la belleza es la hermana gemela de la fealdad

null

Lo ex­tra­or­di­na­rio no exis­te. O, si qui­sié­ra­mos ser más cer­te­ros, po­dría­mos de­cir que to­do aque­llo que es ex­tra­or­di­na­rio en la vi­da es me­dia­do por la en­can­ta­do­ra fu­ti­li­dad de la co­ti­dia­ni­dad. Todo aque­llo que es ma­ra­vi­llo­so, que pa­re­ce que flu­ya fue­ra de la cons­tan­te de la nor­ma­li­dad, só­lo es tal en tan­to se en­cuen­tra en con­tra­po­si­ción con lo que es exac­ta­men­te co­ti­diano; con aque­llo siem­pre gris. Y de ahí sal­dría ese má­gi­co vi­deo­clip y can­ción que es Beautiful Waste de The Triffids.

Anidando en­tre cán­di­dos ca­rri­llo­nes que apor­tan el la­do más ino­cen­te de la can­ción se su­mer­gen en una can­ción de or­ques­ta­ción pop pa­ra al­can­zar ese pun­to ideal en­tre la be­lle­za mis­ma y el sa­ber­se pro­du­ci­do. Como in­tu­yén­do­se par­te del ca­pi­ta­lis­mos sen­ti­men­tal ha­cen que la can­ción sue­ne ac­ce­si­ble, sen­ci­lla, pe­ro siem­pre es­con­dien­do ese se­gun­do plano me­lan­có­li­co pe­ro in­clu­so más be­llo que el pri­me­ro. Lejos de ven­der­nos las apa­rien­cias, al­go tan pro­pio del pop, se mo­les­tan en crear una in­trin­ca­da com­po­si­ción de arre­glos pre­cio­sis­tas; aun­que su in­ges­ta sea fá­cil y có­mo­da es mu­cho más com­ple­ja en su gé­ne­sis de lo que sue­na. Como un en­can­ta­dor mun­do de in­fi­ni­tos sa­bo­res que se ha de­se­cha­do en pos de la pro­duc­ción ex­clu­si­va de go­mi­no­las el pa­la­dar in­quie­to des­cu­bre que, de­ba­jo de la uni­for­mi­dad cro­má­ti­ca de es­tas, es­con­den den­tro de sí una ga­ma asom­bro­sa de pla­ce­res. Así, ca­si sin que­rer­lo, di­na­mi­tan el prin­ci­pio bá­si­co de la pro­duc­ción es­pec­ta­cu­lar: el nun­ca sa­tis­fa­cer los de­seos pro­me­ti­dos al con­su­mi­dor fi­nal del producto.

Todo es­to lo de­ja in­tuir ya no só­lo des­de la mú­si­ca sino tam­bién des­de el ab­so­lu­to en­can­to que des­ti­la en ca­da ima­gen de su vi­deo­clip. Con ese can­dor naïf que ya pa­re­ce im­po­si­ble re­crear nos trans­por­tan a un mun­do don­de no só­lo es im­po­si­ble la de­cep­ción, sino que la fe­li­ci­dad es un va­lor ase­gu­ra­do en tan­to se es­té allí. El amor pue­de crear­se en un río de des­he­chos co­mo en una mon­ta­ña de pa­sión ya que el amor lo es in­de­pen­dien­te­men­te de co­mo se ma­ni­fies­te en una reali­dad don­de no hay po­si­bi­li­dad pa­ra el des­en­ga­ño. Ese mun­do ideal, ab­so­lu­ta­men­te im­po­si­ble, se re­crea co­mo per­fec­to en tan­to ja­más se po­drá al­can­zar pe­ro, a su vez, se ma­ni­fies­ta co­mo ideal al cual siem­pre se as­pi­ra. Y es aquí don­de apren­de­mos la más va­lio­sa lec­ción de la fe­li­ci­dad: las co­sas más be­llas só­lo pue­den na­cer de aque­llos lu­ga­res don­de se ha co­no­ci­do lo ho­rren­do. Así en­tre los des­per­di­cios más in­mun­dos pue­de na­cer la be­lle­za más omi­no­sa; só­lo en la con­tra­dic­ción na­ce la felicidad.

Aunque en la mo­der­ni­dad ve­la­ban por una ino­cen­cia per­di­da que pa­re­cen re­cla­mar The Triffids, en úl­ti­mo tér­mino, po­dría­mos de­cir que en reali­dad es­tán cla­man­do por una ino­cen­cia en­con­tra­da. Cuando ja­más fui­mos ino­cen­tes la vi­sión ab­so­lu­ta de es­ta ino­cen­cia nos re­sul­ta ex­tra­ña y no po­de­mos ver­la don­de siem­pre ha es­ta­do, jus­to a nues­tro la­do. La fe­li­ci­dad es la flor na­ci­da de un do­lor fenecido.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *