A la muerte de un grande que siempre pasó por un mediano como es de hecho Tony Scott, un hombre que derrochaba pasión por el cine sólo quizás en menor medida que por la vida ‑aunque por su suicidio muchos verán en esto una contradicción, cosa que no es cierta: amar la vida es también aceptar cuando esta se puede convertir en insoportable y atajarla‑, la pretensión de ensalzar sus logros pueden pasar por una caterva de falsos cantos de mesianismo que no se ajustarían, ni podrían ajustarse jamás, al auténtico carácter de éste cineasta por rebote: lo suyo no fue nunca la exploración de ejercicios totales trascendentes, más propios de su hermano Ridley, sino precisamente de hacer de cada pequeño gesto que hacía una reivindicación de una estética total. Aunque siempre se cuenta la anécdota de su capacidad para arriesgarse a quemar negativos para conseguir la luz exacta que el intuía que sería la adecuada, la cual no deja de ser una certera caracterización de su pasión por encontrar el arte en su cine, de hecho todo él era una búsqueda de esa estética indómita en todos los aspectos que rodeaban su cine. Tony Scott fue el esteta de la super-producción, el hijo bastardo de la experimentación y la cultura de entretenimiento.
La única vindicación posible de la figura de Tony, o al menos la única que seguramente satisficiera a él mismo, sería aquella que renunciara de cualquier pretensión de intelectualizar o legitimar por motivos artísticos algo que se debe adorar por su construcción discursiva en sí misma; todo lo que hacía eran super-producciones de Hollywood, películas enfocadas al puro entretenimiento, y obviar eso como si de hecho sólo existiera su dimensión estética ‑que también existe en concomitancia con esta- sería traicionar el espíritu auténtico de su cine. Es por ello que cualquier obituario que se pretenda representativo de lo que hacía uno de los directores más singulares de nuestro presente mainstream, para entender por qué de hecho es una perdida un hombre que siempre se ha considero un hombre capaz de lo mejor y lo peor pero con tendencia hacia esto último, tendríamos no que renegar de su papel como entretenedor sino precisamente ensalzarla: Tony Scott era tanto un director de películas de entretenimiento como un esteta. Por eso, para hablar de él, no hay mejor elección que pararse en Superdetective en Hollywood 2.
La película es una secuela de una saga popular de los 80’s donde Eddie Murphy, aun no en horas bajas ‑aunque más de uno rebatirá esta afirmación, no con razón- pero ya sin la chispa que demostró en Saturday Night Live, hacía de un sardónico policía más capacitado para resolver los problemas a través de la vía criminal que de la acción legal apropiada. Ejercicio deleznable para muchos, joya oculta e infravalorada para una minoría, conocería de un éxito tímido con respecto de su antecesora y un casi unánime espíritu de aceptación sin muchos aspavientos; ni la academia podía comprender este hipotético paso en falso después de Top Gun ni el público vio con buenos ojos el giro más descalabrado y fascinante con respecto de la primera. Ahora bien, a pesar de esta percepción general sería esta precisamente la película más característica de Tony Scott por lo más esencial que era característico suyo, su excesivo sentido de la maravilla.
Como película creada para un disfrute general de un público adocenado de un humorista de moda reconvertido en actor solvente, y más aun siendo la segunda entrega de una saga a monetarizar, no se esperaba de la labor de la dirección más que una solvente ejecución en la cual permitir que el negro protagonista hiciera sus chistes y permitiera algunas escenas particulares donde la acción brillara con fuerza. Pero no es así, Tony Scott no era así. Lo que en principio sólo debería ser un exploit más sin alma se ve, ya de entrada, impregnado de un sentido estético particular que hace que las escenas estén rodadas para ser montadas después en absurdas contorsiones de la forma y el espacio, manipulados con fuertes filtros de luz y color que añaden cierta vistosidad general al conjunto además de forzar un humor más físico donde las constantes de Murphy se multiplican de un modo asombroso; donde cualquier otro director nos hubiera dado rutina, Scott decidió darnos algo profundamente personal y alocado. He ahí el exceso del que hacía gala en cada momento, uno que sólo se puede comprender como una generosidad pura basada en una idea profundamente extraña para nuestros tiempos de lo que debería suponer el auténtico entretenimiento: un juego constante donde explorar posibilidades de conjugar la belleza con la diversión.
Cuando nosotros nos ponemos Superdetective en Hollywood 2 le concedemos a Tony Scott unas expectativas de diversión más o menos altas, además de unas expectativas de experimentación mínimas o inexistentes, basándonos en el tipo de cine que esperamos ver (una película de entretenimiento sin mayores ínfulas) partiendo del hecho de que éste nos retribuirá al menos con tanta o más diversión como expectativas le hemos dado. Si es un director competente, éste nos retribuirá en la misma medida que nosotros le concedimos nuestras expectativas pero, si además es bueno o directamente genial, nos retribuirá con mucha mayor diversión de la que nosotros podíamos esperar: esta es la lógica del potlatch, el regalo como medidor esencial del poder de un hombre — el hombre que regala más que recibe es el auténtico hombre de bien. En éste caso no sólo es que el infravalorado de los Scott no sólo nos retribuye con un ejercicio infinitamente más divertido que el que las expectativas nos hace tener ante él, es que además suma a la ecuación que nos aporta otra serie de regalos que ni siquiera esperábamos a través del alocado juego que ejerce en la estética. Es por eso que la consideración de su cine debe hacerse partiendo siempre de que nosotros le regalamos nuestras expectativas de diversión y él nos las devolvió en forma de películas que no sólo nos devolvían esa diversión que esperábamos ‑con una fuerte zozobra entre la desmesura y la racanería en el regalo, hay que admitir, pero con un cómputo global positivo- sino que también nos concedía la visión de nuevas formas de jugar, aunque a veces no las comprendiéramos a la primera.
Ese exceso que se da por el dar más de lo que tiene, porque todas esas búsquedas se daban siempre a partir de una intuición artística afilada, siempre dejaron agotadas las arcas del bueno de Scott: él siempre nos ha dado mayores regalos de los que nosotros le dimos a él. Pero, ahora bien, por eso podemos considerar que él era un hombre tan fantástico como para merecer una cantidad desmesurada de regalos cuando ya no podrá devolvernos el favor, porque de hecho él ya fue uno de los directores de cine más generosos que hayamos podido conocer en nuestra vida. Porque sólo un hombre que ama la vida, al cine y a sus iguales con una locura desmesurada sería capaz de entregar de forma constante gigantescos regalos que excedían siempre lo que ellos previamente habían depositado para él; la generosidad de Tony Scott siempre fue infinita, y por eso hoy nos toca devolverle su exceso vital para que viva eternamente entre nosotros.
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