Los límites de la razón. Una lectura sobre la necesidad del caos a través de la teogonía de Hesiodo.

null

Una de las prin­ci­pa­les pro­ble­má­ti­cas cuan­do de­ci­mos que el uni­ver­so es caó­ti­co es que la im­pre­sión ge­ne­ral que tie­nen los hu­ma­nos al res­pec­to de la fí­si­ca es la con­tra­ria: to­do cos­mos es siem­pre or­de­na­do. La reali­dad que nos em­bar­ga la fí­si­ca, a la par que otras cien­cias, nos di­ce en reali­dad que to­do sis­te­ma pa­sa del or­den ha­cia el des­or­den de for­ma na­tu­ral ‑lo cual, ade­más, po­drá ates­ti­guar cual­quie­ra que ten­ga que man­te­ner una ca­sa lim­pia y or­de­na­da: la ten­den­cia na­tu­ral de las co­sas, in­clu­so cuan­do no se ha­ce na­da en ellas, es el des­or­den. Esta idea pri­me­ra de caos, que prác­ti­ca­men­te nos re­mi­te ha­cia to­do su­ce­de se­gún dis­cor­dia1he­ra­cli­tiano ‑y lo ha­ce por­que, de he­cho, ese pa­so del or­den al des­or­den es el acon­te­ci­mien­to de dis­cor­dia esencial‑, ten­dría una in­fluen­cia no­ta­ble en nues­tra pers­pec­ti­va al res­pec­to del mun­do y, es por ello, que nos obli­ga a re­mi­tir­nos ya no tan­to ha­cia la fí­si­ca con­tem­po­rá­nea co­mo ha­cia al­go mu­cho an­te­rior: la teo­go­nía grie­ga for­mu­la­da por Hesiodo.

La dua­li­dad co­mo prin­ci­pio esen­cial del mun­do se­ría la ba­se de to­do el pen­sa­mien­to grie­go, los cua­les siem­pre par­ti­rían de un an­ta­go­nis­mo esen­cial co­mo el que no­so­tros he­mos rea­li­za­do (orden-caos) pa­ra to­das las ca­te­go­rías del mun­do; el bi­na­ris­mo es un con­cep­to he­re­da­do de la vi­sión grie­ga del mun­do. La pri­me­ra y más cla­ra de las opo­si­cio­nes que po­dría­mos en­con­trar en el mun­do grie­go es cuan­do Hesíodo nos ha­bla de los dio­ses de la luz y la os­cu­ri­dad -los hi­jos de la os­cu­ra Noche, Hipnos y Tánato, te­rri­bles dio­ses; nun­ca el ra­dian­te Helios les alum­bra con sus ra­yos al su­bir al cie­lo ni al ba­jar del cie­lo2- don­de ya de en­tra­da nos acer­can ha­cia un con­cep­to clá­si­co de or­den y caos a tra­vés de otra di­co­to­mía no me­nos clá­si­ca: la de luz y os­cu­ri­dad. Pues, en es­ta con­fron­ta­ción, en­con­tra­mos uno de los re­fe­ren­tes cla­ves pa­ra la que nos in­tere­sa; la im­po­si­bi­li­dad exis­ten­cial de un as­pec­to sin el otro. Para los grie­gos, y pa­ra no­so­tros por ex­ten­sión, el dua­lis­mo par­te siem­pre de una re­la­ción dia­léc­ti­ca don­de hay una te­sis y una an­tí­te­sis, dos for­mas opues­tas en sí mis­mas, que só­lo en su sín­te­sis per­fec­ta se com­pren­der de un mo­do pleno co­mo tal; la luz só­lo co­bra sen­ti­do cuan­do ilu­mi­na aque­llo que es os­cu­ro, pe­ro la os­cu­ri­dad só­lo se nos pre­sen­ta cuan­do hay luz que arro­je som­bras pa­ra co­no­cer la oscuridad.

