Sobre héroes que se salvan a sí mismos. Una lectura de «El Héroe» de David Rubín

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Siguiendo lo que nos di­ce Aristóteles al res­pec­to de la tra­ge­dia, la ra­zón úl­ti­ma de to­da his­to­ria se nos da en la con­fron­ta­ción del hom­bre con­tra el des­tino. Como no po­dría ser de otra ma­ne­ra pa­ra el fi­ló­so­fo grie­go, no ha­bría nin­gu­na po­si­bi­li­dad de que el pro­ta­go­nis­ta sa­lie­ra vic­to­rio­so de esa re­yer­ta, ya que és­te se de­ja­ría lle­var de for­ma dra­má­ti­ca por la ver­dad re­ve­la­da en el mo­men­to de­ci­si­vo: la con­di­ción he­rói­ca del hé­roe es acep­tar su des­tino tal y co­mo le ha si­do da­do por los dio­ses. Aunque sea una teo­ría efec­ti­va pa­ra in­ter­pre­tar las tra­ge­dias grie­gas, ha de­ja­do de te­ner sen­ti­do pa­ra la ló­gi­ca co­yun­tu­ral pre­sen­te; en un mun­do en el cual ha exis­ti­do, y te­ni­do una in­fluen­cia ra­di­cal, Max Stirner, creer en la po­si­bi­li­dad de una mo­ral ab­so­lu­ta se tor­na en un sin­sen­ti­do: el com­por­ta­mien­to ap­to de ca­da in­di­vi­duo de­be­ría na­cer de sí mis­mo, no de fuen­tes ex­ter­nas en for­ma de ins­ti­tu­cio­nes re­li­gio­sas o po­lí­ti­cas de nin­gu­na clase.

Partiendo de es­ta pre­mi­sa no se­ría pro­ble­má­ti­co re­co­no­cer cual es el lo­gro par­ti­cu­lar de El Héroe, la re­vi­si­ta­ción en dos par­tes de la his­to­ria de Hércules por par­te del di­bu­jan­te David Rubín, en tér­mi­nos de re­in­ven­ción mí­ti­ca: eli­mi­na cual­quier con­di­ción des­ti­nal del re­la­to pa­ra ajus­tar­se a las con­di­cio­nes del de­seo hu­mano. Por eso la his­to­ria del más fuer­te de los se­mi­dio­ses nos es na­rra­da des­de an­tes de su na­ci­mien­to, don­de los dio­ses ya de­ci­den su des­tino —con una Hera de in­ten­cio­na­li­dad hu­ma­na: pro­yec­ta en Hércules no só­lo la in­fi­de­li­dad de su ma­ri­do, sino el he­cho de que és­te no le ha­ya da­do hi­jos a ella: Hércules de­be­ría ha­ber si­do su hi­jo — , pa­ra aca­bar con la muer­te que na­ce de un sen­ti­mien­to hu­mano —el cum­pli­mien­to de su de­seo, el ®en­con­trar el amor. He ahí que lo fas­ci­nan­te del re­la­to que se va de­sa­rro­llan­do a tra­vés de las di­fe­ren­tes prue­bas y con­se­cuen­cias, esas en­so­ña­cio­nes mí­ti­cas que aca­ban por ser pro­yec­cio­nes so­bre las du­das que sus­ci­ta el he­roís­mo, se nos da en la di­men­sión mor­tal de to­do lo que su­ce­de: las hos­tias co­mo pa­nes y el tras­fon­do fan­tás­ti­co ma­ra­vi­llan, pe­ro lo que fas­ci­na es la pro­fun­di­dad per­so­nal de­trás de ca­da uno de los in­di­vi­duos im­pli­ca­dos den­tro de la historia.

No hay des­tino en la vi­da de Hércules. Todo cuan­to se de­ci­de en su vi­da se mue­ve por los in­tere­ses par­ti­cu­la­res de dio­ses ca­pri­cho­sos, de sis­te­mas pu­bli­ci­ta­rios o de po­lí­ti­cos co­rrup­tos que sus­ten­tan una pre­pon­de­ran­cia par­ti­cu­lar so­bre los de­más, ya sea en for­ma de con­trol fí­si­co o men­tal, por su ca­pa­ci­dad pa­ra im­po­ner­se a tra­vés del po­der; Hércules no só­lo lu­cha con­tra el des­tino, lu­cha con­tra las ins­ti­tu­cio­nes que pre­ten­den im­po­ner cier­tas ca­pri­chos co­mo ver­da­des ab­so­lu­tas, co­mo des­tino in­vio­la­ble. Sea el Olimpo, los me­dios de co­mu­ni­ca­ción o un es­ta­do ti­rá­ni­co, lo que con­fron­ta de for­ma cons­tan­te el hi­jo de Zeus es la po­si­bi­li­dad de que al­guien or­de­ne aque­llo que se de­be ha­cer, el mo­do se­gún el cual los hom­bres de­ben vi­vir su vi­da, y pa­ra ello va en bus­ca cons­tan­te del mo­do de rom­per las ca­de­nas mí­ti­cas con las cua­les ha na­ci­do: no hay des­tino en la vi­da de Hércules por­que él se en­car­ga de ir más allá del destino.

