Standards, de Germán Sierra
Después del giro lingüístico, podríamos afirmar sin rubor que una de las cosas que más ha obsesionado a la filosofía es como se relacionan las diferentes entidades presentes en el mundo: si todo mundo no es más que una red de referencias —sentimentales, políticas, filosóficas, lingüísticas, et al. — , es lógico pensar que nuestra mayor preocupación ha de darse en como se nos dan esas relaciones en la experiencia. Si todo está relacionado, es importante entender el por qué. Todo ésto ha tenido una serie de correlatos en el ámbito del academicismo pop de lo más variopintos, especialmente la muy afortunada tesis de los seis grados de separación; cualquier experiencia que desee plasmarse del mundo debe pasar por la idea de que, por inverosímil que parezca, dos hechos que parecen perfectamente lejanos puedan estar, en realidad, profundamente interconectados. Desde Thomas Pynchon hasta Thomas Bernhard, desde luego que desde Martin Heidegger hasta Ludwig Wittgenstein, lo que los une es entender el mundo como una serie de acontecimientos contingentes entrando en relaciones inesperadas.
La linea del post-solipsismo nos llevaría hasta Germán Sierra, el cual parece erigir toda su obra literaria como un inmenso monumento a las conexiones imposibles de la realidad que se nos revelan como tales sólo cuando el mundo se nos presenta de una forma más desvelada, más pura —ya que, en último término, el mundo nunca se nos da absolutamente desvelado — . Lo que consigue Standards es darnos la forma más pulida hasta el momento de la incesante búsqueda estética del autor. En esta pequeña novela, que podría pasar por libro de relatos sólo para aquel que lea muy superficialmente lo que contiene, los personajes, y sus situaciones, conectan entre sí por procesos ininteligibles: las vivencias omitidas de un astronauta ruso son las leyendas de un pueblo de veraneo, que a su vez son las investigaciones de un hombre que emulará en un sentido menos prosaico un encañonamiento demodé. Su virtud es su exceso de referencialidad interna, que no auto-referencialidad, pues no estamos meramente ante un juego de referencias internas: sus conexiones se dan como hilos secretos que conectan el auténtico significado del texto: sus referencias internas constituyen el mapa del mensaje.
La conexión es el mapa del mensaje. Ahora bien, la conexión tiene una serie de problemas inherentes a sí mismo como, por ejemplo, el hecho de que dos hechos estén conectados en su similitud —porque ahí está la cuestión en su sentido más profundo, pues toda conexión es una que acontece en sus propias condiciones de cumplimiento: no es lo mismo una conexión de senectud que una de similitud, una conexión sentimental que una gramatical, una conexión criminal que una conexión libinal— no significa, en grado alguno, que sean dos hechos equivalentes: dos amantes están conectados por una similitud obvia, su amor, pero son dos individuos agentes no intercambiables entre sí ni con cualquier otra relación de similitud; dos individuos pueden amarse como pueden parecerse dos gemelos, pero eso no significa que los amantes sean gemelos ni que los gemelos se amen. Las conexiones son como los estándares del jazz, son temas que «han adquirido cierta notoriedad, que son conocidos por un gran cantidad de individuos y ha sido objeto de numerosas versiones, interpretaciones e improvisaciones»; cada conexión es un estándar existencial del mundo, que se parecen entre sí pero cada uno tiene sus propias variaciones sobre la forma originaria de la conexión en sí.
Aunque esto sea algo que el jazz ha definido como algo de una cierta heterodoxia propia, es algo que la literatura conocía desde un tiempo mucho más remoto: es común hacer uso de melodías populares para re-inventarlas, para hacer variaciones a partir de ellas, para construir un mensaje sutilmente diferente con las mismas piezas. Victor Hugo fue un gran intérprete de estándares, por ejemplo.
Es en ese sentido en el que podríamos entender que Germán Sierra juega con los estándares en Standar, no sólo forzando historias que no dejan de ser estándares de la literatura, sino también remozando las conexiones que pueden darse entre ellas. Pero no sólo. Los estándares funcionan como un juego de hilos, como conexiones que nos resultan familiares, para abordar las problemáticas particulares de nuestro tiempo: la inmediatez, la red, el triunfo de la imagen sobre la sustancia. He ahí que vea la cirugía plástica como una forma de arte, pues en tanto nos permite moldear la imagen del otro hacemos que unas de las matrices de referencias de la red-mundo cambie de forma radical; transformar al otro en «algún otro», cambia las disposiciones naturales de las conexiones que se dan en el mundo. La transformación deviene permanente, el «Yo soy yo y mis circunstancias» ortegiano deja paso a un «Yo soy lo que soy percibido» post-berkeleyano.
Standards es por y para sí misma una red de relaciones en la cual, sólo si se comprende el juego estético que suponen sus diferentes conexiones sólo aparentemente arbitrarias, se puede llegar hasta el corazón del corazón de la sustancia. Su estilo está tan imbricado en su contenido, que es imposible disociar el uno del otro. El ejercicio de estilo quedaría carente de sentido si con él pretendiera hacer una maniobra mucho menos ambiciosa, una novela mucho más ortodoxa en sus intenciones; su mensaje quedaría desdibujado si con él lo acompañara un estilo más accesible, de una inmediatez más contundente, pues sólo cobra sentido en su forma. He ahí su genialidad: conecta lo inconectable, nos descubre las sendas perdidas de una historia que juega con la mímesis de las sendas perdidas de un mundo por llegar.
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