea tradición japonesa, por primera vez aperturista, de donde surgiría todo éste paradigma cultural.
De este choque múltiple surgirían dos puntos nos interesan de forma particular —y que además cristalizarían de forma especial en el ámbito literario, nuestro punto radical de interés en éste artículo — , remitiéndonos de nuevo al avance de lo occidental en el seno del país del sol naciente: la introducción de las vanguardias occidentales y la rápida proliferación de la ciencia ficción americana. Del primero encontraríamos sobre todo una influencia notable del surrealismo ‑lo cual se notaría en uno de los artistas avant-garde más influyentes de la historia del país, Tarō Okamoto- y, particularmente, un fuerte interés por la literatura experimental que se cultivó durante toda la primera mitad del siglo XX. Por otra parte, a través del segundo de estos choques, caló especialmente la ciencia ficción de corte más popular que, previa adaptación a los códigos particulares de su nueva sociedad, no tardarían en aflorar por todo el país como el árbol de sakura en primavera. Aunque la ciencia ficción tuvo un mayor recorrido y con mucha más fuerza ‑hasta el punto de que incluso aquellos artistas que radicaban más en la vanguardia miraban de reojo lo que hacían los que se cimentaron bajo los prefectos de la ciencia ficción- los artistas influenciados por las vanguardias tuvieron un peso notorio, aunque menos popular, en la época. Salvo el caso que aunó ambas tradiciones: Kōbō Abe.
La biografía de Kōbō Abe no es particularmente sugestiva, o no lo sería al menos en comparación con respecto de su obra, pero sí ayuda a clarificar gran parte de su trabajo. Aun cuando cursó estudios de medicina en la universidad nunca llegó a ejercer ya que hubo dos grandes piedras que se interpusieron en su carrera: la gran guerra y su pasión por la escritura; solo esta segunda sería auténticamente determinante en su vida: después de unos comienzos interesantes en la poesía no tardaría en dar el salto hacia la novela, lugar donde reside su auténtico talento oculto, lugar donde consiguió apoderarse de todos los grandes premios del país. Ahora bien, si hubo algún evento que cimentaría su vida de una forma radical éste sería, en realidad, dos: su expulsión del Partido Comunista Japonés y su circunscripción dentro del grupo de vanguardia La sociedad de la noche (よるのかい Yoru no Kai). La importancia radical de ambos hechos se determinaría para entender el desencanto de Abe con las teorías socialistas que, hasta entonces, se habían desarrollado en Japón —las simpatías que sentía hacia el marxismo, aunque no hacia el partido, se pueden comprobar en el trasfondo ulterior de uno de sus más brillantes relatos: El Grupo de Petición Anticanibalista y los tres caballeros— y sólo se verían satisfechas cuando, al introducirse como miembro en La sociedad de la noche, entrara en contacto con su fundador, el crítico literario y filósofo Kiyoteru Hanada —el cual, además de ser editor de su primera novela, sería una influencia teórica determinante en Kōbō Abe y los escritores posteriores que siguieran su estela de pensamiento.
El interés que radica en la figura de Hanada para nosotros —y, muy probablemente, también para cualquier estudioso de la obra de Hanada o Abe— es su teoría del mineralismo (こぶつしゅぎ Kobutushugi), que podríamos describir, muy a grandes rasgos, como un materialismo marxista al cual se han aplicado una serie de valores de responsabilidad social típicos de la sociedad japonesa. La influencia de esta teoría en Kōbō Abe —y, por extensión, para cualquier autor influenciado a posteriori por él— será tan radical que, en último término, podríamos reconstruir la teoría de Hanada a través de algunos de los textos de Abe y de sus sucesores. Precisamente esto es lo que haremos a partir de este punto.
El caso paradigmático del mineralismo en la obra de Abe, aunque no el primero, sería su novela La mujer de la arena. En él nos cuenta la historia de un entomólogo que acaba en un pueblo donde las casas están edificadas dentro de grandes fosos de arena que es necesario estar cavando día y noche para que estas mismas no acaben sepultadas de forma irremediable, siendo encerrado en una de estas casas para que ayude a una mujer viuda a mantenerla en pie. De esta peculiar premisa surgirá una enfermiza historia de posesión y destrucción donde el hombre, que se declamara como hombre libre, violentará tanto a la mujer con la que está obligado a convivir como a los vecinos del pueblo para intentar salir de ese infierno de arena de un modo completamente improductivo; como en las mejores historias de Franz Kafka, nos sitúa en un sin sentido que no alcanzamos a comprender, porque quizás ni siquiera tenga sentido. Ahora bien, donde Kafka veía un sin sentido cósmico heredado del castigo de Dios al hombre —sin duda herencia de su padre pastor— Abe ve algo radicalmente distinto: el pueblo de arena en general y la mujer de arena en particular es el paradigma último de toda forma de organización socialista.