Ahora bien, pa­ra en­con­trar una opo­si­ción cla­ra en­tre el or­den y el caos de­be­re­mos ha­cer fren­te a la con­fron­ta­ción en­tre dio­ses y ti­ta­nes o, lo que es lo mis­mo, la opo­si­ción po­lar en­tre la es­fe­ra del or­den y el caos ab­so­lu­to a tra­vés de su re­pre­sen­ta­ción mí­ti­ca. La ti­ta­no­ma­quia se da cuan­do los ti­ta­nes se ven li­be­ra­dos so­bre el mun­do y tan­to cí­clo­pes co­mo dio­ses de­ben en­fren­tar­se a ellos pa­ra pa­rar su po­der de des­truc­ción ca­si in­fi­ni­to; los cí­clo­pes, gi­gan­tes de un só­lo ojo hi­jos de Urano y Gea, se­gún Hesíodo eran se­me­jan­tes a los dio­ses (…) pe­ro el vi­gor, la fuer­za y los re­cur­sos guia­ban sus ac­tos3 mien­tras los ti­ta­nes, her­ma­nos de dio­ses y cí­clo­pes, eran mons­truo­sos en­gen­dros. Los ti­ta­nes se com­por­tan po­co más que co­mo ani­ma­les, arra­san­do con cuan­to hay a su pa­so sin ra­cio­na­li­dad al­gu­na; co­mo ve­mos en el ca­so del ti­tán y re­pre­sen­ta­ción de un fe­nó­me­nos na­tu­ral Tifón. Sin em­bar­go los cí­clo­pes, co­mo los dio­ses, de­mues­tran co­no­cer la téc­ni­ca (τέχνη) y por tan­to, en un sen­ti­do aris­to­té­li­co, po­dría­mos de­cir que son se­res ci­vi­li­za­dos y cer­ca­nos a la idea de hu­ma­ni­dad grie­ga ya que re­ga­la­ron a Zeus el trueno y crea­ron el ra­yo4. Por otro la­do los dio­ses, al ver su in­ca­pa­ci­dad de de­rro­tar a los ti­ta­nes, pi­den vehe­men­tes la ayu­da de los cí­clo­pes por lar­go tiem­po ya en­fren­ta­dos unos con­tra otros (…) de­mos­trar vo­so­tros vues­tra te­rri­ble fuer­za e in­ven­ci­bles bra­zos con­tra los ti­ta­nes en fu­nes­ta lu­cha, re­cor­dan­do nues­tra dul­ce amis­tad5 en otra aris­to­té­li­ca de­mos­tra­ción de vir­tud hu­ma­na: la bús­que­da y cul­ti­vo de la amistad.

¿A don­de nos lle­va to­do es­to? Al he­cho de co­mo tan­to dio­ses y cí­clo­pes, gen­te (al me­nos en par­te) ci­vi­li­za­da y ra­cio­nal, ha­cen fuer­za con­tra una fuer­za na­tu­ral y des­truc­ti­va que arra­sa con to­do a su pa­so; mien­tras el ca­rác­ter emi­nen­te­men­te hu­mano tien­de ha­cia el or­den y la me­su­ra, la for­ja de ar­mas y de amis­ta­des, las fuer­zas de la na­tu­ra­le­za es­tán im­preg­na­das del caos que les lle­va ha­cia un avan­ce sin re­mi­sión: or­den y caos, hu­ma­ni­dad y na­tu­ra­le­za, es­tán se­pa­ra­dos por el pro­pio abis­mo de sus mé­to­dos. Son dos fuer­zas com­ple­ta­men­te opues­tas e irre­con­ci­lia­bles, im­po­si­bi­li­tan­do to­da re­con­ci­lia­ción o com­pren­sión en­tre sí, por­que, de he­cho, el hom­bre se en­cuen­tra ya más allá de la na­tu­ra­le­za y el caos. Según es­ta vi­sión el hom­bre no tie­ne na­da que sa­ber con res­pec­to del caos, la na­tu­ra­le­za, el pen­sa­mien­to iló­gi­co, los sen­ti­mien­tos o to­do aque­llo que se de­fi­ne por la des­me­su­ra pro­pia de aque­llo que no guar­da el es­tric­to or­den con el cual se cons­tru­ye un oa­sis de or­den den­tro de un uni­ver­so hipercaótico.

