El mundo de la burguesía es un mundo de apariencias tan frágiles como mentirosas; cualquier mínimo soplo de un flujo divergente puede rasgar los toscos biombos de la superioridad de clase. Todos, en cuanto humanos, caemos en el terreno de los deseos aun cuando no tengamos intención de ello y, seguramente más, cuando anhelemos no dejarnos llevar por éstos. De las consecuencias de los deseos y, especialmente, de su negación sabe mucho Junichiro Tanizaki, como nos demuestra con su maestría habitual en El Retrato de Shunkin.
En esta nouvelle Tanizaki nos narra la historia de Mozuya Koto, llamada Shunkin por su maestro de música, una bella y culta mujer perteneciente a una acomodada familia de Osaka. La mala fortuna ‑o quizás algo más según el narrador- la dejará ciega obligándola a abandonar su vocación artística, la danza, el único arte donde siempre dijo ser una auténtica virtuosa; haciéndola centrarse en sus generosas aptitudes para el shamishem. Ahora bien, no todo estará perdido para ella, ya al tiempo que pierde su vista será atendida amorosamente por Sasuke, joven siervo de la familia y discípulo de Shunkin desde niños, cuyo único objetivo en la vida será el de atender el más mínimo de sus deseos; u ocultación patente de los mismos. Y es con él donde comienza la verdadera historia, cuando el narrador nos va contando la vida de Shunkin siempre desde la voz eternamente enamorada y servicial de Sasuke. De éste modo el narrador pone en cuestión algunas de las afirmaciones, particularmente lo que atañe en la ceguera y el ataque que sufrió Shunkin, pero también dándole crédito a una realidad patente: ella era una mujer de carácter tal que allá donde llegara su voz encontraría nuevos enemigos que deslucir. Entre la tormentosa relación de amantes oculta bajo la forma de ser meros ama y criado, en una muy poco casual analogía sadomasoquista, se irá entretejiendo la historia de una mujer maldita demasiado abandonada a sus deseos cuando creía controlarlos todos ellos a la más absoluta perfección; siempre bajo el atento verbo cuestionador del narrador.
La historia no trata tanto sobre Shunkin o Sasuke como de la entidad que son en conjunto; el uno es un concepto absolutamente irresoluble del otro en tanto su mirada es la que confluye y totaliza en el ser. De este modo vamos conociendo a Shunkin desde las vehementes, en ocasiones incluso exageradamente laudatorias, explicaciones de Sasuke, que no dudará jamás ni por un segundo en afirmar e hiperbolizar todo aquello que diga su ama. La relación de amo y esclavo aquí se polariza en juego erótico-amoroso en el cual todo deseo del amo no se ve anulado, como tampoco se anula ninguno del esclavo, los deseos de ambos confluyen en el marisma de la satisfacción absoluta hacia el otro; todo deseo de adoración de Shunkin es fielmente correspondido por los deseos de adorar de Sasuke. El retrato que parece pintado con flujos moleculares, siempre desde una estricta connotación de lo que debe ser, es en todo momento entintado con el carácter subjetivo e idealizante ‑y por tanto deseante- que imprime en él el corazón enamorado de Sasuke. No son dos sino que son uno, en el pintar el retrato de la cruel, brutal y caprichosa Shunkin no se utiliza la limitada paleta de colores del amo, sino que se usa la vivida gama de tonalidades del esclavo; todo mediado por la voz disruptora, siempre dispuesta como contrapunto que obligue a ir hacia un punto medio casual, del narrador ejerciendo de crítico literario de la vida de la pareja.
No son individualidades, son multiciplidades, y ya no son dos sino que ya son muchos. Mientras Shunkin es leído por la mirada armonizadora de Sasuke esta es leída, a su vez, por la críticamente voraz lectura del narrador anónima que es, también, puesta en cuestión por nosotros mismos; se multiplica la interpretación de la lectura en su ser condición misma de representación leída a través de otras representaciones. Las capas de sedimentación se suman conformando una meseta que es deber de cada uno interpretar como mejor pueda.