Cuando Jumpei, hipotético protagonista de la novela, se ve encerrado en el pueblo por los engaños de los pueblerinos, intenta huir sistemáticamente de la trampa mortal de arena que supone el lugar, pero sus intentos lo único que hacen es dinamitar su propia posibilidad de sobrevivir en la trampa que ahora habita por necesidad —no puede escapar de la casa y, en tanto más reniega de mantenerla intacta, más cerca está de la muerte misma — . Tanto es así que el maltrato físico y psicológico a la mujer con la que se ve obligado a convivir no nos dice nada de un hombre intentando huir, sino que nos habla de una mujer que aguanta estoicamente el dolor personal en favor de un bien para toda la comunidad; si la mujer de arena soporta las vejaciones de Jumpei, éste, tarde o temprano, cederá admitiendo que es necesario achicar la arena de diario para así poder mantener el pueblo con vida, admitirá que es más importante el deseo de la comunidad (el mantener vivo el pueblo de la arena) que el suyo propio (vivir una vida de libertad ajeno a estos). He ahí la sutil paradoja que nos propone Abe de un modo tan certero como, seguramente, casi imposible de comprender para el lector occidental y capitalista medio: la protagonista de la novela no es el absurdo del mundo ni el sufriente Jumpei, sino la mujer de arena que da título al libro y soporta los males del disidente que pretende no poner su fuerza activa de trabajo en favor de la comunidad. La mujer de la arena es la historia sobre una heroína del mineralismo.
El mineralismo es precisamente eso, la convivencia de los hombres en un sentido más que materialista ya material, cristalizándose entre sí como una fuerza única indistinguible una de otra, donde se elimina cualquier noción de posible egoísmo que nos lleve hacia un colapso total del todo —si en la tierra hay una falla, entonces se producen terremotos que hieren gravemente el conjunto de la misma — . Por éste motivo el mineralismo debería ser entendido a través de esa mujer de arena, no a través de la arena misma —a pesar de que Abe desarrolla largos pasajes sobre el movimiento y estructura física concomitante a ésta — , ya que es ella la que representa ese devenir mineral que hace que abandone cualquier interés por su propia integridad en favor del bien común, en favor de la utopía comunista, donde viven de un modo que se opone de forma taxativa a la eliminación de la comunidad en sí en favor de su comodidad o la libertad. Por ello, donde el materialismo dialéctico nos habla de una revolución socialista basada en la eliminación de toda normatividad social, sustentándose en el compañerismo obrero, en el mineralismo se da una comunidad que se sustenta bajo los valores tradicionales de comunidad del Japón clásico: el clavo que sobresale pronto es martillado —lo cual para nuestro pensamiento capitalista y occidental podría ser, seguramente, tanto o más horrible que el absurdo existencial kafkiano.
Ahora bien, he afirmado antes que La mujer de arena no podría considerarse la primera incursión de Kōbō Abe en la delicada cuestión del mineralismo, y es que, la primera aparición en su sentido más literal, la encontraríamos en El huevo de plomo, un relato de 1957. En éste nos narraría Abe la historia de un hombre criogenizado a mediados del siglo XX que despierta cinco millones de años después para descubrir que ahora todos los hombres están alienados entre hombres libres (una mezcla entre cactus y hombres) y esclavos (una raza que se nos muestra indeterminada en sus caracteres, repugnantes a los ojos de los hombres-cactus, hasta el final mismo del relato) con todos los conflictos que ello conlleva. Aquí el mineralismo se adopta como un sentido eminentemente literal a través de los hombres-cáctus y sus extrañas costumbres. Ellos jamás trabajan, cosa que sólo se permite a los esclavos, toda su vida se basa en apostar de forma inane un dinero que se les suministra de forma libre cada vez que de él requieren, y su alimentación se basará en la extracción de los nutrientes minerales que consiguen de unas piscinas creadas para tal uso; el hombre prehistórico será expulsado de su comunidad hacia la de los esclavos por un único motivo: está prohibido alimentarse, y él se pone a comer en público. He ahí la lógica aplicada de las tradiciones en el mineralismo —lo cual quizás sea una crítica hacia el sistema por parte del propio Abe, el cual siempre pivotaba de forma constante entre la representación de la glorificación y del horror del propio sistema; más aún si tenemos en cuenta su desconcertante final — , pues sólo en el cumplimiento férreo de los dictámenes de la comunidad, por arbitrarios que estos resulten, se es permitido su habitar en comunidad. Si la comunidad decide que comer o no apostar son hechos que dinamitan a la comunidad misma, estos serán aceptados como realidades necesarias a cumplir a cualquier precio por el bien común. Por absurdas que estas resulten.
