Antiviral, de Brandon Cronenberg
La enfermedad está en nuestro tiempo fetichizada, ocultada y obliterada del discurso público, como si de hecho en el aséptico mundo público que se erige a nuestro alrededor la posibilidad de la enfermedad siempre le sucediera al otro. Al enfermo ya no se le rehuye, aun cuando se le sigue temiendo, y por ello se le condena a la invisibilidad. En la edad media la enfermedad era aquello que había que llevar con vergüenza en público porque era un castigo divino, en la modernidad llegó la clínica para decirnos que la enfermedad es lo que debe quedar vigilado entre cuatro paredes: la enfermedad es ahora privada, vivida como algo ante lo cual uno debe ejercer ejercicios de vigilancia (para impedir su aparición) y castigo (para eliminar su presencia) pero también su prevención (para obliterar toda posibilidad de aparición); la enfermedad es el fugitivo, el que sale fuera de la norma, el extraño. Las bacterias son fermentos naturales, el cáncer se torna una larga enfermedad, la enfermedad un proceso —lo cual se aúna con la anterior en un redoble casi chistoso: el cáncer es un largo proceso— y el cuerpo muerto no se sitúa en un depósito de cadáveres, ya no digamos en un pudridero, sino en un tanatorio. La cientifización del mundo ha llegado hasta tal punto que incluso el lenguaje interviene en el ocultamiento de lo incómodo.
Visibilizar la enfermedad, hacerla patente, erigirla en su lugar sacro establecido en la cima del pudridero que se eufemiza, es una de las formas de transgresión que no han cambiando desde hace casi un siglo. Allí donde David Cronenberg se encontró con Michel Foucault, donde ambos combatieron ese ocultamiento que nace del entendimiento positivista del mundo —o lo que es lo mismo, todo aquello que reconoce la enfermedad como algo con lo que se combate y no con lo que se vive; que reconoce un distanciamiento clínico y no un acercamiento relacional — , el resto del mundo se sigue empecinando en no transitar. Derruir el muro de la clínica, reconocer la necesidad de mirar la enfermedad como lo que es en su inmediatez fenoménica, es lo que hicieron estos dos fugitivos del pensamiento; pero incluso una vez derribados los muros, eso no significa que la gente sea capaz de mirar a través de ese vacío.
Lo vírico y su negación encuentran en Brandon Cronenberg aquel que es capaz de ver más allá de las funciones básicas del control: ¿qué ocurriría si la enfermedad dejara de ser algo con lo que se combate para ser algo con lo que se convive? Que la enfermedad tendría un carácter situacional, aquello que nos es próximo en nuestra distancia. Si se diera este caso, el proceso a través del cual olvidáramos la concepción maquinista-positivista propio de la modernidad y asumiéramos un modelo relacional aun incipiente, se desearía la enfermedad no por aquello que es, sino por aquella relación que establece con el mundo fenoménico: un herpes es atractivo según de quien provenga la muestra, una arma bioquímica camuflado en forma de virus letal es interesante según quien firme su composición. La enfermedad se volvería algo deseable en algún ámbito específico.
En el mundo que nos presenta el segundo Cronenberg, la versión 2.0 de los Cronenberg, la enfermedad y el cuerpo ya no es algo que quede encerrado dentro de las cuatro paredes (del laboratorio, del hospital, del coche) que obsesionaron a su padre, sino que éstos ya conviven de forma plena con el exterior. La enfermedad es la enfermedad mortal de Kierkegaard, la desesperación, la angustia, aquello que es privado en la medida que la muerte se vive siempre como muerte propia; la enfermedad, como la muerte, nos iguala y nos aproxima al otro: si me contagio de la enfermedad que ha sufrido otra persona estaré más próximo a esa persona, tendré una parte de su existencia en común con la mía propia; si sufro la enfermedad mortal que también sufren los otros, sé que toda muerte es como la mía propia. La obsesión que desata Brandon Cronenberg en Antiviral tiene que ver con esa necesidad de estar próximo hacia lo normativamente encumbrado, hacia aquello ante lo cual según estemos más próximos nos sabremos más exitosos. La fama implica ser objeto de deseo del otro, que el otro desee poseerme infinitamente.
