Doomsday, de Neil Marshall
El problema de la traducción no es sólo que sea siempre un acontecimiento contextual que varía en sí mismo por la infinidad de microacontecimientos que se depositan como parte constituyente de este, sino que además depende de tener un sentido propio en su traducción. Quizás el ejemplo práctico más absurdo pero fascinante lo encontraríamos en Marvel cuando se traduce el nombre de Viktor von Doom por Dr. Muerte, ¿es acaso admisible esta traducción? No, pero el problema es que, aun cuando se pierden una cantidad abominable de matices de la personalidad del personaje, las otras alternativas tienen una sonoridad completamente ajena al castellano; Dr. Condena, Dr. Perdición o Dr. Fatalidad, aun cuando mucho más pulp y contextualmente correctos por ello, se sitúan dentro de una teatralidad que a un traductor más obcecado en una sonoridad adecuada que en la perfecta conjunción con la forma original resulta completamente inapropiada: Dr. Muerte suena bien y suena pulp, a pesar de que pierde casi toda la significación que contenía el nombre original dentro de sí. Toda traducción es siempre una traición, pero incluso en la traición se puede molestarse en procurar no mutilar la significación última de aquello que se pretende caracterizar.
En el caso de Doomsday no tenemos problemas de traducción porque, precisamente, es la antítesis de la traducción literal: la labor de Neil Marshall es ir una docena de pasos más allá del sentido, de la literalidad y lo apropiado para conferir una traducción apropiada de sus obsesiones. Es por ello que al abordar una película como esta ‑y no sólo su crítica, pues toda su interpretación está necesariamente atravesada por la demencial perspectiva de la aventura (y entendiendo aventura en un sentido fuerte, aventura como evento mítico conciliador de una realidad en sí)- se hace necesario no disociar el estilo de la sustancia porque, de hecho, el estilo acontece en su sustancia en la misma medida en que acontece en el reverso de su relación; aun cuando es un compendio de obsesiones y pulsiones del director tan pormenorizado que puede llegar a estar demasiado cerca de la masturbación, nunca deja de lado la perspectiva de que es una aventura donde se proyectan unas formas de lo real que deben conjugar en su canon de lo real en sí mismas. O lo que es lo mismo, independientemente de que Neil Marshall conuduzca de forma constante en la proyección de Todo Lo Que Mola (punkies post-apocalípticos, caballeros feudales, coches potentes y alta tecnología) siempre se nos sitúa como una proyección situada, es un acontecimiento con un sentido para sí mismo.
La película es como si Neil Marshall, teniendo que encargarse de la traducción del nombre del Dr. Doom al español, eligiera Dr. Jodídamente Infiernal como una perfecta traslación de la idea esencial que transcurre detrás de su nombre. No hay ninguna presunción de seguir un canon, de llevar una lógica plausible o decente en ningún sentido o ámbito, sino que para caracterizar la sustancia de una forma particularmente debe hacer que la forma acabe proyectándose en una catapulta de vísceras y heces tan salvaje que le dote de un sentido espectacular; ante la imposibilidad de la traducción ‑de un término o de una idea particular, pues ambos casos son paralelos‑, la única posibilidad de la construcción del sentido pasa por violar el sentido de la forma para ponerlo en relación profunda con su sustancia. Para llegar hasta el sentido profundo de ciertas ideas es necesario hacer que la forma mute hasta su propia esquizocomposición del sentido formal.
En éste sentido podríamos traducir Doomsday como Día jodidamente infernal sin temer equivocarnos en la significación profunda de lo que pretende transmitirnos Marshall: todo cuanto acontece en la película es como el día está jodido en sí mismo (pues parece que en todo afuera de uno mismo todo el mundo se ha quebrado precipitándose hacia la nada) en un recorrido infernal hacia el abismo. La diferencia es que donde todo el mundo sólo vería desesperación o condena, lo que ve Marshall en esto es la forma de liberación más pura a la que un hombre puede someterse, precisamente, por la liberación de todo potencial existente. Desde el momento que al colapsar la sociedad se puede crear cualquier otra clase de sociedad imponiéndose sólo bajo el propio poder personal de cada uno, bajo cada instante que se constituyen como soberanos y mientras así sea ‑porque he ahí la problemática esencial de la situación, que todo acontecimiento es ya sólo transitorio y es imposible una soberanía absoluta que no esté supeditada a la contingencia última de cada instante‑, los hombres edifican su propio acto existencial y política por motu propio. Mientras la gente de la ciudad de Londres están hacinados recibiendo órdenes y muriendo por nada, las dos diferentes tribus de las antiguas tierras de Escocia han creado su propia soberanía particular, haciendo de su soberanía tanto la catarsis violenta sacrificial (los punks posapocalípticos) como la esclavitud impositiva de la regulación social (la distopía post-medieval de aires cirquenses).
Bajo esta perspectiva lo que representa la protagonista, la post-nietzschiana Eden Sinclair, es precisamente el über-mensch que se sitúa en oposición hacia toda forma de sociedad que le imponga alguna forma caduca de moral o construcción social, haciéndole sólo posible vivir bajo el canon de su propia soberanía. Es por ello que al final de la película y después de haber derrotado de forma más o menos flagrante, en todos casos metódica y perfectamente alucinada, a sus enemigos lo único que le queda es volver con sus primeros rivales, los tribales punkies, para entrar en una comunión catártica con ella al entregarles la cabeza de su antiguo jefe; al imponerse ella como la nueva ostentadora de la soberanía, como la única capaz de unir todos sobre un mismo puño, es aclamada como la nueva guía del pueblo. Pero esto no significa en ningún caso que ella sostenga una soberanía imperial, como de hecho ocurre en las otras dos sociedades existentes, pues ella es un poder fáctico que emana de su propio poder y exclusivamente del propio poder que emana de sí a cada momento. ¿Y qué es el poder? Tanto la demostración de que puede acabar con sus mayores enemigos como, y esto es incluso más importante, que ella conjuga de forma sublime dentro de la dinámica festiva de la catarsis colectiva del pueblo: la aceptan no por guerrera sin igual, sino por defensora de su modus vivendi.
Sólo bajo éste exceso completamente trasnochado se puede comprobar que, de hecho, la glorificación de la batailleana figura de Sinclair sólo se podía mostrar a través del exceso desmedido que emanaba a cada segundo la misma forma en el que ha sido creada la película. Todo su contenido salvaje, toda su sangre y su violencia hiperbólica en extremo y su cruce constante entre formas de género, es precisamente la construcción desmedida y sinsentido que se le exige al hombre que pretende ser el jefe de la tribu, de nuestra tribu, no sólo a través de la conquista violenta (el hacer una buena película) sino también vanagloriar los logros propios de la tribu (el contenido violento y trasnochado, una oda de amor al cine de género, del que hace gala). Es por ello que aquí no hay oposición o lucha de la forma sobre la sustancia porque, en último término, la forma es la sustancia tanto como la sustancia es la forma en sí misma. Y por ello la brutal amazona Sinclair no deja de ser una proyección del propio Marshall, el héroe de la tribu que llegó para defendernos demostrándonos como nuestros mitos neo-tribalistas son proyectados en todo mundo posible de la existencia. Incluido el nuestro.