Si existe algo que nos define cara a los demás, es el rostro —como, de hecho, ya nos muestra el lenguaje al afirmar que estar a disposición del otro es estar «cara a él» — . Por eso la obsesión por la belleza, la simetría y la juventud es sólo un rasgo más de aquel que quiere mantener el espejo de su alma lo más limpio posible; del mismo modo, quien ama sus canas y sus arrugas no guarda ninguna distancia con aquel que las evita: en ambos casos estamos ante un cuidado de sí que empieza con el rostro como punto omega de la experiencia. Aunque se diga popularmente que los ojos son el espejo del alma, éstos sólo lo son en tanto parte de un rostro capaz de sostener aquello que éstos puedan pretender reflejar.
Les yeux sans visage es, en muchos sentidos, un retrato sobre la obsesión por el rostro, pero una obsesión que se nos da como efecto espejo: los que se obsesionan son los que buscan su reflejo en él. Por eso la historia de una pobre chiquilla que queda desfigurada en un accidente, Christiane Génessierm, es la historia de como ésta queda encerrada de forma perpetua en el espejo que oculta la realidad, que sólo refleja las aspiraciones de su padre; el Doctor Génessier no busca devolverle aquello que era suyo a su hija, la cual no se reconoce en los rostros que éste le concede, sino que busca mantenerla en la situación refleja del pasado: aquello que fue pero ya nunca podrá ser; el rostro ajeno son las cadenas de la costumbre. Por eso su búsqueda incansable de devolverle la dignidad del rostro no es, en ningún caso, por una búsqueda que confiere para ella, sino que se sitúa como la proyección de aquello que él desea para sí. Si consigue recrear la cara de su hija con un trasplante de cara, habrá conseguido lograr sus dos mayores objetivos vitales: encontrar un modo de hacer trasplantes seguros y recuperar el rostro que fue perdido por su temeridad al volante: en último término, encontrar una medida justa para su megalomanía.
Para conseguir ésto, Georges Franju, compone la película como una delicada pieza de orfebrería que trabaja igual de bien en sus silencios que en sus diálogos: el terror que exuda es sutil, basado más en esa intuición del horror que en la plasmación orgánica del momento terrorífico en sí. Si bien es sutil, no significa que rehuya un cierto nivel de violencia inherente al terror —primero, sutil; después, desatada — , sin el cual no podría existir la sensación de miedo —ya que, al fin y al cabo, tememos al cambio; pero, ¿qué es el cambio si no un tránsito violento hacia lo desconocido? — , que dota de un sentido más profundo al conjunto en su dosificación. Lo repulsivo siempre se muestra en contraste con lo bello. La pureza de la máscara que sirve como rostro artificial para Christiane sirve como contraste con la repugnancia que suscita la operación donde se arranca una cara que transplantarle, o los indeseados efectos que el rechazo de su cuerpo provoca en la misma cuando ya está injertada. No hay efecto más radical que este contraste binario entre la serena belleza artificial y la disarmonía que acontece en la manipulación de la naturaleza.
Los rostros desencajados, fuera de contexto, son la re-apropiación del sentido que se nos da a través de la perturbadora imaginería de mad doctor que construye con paciencia Franju. Si nos produce una cierta cantidad de desasosiego lo que ocurre, es más por lo que intuimos que allí ocurre que por la confirmación de esos hechos — cuando vemos sus pájaros y perros enjaulados no sabemos que experimenta con ellos, pero lo intuimos al ver que Christiane no se diferencia en nada con respecto de ellos: si ellos comparten encierro, es lógico deducir que comparten ser objetos de experimentación.
Su blanco y negro, sus máscaras, sus peinados y sus detalles nimios acaban articulando revelaciones y claroscuros; la fantasía es un momento de lo real en Les yeux sans visage en tanto su lógica obedece al no decir, sino mostrar: nosotros rellenamos los huecos a través de nuestra experiencia, suponiendo la lógica subyacente detrás de esos hilos conectados sin haber sido antes subrayados. De entre sus sombras nace ese horror basado más en el sentimiento de cautiverio de la propia carne, tanto en lo físico (la desfiguración) como en lo vital (un padre dominante hasta lo psicótico), que en el hecho de lo que pueda acontecer en las víctimas del crimen. Una carne que se muestra como prisión en tanto configura un rostro que puede ser similar al propio, pero ya no lo es; el rostro de Christiane ya no existe como era, quedó desfigurado por un accidente que se reflejará siempre en aquello que le es más propio: su rostro es el estigma de la psicopatía de su padre, el rostro adquirido es el de la soberbia psicótica de su padre. Igual que no puede borrar su pasado, hacer como que el accidente no ocurrió, no puede borrar su rostro; su cuerpo rechaza esa cara que no es suya en tanto negación de la experiencia corporal.
Sus ojos, lo único que queda puro en su rostro, son el reflejo de esa imposibilidad a la hora de recrear aquello que no estará ahí ya. Sus ojos la revelan. Cualquier cara será siempre el rostro de otra, y el suyo propio será aquel que no puede reconocer; sólo su rostro refleja lo que es: una mujer rota, destruida por los delirios de superioridad de un padre demasiado encerrado en su propia necesidad de gloria para comprender su fracaso como padre. Ella, hecha añicos más allá de cualquier arreglo, sólo puede ocultarse en la artificialidad de un rostro que no es rostro, sino máscara.
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