Lo más terrible del terror cetrino de lo sublime es que puede esconder detrás de sí una variación casi infinita de disposiciones socio-culturales que poco tienen que ver con el auténtico terror de la naturaleza. Aunque es comprensible el temor que siente el hombre justo por el Leviathan, el estado desatado que impone su ley, éste no deja de justificarse dentro de unas normas de una ocultación de lo político: naturaliza su discurso ‑la ley ES lo natural, lo demás es lo artificial- ocultándose detrás del paraguas de la estetización de la política; disasocia la creencia creada, la cultura, de la auténtica naturaleza primera del mundo. Este juego de naturalización del mundo produce que la justicia, como concepto personal, o lo que está bien, como concepto moral, se vuelva extremadamente difuso al no existir más que una verdad revelada que no es tal. De éste modo, en esta naturalización del mundo, lo sublime lo es escondiendo unos límites arbitrarios que nos conducen hacia lo siniestro de sus conceptos de dominación. Y esto es toda la base tras “The Wicker Man” de Robin Hardy.
En esta obra de culto donde lo musical, el terror y el humor van absurdos van de la mano, el sargento Neil Howie recibirá una carta exigiendo su presencia en Summerisle para ir en busca de Rowan Morrison, una niña desaparecida hace ya meses atrás. Lo que él no podría imaginar es como una vez allí los campesinos parecerán jugar continuamente con él y sus creencias hasta llegar a un climax final donde se descubrirá la verdad detrás de todos los misterios que esconde esta isla fatal. ¿A qué se debe su cosecha excepcionalmente buena?¿Por qué esta comunidad parece totalmente ajena a la ley, la religión o el pensamiento exterior propio de sus tierras adyacentes? Y, lo más dramático de todo, ¿por qué llamaron al único sargento de Noruega conocido por ser un buen cristiano tradicional cuando viven en el seno de los más profundos de los paganismos?
De éste modo la película parte siempre desde la posición confrontada directa de las nociones subyacentes entre el pío Neil Howie y el pagano pueblo de Summerisle. De éste modo toda determinación de diferencia parece correr siempre en paralelo constantemente; donde él se establece como la ley los habitantes del pueblo sólo reconocen al alcalde de Summerisle, donde Neil Howie es un ejemplo de virtud virginal los demás son unos insaciables sátiros perversos, cuando él intenta huir del infierno que supone su condición de mártir ellos lo encadenan a su posición de eterno sufridor. Sus condiciones van corriendo perpetuamente como una lucha paralela de la otredad donde, precisamente, se van construyendo en oposición grotesca los unos de los otros. Es por ello que si uno tiene una virtud exacerbada que le hace seguir virgen hasta el matrimonio a toda costa los otros desplegarán toda su sexualidad al aire; si ellos llevan al extremo su condición de paganos él confrontará su condición aferrándose a sus dogmas de una manera particularmente enconada. La lucha por oposición se da en tanto reflejos mutuos de su condición de inoperantes sin esa confrontación necesaria.
Pero es ahí que en realidad esa oposición es fundamentalmente falsa ya que, en último término, ambos lados son iguales: en ambos casos crean una serie de condiciones pautadas que naturalizan aun cuando no son más que concepciones eminentemente culturales. Si Neil Howie es La Ley sólo lo es en tanto por el poder conferido por el estado, del mismo modo que La Ley representada en el señor de Summerisle sólo lo es en tanto por el poder cedido por la población del lugar. Es por eso que, en último término, su agónico final no es más que la consecuencia lógica previsible de la condición de una cultura naturalizada a través de su estetización. La lucha entre ambos, el intento de imponer su cosmovisión del mundo, no es en último término una cuestión religiosa o de justicia, sino una cuestión meramente política camuflada a través de la bella fachada estética de los rituales y los mitos creados por la religión. Porque en la lucha de la confirmación de los prejuicios sólo se gana perdiendo la partida.
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