Lo iró­ni­co es que tal con­fron­ta­ción se da só­lo en tan­to Hércules ha na­ci­do ata­do a los de­seos de los ti­ra­nos que le obli­gan a me­ter­se en los jue­gos de po­der que ellos mis­mos ori­gi­nan: só­lo en tan­to ata­do a un des­tino a prio­ri, es cons­cien­te de la ne­ce­si­dad de que­brar to­do aque­llo que le im­pi­da cons­ti­tuir­se co­mo ser hu­mano, co­mo hé­roe, de la for­ma que él me­jor crea pa­ra sí. Por eso la con­di­ción de hé­roe es in­di­so­lu­ble de la de per­so­na, un hé­roe es aquel que es un ser hu­mano au­tén­ti­co, por­que es im­po­si­ble pen­sar un hom­bre que, en el mo­men­to de la ver­dad, no sa­cri­fi­que su exis­ten­cia por sus idea­les; hé­roe es aquel que si­gue su ca­mino aun cuan­do to­do en su ca­mino se po­ne en con­tra. Por eso su pró­lo­go y epí­lo­go, que for­man un to­do me­ta­tex­tual que sub­ra­ya el sig­ni­fi­ca­do de la obra más o me­nos in­ten­cio­na­da­men­te, no ha­cen más que re­for­zar el sig­ni­fi­ca­do ul­te­rior de la bús­que­da del per­so­na­je a tra­vés de la pro­pia bús­que­da del au­tor: si David Rubín ha con­se­gui­do es­cri­bir una his­to­ria a la al­tu­ra de las de Jack Kirby, es por­que des­de que era un ni­ño no ha aban­do­na­do esa pre­ten­sión. Incluso cuan­do pu­die­ra pa­re­cer que nun­ca po­dría, o cuan­do le di­je­ran que era al­go im­po­si­ble, él si­guió adelante.

¿Qué ocu­rri­ría si el pro­ta­go­nis­ta hu­bie­ra na­ci­do en un mun­do que ne­ce­si­ta­ra de su he­roís­mo pe­ro no es­tu­vie­ra dis­pues­to a asu­mir de­ci­sio­nes que su­pu­sie­ran un ries­go pa­ra sí mis­mo? Que ja­más hu­bie­ra exis­ti­do hé­roe al­guno. Un hé­roe lo es por­que se ha­ce a sí mis­mo, do­ta de sig­ni­fi­ca­do su exis­ten­cia y, en ese do­tar, lo­gra in­mis­cuir­se en aque­llo que su­ce­de en el mun­do. Al in­ten­tar edi­fi­car su pro­pio des­tino, Hércules se con­vier­te en un hé­roe que ha­ce di­cho­sa la vi­da de los grie­gos —del mis­mo mo­do, en las du­das so­bre sí mis­mo, tam­bién se des­ha­ce la in­fluen­cia de su he­roís­mo — ; tras­po­lan­do, David Rubín se da su pro­pio des­tino a tra­vés de la con­se­cu­ción de El Héroe con el cual nos ha­ce di­cho­sos a quie­nes lo he­mos leído.

En úl­ti­mo tér­mino, no po­dría exis­tir un he­roís­mo que se des­en­ten­die­ra de los in­tere­ses per­so­na­les del in­di­vi­duo, una con­di­ción he­roi­ca que ob­via­ra la ne­ce­si­dad par­ti­cu­lar de to­mar las rien­das so­bre la exis­ten­cia pro­pia, ¿qué hé­roe po­dría de­fen­der los in­tere­ses aje­nos si no es ca­paz de acep­tar aque­llo que es él? No es tan­to que un gran po­der con­lle­ve una gran res­pon­sa­bi­li­dad, que tam­bién, co­mo que un gran po­der con­lle­va la ne­ce­si­dad de una gran cons­cien­cia de uno mis­mo: es im­po­si­ble con­tro­lar, o im­pe­dir que sea con­tro­la­do, el des­tino de otros por par­te de aquel in­ca­paz de do­mar los de­sig­nios del su­yo pro­pio. Por eso El Héroe, co­mo his­to­ria mí­ti­ca, no ha­ce otra co­sa que re­for­zar la idea bá­si­ca que siem­pre ha pla­nea­do so­bre el he­roís­mo, sien­do el hé­roe aquel que to­ma las rien­das so­bre su si­tua­ción vi­tal y di­ce «No» al des­tino; el des­tino de la gen­te de Nemea era mo­rir a ga­rras de su te­mi­ble león, has­ta que Hércules di­jo «No» y cam­bio su des­tino —lo cual Rubín li­te­ra­li­za en el sex­to tra­ba­jo: la muer­te de los pá­ja­ros del Estínfalo: la gen­te del la­go Estínfalo, en ho­nor del he­roís­mo ins­pi­ra­dor de Hércules, apren­die­ron a de­cir «No» a las ame­na­zas que les asediaban — .

Sólo exis­te un ti­po de hé­roe: el cual ca­bal­gan­do so­bre su des­tino, con­si­gue cam­biar el des­tino de to­dos aque­llos has­ta en­ton­ces in­ca­pa­ces de ha­cer­lo por sí mis­mos. El mi­to po­see una fun­ción li­be­ra­do­ra, ya que no só­lo ins­tru­ye en las par­ti­cu­la­ri­da­des so­cia­les de ca­da re­gión sino que, el buen mi­to, tam­bién sir­ve de ins­pi­ra­ción pa­ra asu­mir los em­ba­tes del des­tino, de la vi­da, de la exis­ten­cia. Por eso El Héroe es una in­tere­san­te ac­tua­li­za­ción de un mi­to que ha­bía que­da­do vie­jo, pe­ro tam­bién la he­rói­ca de­mos­tra­ción del po­der heróico.

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