¿Y qué hay de sus herederos? Siendo Kōbō Abe uno de los literatos más sui generis del país —y, si me apuran, del mundo — , además de uno de los más respetados, su influencia sobre la literatura posterior sería notoria, especialmente en ese fino marco constituido por él mismo entre la ciencia, más o menos ficción, y la literatura de vanguardia. Así, un ejemplo del materialismo —en éste caso subrayando lo negativo también— lo encontraríamos en el ínclito Yasutaka Tsutsui a través de su relato Mujer de pie. En éste nos encontramos en un futuro distópico en el cual un gobierno totalitario convierte en hombres-gajo, hombres-planta, a todos aquellos disidentes del gobierno que hagan algo que a éste pueda resultarle como un hecho peligroso para su propio sistema. De éste modo aquí la mineralización es interpretada directamente como la eliminación de todo aquel que disienta con el orden establecido, con aquello que desestabilice la comunión perfecta de la comunidad, aun cuando esta se ejercite a través del terror; el terror aquí no es estar mineralizado metafóricamente sino el llegar a ser mineralizado literalmente. Lo más interesante del relato de Tsutsui, además de situar de una forma evidente el más que probable terror de éste sistema comunista, es el trato que da en él a los escritores. En el relato uno de los crímenes mayores es no tanto ser escritor, lo cual es permitido bajo una estrecha vigilancia del individuo que se le ocurre semejante acto de valentía, sino escribir algo que resulte incómodo para el sistema —lo cual en España, con el tema de la cultura de la transición tan presente, conocemos como una realidad a la cual somos sensibles — . Esto acercará sensiblemente la teoría hacia una postura de la teoría de Hanada que he ignorado hasta el momento no sin cierta intención: la importancia radical que tiene en el mineralismo la representación artística. Bajo esta consideración deberíamos entender el uso que el propio Marx entendía del arte, no como una actividad catártica o de evasión, sino como una construcción a través de la cual se podrían expandir las teorías marxistas por todo el mundo a través del lenguaje. Esta sería precisamente la función, aunque en Tsutsui la encontraríamos en su inversión perfecta, a la cual se vería sometido todo arte en el mineralismo: la representación constante de las bondades para la comunidad y el ser humano de los ideales perpetrados por el comunismo mineralista.
Ahora bien, si seguimos las ideas de Donna Haraway, creadora del manifiesto cyborg, podríamos encontrar una última y más inquietante conexión con el mineralismo en la ciencia ficción posterior en tanto, según ella, la escritura es el paso tecnológico inmediatamente anterior a la ontogénesis del robot como nueva evolución tecnológica conformante del hombre como tal. En El crepúsculo, 2117AD de Ryu Mitsuse se nos narra una revolución de un grupo de robots que acabarían tomando la decisión de colonizar un antiguo sistema más allá de la influencia humana, donde podrán prosperar sin necesidad de interactuar más que con lo único que puede existir más allá de las condiciones de habitabilidad atmosférica: lo mineral. De este modo la revolución comienza intentando robar una nave del aeropuerto espacial pero, hasta que no se une el último de los robots de cuantos existen en Marte, no escapan en un viaje hacia el infinito donde instaurar una comunidad de la piedra, el metal y el silicio; una comunidad del mineral: el mineralismo ilustrado que se da en la relación exclusiva y literal entre lo mineral que ha adquirido vida.
El viaje del mineralismo es arduo, oscuro y profundamente japonés; el socialismo conservador que nos propone Hanada y desarrolla de forma particular Abe, tanto en su propia obra como en la de sus sucesores, se ve problematizada ya no por la distancia cultural, salvable en último término, sino por su condición misma de sistema opresivo. En el mineralismo no cabe nada más allá de la perfecta comunión con el otro, con la subordinación total del deseo con la comunidad, lo cual resultaría perturbador incluso para aquellos que se supone que defienden el sistema. ¿Era acaso Kōbō Abe un seguidor del mineralismo? Seguramente lo era en el sentido de la propia irregularidad del pensamiento que plasmó en su obra. Si le preguntáramos a Tsutsui nos diría que no, que él veía una profunda crítica de éste, del mismo modo que si preguntáramos a Mitsuse nos diría que sí, que él sostenía una obvia defensa desaforada del mismo pero, ¿hasta qué punto esto no son proyecciones de los autores sobre la propia teoría? La realidad es que no podemos conocer nada del pensamiento de Kōbō Abe más allá de como se nos muestra su propia obra, como la de todo gran escritor, abierta de forma ambigua a toda clase de interpretaciones discordantes entre sí.