Encontrar mi reconocimiento en el otro supone no andar en búsqueda de aquello que nos une, sino aquello que nos infecta del otro: nos aproximamos al otro consumiéndolo, haciéndolo nuestro, alimentándome de él. Es por ello que infectarme de su enfermedad, comerme su carne incluso, es un modo de situarlo de tal modo que se encuentre lo más próximo posible a mi mismo; yo estoy próximo al otro en la medida que éste me inocula algo en común, en tanto incluso en nuestra radical diferencia hay algo (una idea, un sentimiento, una posibilidad) que me constituye en otra cosa. ¿Significa ésto que, en algún ámbito, yo posea al otro? En absoluto. Cuando yo me constituyo a través de consumir al otro no hay una auténtica posesión, pues él sigue siendo libre de construirse de un determinado modo ajeno a mi mismo, sino que elijo en un determinado momento caminar durante un tiempo en común el mismo camino que él. Aquí hay mutualismo, comensalismo incluso, en ningún caso depredación. Cuando se da el caso de la depredación entonces nos encontramos con la fama, con aquello que se desea pero no debería desease: la fama es un deseo estancado, una absoluta necesidad de reconocimiento que nos lleva a la pretensión de ser construido de forma radical a través de la necesidad del otro por consumirme. La fama se diluye en el narcisismo circular en el cual se desea que el universo empieza y acabe con uno mismo, en la auto-depredación universal del yo propio a través del otro. He ahí el terror de la fama, la cual siempre se nos define en tanto estar dado al otro como objeto a consumir; infectarse de la enfermedad de famoso, poseer un objeto suyo o comer su carne es la forma no sólo de situarme próximo a él, sino de hacerlo absolutamente mío. Cuando se siente una pasión irrefrenable por un famoso no se desea tener algo en común con él, sino fagocitarlo: se desea poseerlo en exclusiva, privarle a los demás otros e incluso a sí mismo la posibilidad de tenerlo. No hay reconocimiento, sino depredación.
La relación vírica a través de la cual se crea una codificación mercantil de esta lógica del reconocimiento en las Lucas Clinic es la premisa a través de la cual Antiviral se nos presenta no sólo como una inteligente interpretación de las lecturas de Foucault/Cronenberg, sino que además se nos presenta como la demostración de cuales son los peligros presente en esta cadena trófica de la existencia. El capitalismo —en forma de grandes corporaciones, en cualquiera de sus formas posibles: empresas, mafias, individuos — , la capitalización del tiempo de la vida, el temor a la muerte y la cultura como virus (la fama — lo inmediato) y antivírico (el entendimiento — lo reflexivo) se encuentran con los nuevos problemas del presente que apenas sí son esbozados como aquello que podemos imaginar, intuir, pero aun ni siquiera ver como algo tangible en el mundo; el cambio de paradigma nunca es completo, una ruptura absoluta, sino que su tránsito es lento e inexorable quedando, casi necesariamente, algunas condiciones flotantes del paradigma anterior que insisten en seguir coleando como parte inherente de la nueva forma de producción del pensamiento.
Si Brandon Cronenberg es Cronenberg 2.0, en oposición a David Cronenberg que sería Cronenberg 1.0, es porque todo donde su padre esbozo y siguió la lógica general que sólo vería de forma clarividente otro par de brillantes personajes de su tiempo, él la lleva radicalmente más allá. Nos sitúa en un futuro que es nuestro presente — nos habla de unas enfermedades que son nuestras condiciones de existencia. Pensar nuestro presente pasa por pensar nuestra enfermedad, reflexionando en sus condiciones mutualistas para olvidar la sintomatología maldita del estancamiento.
Focalicé este post en la literatura que ahora es un campo abierto, cruzado de múltiples influencias. Por ejemplo, la llamada apropiación de textos como algo libre que motivó un debate del que siguen sintiéndose los desgañitamientos. Existe sí como una vía depredadora, que sin embargo no es relevante. Lo enriquecedor va en otra manera de asumir este proceso, que origina maneras de mirar, de sentir, de expresarlo escribiendo. No me parece apropiación porque es algo que se convierte en una estructura distinta, que no es un copy paste ni un plagio, los que son enarbolados como «apropiación» o «desapropiación» Y este post me lo ha clarificado aún más. De hecho, que internarse en polémicas es infructuoso, porque hay beligerancia, focus dogmático, y una supuesta forma supermoderna de encarar el desarrollo de la literatura.
La literatura como enfermedad, proceso viral (que no se concentra en ver qué puede sacar de los otros), y no un tratamiento mecanicista de la escritura, una depredación constante sino un mapa. ¿Acaso un mapa de virus que van y vienen?.
Gracias por todo The Sky Was Pink.
Personalmente había abordado el tema desde un ámbito social, rayano lo puramente existencial, pero es cierto que quizás sea aun más preclaro cuando se aplica dentro del contexto de la literatura. La idea de un mapa de virus que van y vienen me resulta particularmente agradable, precisamente porque sintetizaría bien la idea general: los cuerpos se dejan contagiar por los virus, pero en los virus se deja una cierta impronta que es visible a partir de sus tránsitos rastreables. Quizás más que un mapa per sé deberíamos hablar de un devenir de mapas, una serie de mapas que se van construyendo según los virus se relacionan con los cuerpos —y, por extensión, con los otros virus — .
Muchas gracias por el comentario. Reflexionaré más detalladamente sobre lo que propone.