Bajo és­te pa­ra­dig­ma en el cual el hom­bre le re­sul­ta el cos­mos un lu­gar hos­til por sí mis­mo, ¿co­mo es eso po­si­ble, si es que lo es, vi­vir en el cos­mos pa­ra el hom­bre? Es po­si­ble, tal y co­mo he­mos vis­to, por una dia­me­tral opo­si­ción exis­ten­te co­mo equi­li­brio. Si ya en­tre los dio­ses hay una opo­si­ción cla­ra en­tre el or­den y el caos, en­tre los hom­bres de­be ser, por ló­gi­ca, una opo­si­ción equi­va­len­te; el hom­bre en la na­tu­ra­le­za, fue­ra de su pro­pio ám­bi­to hu­mano, ve­ría im­po­si­ble el de­rro­tar o so­bre­vi­vir si­quie­ra du­ran­te mu­cho tiem­po a los efec­tos del caos ‑lo cual no de­ja­ría de ser equi­va­len­te al he­cho de que los dio­ses, por sí so­los, son in­ca­pa­ces de de­rro­tar los fie­ros y bru­ta­les ti­ta­nes. Así, tan­to hom­bres co­mo dio­ses, ne­ce­si­tan crear una co­mu­ni­dad que les sea ab­so­lu­ta­men­te pro­pia an­te la cual res­pon­der y en la cual pro­te­ger­se de la caó­ti­ca na­tu­ra­le­za pa­ra la cual no es­tán ni es­ta­rán nun­ca he­chos. Por su par­te los dio­ses ne­ce­si­tan de aliar­se y ofre­cer su mo­ra­da a los cí­clo­pes pa­ra de­fen­der­se, co­mo nos na­rra­rá el pro­pio Hesíodo, cuan­do di­ce que có­mo des­pués de tan­tos tor­men­tos ba­jo do­lo­ro­sa ca­de­na, vi­nis­teis a la luz sa­lien­do de la os­cu­ra ti­nie­bla por de­ci­sión nues­tra6, del mis­mo mo­do los hom­bres ne­ce­si­tan de aliar­se en­tre sí pa­ra po­der so­bre­vi­vir en un cos­mos que so­bre­pa­sa sus ca­pa­ci­da­des in­na­tas mis­mas: só­lo en el or­den so­cial, en la ló­gi­ca es­truc­tu­ra­da de la men­ta­li­dad hu­ma­na, se da la ilu­mi­na­ción que en­cum­bra al hombre.

Ahora ca­bría otra pre­gun­ta igual­men­te le­gí­ti­ma, ¿qué lu­gar ocu­pa en­ton­ces el caos en­ten­di­do co­mo la os­cu­ri­dad, la no­che si se pre­fie­re ‑lo cual no es gra­tui­to en tan­to del Caos sur­gie­ron Erebo y la ne­gra Noche7, si só­lo es po­si­ble el or­den en el mun­do? Como fuen­te ne­ce­sa­ria pa­ra que los hom­bres pue­dan avan­zar en su sen­de­ra y no que­dar es­tan­ca­dos en un per­pe­tuo sta­tus quo del cual ja­más po­drán avan­zar ni re­tro­ce­der, só­lo per­ma­ne­cer en la más abu­rri­da de las exis­ten­cias. Sin em­bar­go en tan­to de la Noche na­cie­ron el Éter y el Día8 po­dría­mos con­cluir la más fas­ci­nan­te de las vi­sio­nes grie­gas: la dua­li­dad nun­ca es dia­léc­ti­ca, sino de con­for­ma­ción de lo im­po­si­ble en po­si­ble: de la no­che na­ce el día igual que del caos na­ce el or­den; to­do cuan­to exis­te en el día, en la po­lis, en el mun­do de la téc­ni­ca y la ra­zón hu­ma­na, ne­ce­sa­ria­men­te ha si­do ori­gi­na­do en el seno de la no­che don­de la po­si­bi­li­dad es siem­pre con­di­ción de sí: en la no­che, co­mo en el caos, no hay na­da por­que es­tá lleno de po­si­bi­li­da­des de ser. He ahí la im­por­tan­cia del caos o la no­che ‑si es pre­fe­ri­mos la ter­mi­no­lo­gía batailleana- en tan­to fuer­za ca­tár­ti­ca que per­mi­te la crea­ción en sí mis­ma del or­den hu­mano que crea su pro­pia na­tu­ra­le­za en un cos­mos hos­til. Pues só­lo en tan­to per­mi­ti­mos el li­bre flu­jo del caos en el mun­do po­dre­mos se­guir am­plian­do los lí­mi­tes de nues­tra ra­cio­na­li­dad en el mundo.

  1. Kirk G.S., J.E. Raven y M. Schofield. Los fi­ló­so­fos pre­so­crá­ti­cos. Madrid, 1987. Gredos, DK 22 B 8. []
  2. Hesíodo. Obras y frag­men­tos. Madrid, 1983. Gredos (Teogonía, pp. 69 – 113), p. 79 []
  3. Hesíodo. Obras y frag­men­tos. Madrid, 1983. Gredos (Teogonía, pp. 69 – 113), p. 77 []
  4. Hesíodo. Obras y frag­men­tos. Madrid, 1983. Gredos (Teogonía, pp. 69 – 113), p. 77 []
  5. Hesíodo. Obras y frag­men­tos. Madrid, 1983. Gredos (Teogonía, pp. 69 – 113), p. 100 []
  6. Hesíodo. Obras y frag­men­tos. Madrid, 1983. Gredos (Teogonía, pp. 69 – 113), p. 101 []
  7. Hesíodo. Obras y frag­men­tos. Madrid, 1983. Gredos (Teogonía, pp. 69 – 113), p. 76 []
  8. Hesíodo. Obras y frag­men­tos. Madrid, 1983. Gredos (Teogonía, pp. 69 – 113), p. 76 []

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *