Nos creemos especiales, únicos, una anomalía absoluta que, en una inmensidad infinita, existe por un accidente físico-biológico sin mayor motivo para estar vivos que el hecho mismo de haber nacido; por irónico que sea, actualmente el materialismo ha derivado en una cuestión de ego: no ser nada más que «un grano de arena en la inmensidad del cosmos» nos hace sentir diferentes. Estar atados al capricho aleatorio de la nada nos hace sentir privilegiados. Es lógico que nuestro nihilismo se haya exacerbado con el tiempo, que hayamos cimentado nuestras vidas sobre sus espaldas, caracterizando nuestra existencia como un constante apocalipsis; no es sólo que sea más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo, es que nos resulta más fácil y deseable concebir el fin del mundo que el fin de nuestra existencia tal y como la hemos conocido. Antes muertos que aceptar la diferencia. Abrazar el nihilismo, que en algún tiempo pasado fue un gesto revolucionario, se ha convertido en un acto profundamente conservador: lo que despreciamos es el cambio, la posibilidad de que otro mundo es posible.
Que seamos un accidente cósmico envuelto en una singularidad evolutiva no significa nada a priori: en tanto estamos en el mundo podemos dotarle de significado, pero de no haber nadie para percibirlo el universo no sería nada más que un espacio estéril. Somos especiales porque existimos, porque podemos percibir nuestro lugar en el gran orden de las cosas. Aunque la complejidad del tema resulta evidente cuando hablamos de las consecuencias políticas y ontológicas que ello conlleva —porque aquello que es percibido puede cambiar de estado, lo que existe puede dejar de existir o pasar a existir de otra manera — , en lo biológico es menos evidente y, por ello, más acuciante. La evolución no acaba en nosotros. Aunque podríamos afirmar que nuestros avances tecnológicos impiden la selección natural, es ese impassé el que nos permite trascender la naturaleza adoptando su papel. Convirtiéndonos en algo más que humanos, corrigiendo los defectos genéticos o los accidentes mundanos a través de prótesis de tipo biológico (medicina) o tecnológico (ingeniería), hemos evolucionado para devenir en algo más, en algo diferente: ya no somos animales, sino cyborgs.
Si consideramos que existe algo que nos hace humanos, que existe un accidente primordial llamado alma o consciencia o comoquierasdenominarlo, que nos separa de los otros animales y nos permite ser no sólo agentes pasivos del mundo, sino también activos en tanto creadores, entonces, ¿qué sentido tiene nuestro cuerpo? En ese caso, no es más que es una cáscara. Lo importante es nuestra alma (ghost) independientemente de en que caparazón esté inserta (in the shell). Eso lo sabe bien Mamoru Oshii, por eso el conflicto central de la película, la identidad y la existencia como perpetuación del Yo, no se circunscribe en el ámbito biológico como una limitación meramente corporal, sino que lo piensa en términos físicos. La biología pensada como la física continuada por otros medios.
Todo es reductible en información, en datos, ¿y qué son los genes sino largas cadenas de información que transmitir para perpetuar la especie en general y nuestro código fuente en particular? La información es todo lo que tenemos, todo a lo que podemos aspirar. Partiendo de esa base, Ghost in the Shell se hace una pregunta: si pudiéramos crear una inteligencia (artificial) capaz de pensar y sentir como un ser humano, quizá incluso por encima de nuestras posibilidades al no estar limitada por condiciones biológicas, ¿podríamos considerarla humana? Si consideramos que es un salto evolutivo, que es nuestra carga memética adquiriendo forma independiente de nosotros mismos —un nacimiento sin parto, un hijo nacido de la información en sí misma — , entonces deberíamos concederle el crédito de ser humano. Entonces seríamos cyborgs completos, completamente protésicos e independientes de la naturaleza, sacrificando (potencialmente) nuestra especie en el proceso.
Eso sería un paso evolutivo lógico, lo cual no significa que fuera deseable o permitiera que la humanidad fuera lo que hoy conocemos como tal. Cuando Motoko Kusanagi fusiona su ghost con el Puppet Master, la IA se supedita al espíritu de la humana; Motoko ya no necesita de un cuerpo físico para existir, es pura información y otra cosa: alma, consciencia, ghost. Porque no somos sólo un elemento físico cuantificable a través de la biología o la física, sino algo más. Ghost in the Shell es buscar una respuesta para descubrir que sólo existen preguntas. Qué es ser humano, reproducirse, adaptarse. Morimos porque evolucionamos, evolucionamos para no desaparecer; ese es el alfa y el omega de toda existencia, ¿pero quién conoce cual es el modo óptimo de «evolucionar» cuando ni siquiera podemos dilucidar que es aquello que nos hace humanos?
Evolución, decíamos. Motoko Kusanagi y el Puppet Master se hacen uno después de que ambos se pregunten de forma constante por el sentido de la existencia, sobre lo que significa ser humano, sin conseguir jamás llegar a una conclusión satisfactoria. Cada respuesta esconde dos preguntas nuevas. Porque esa es la base de la filosofía, del sentido último de la existencia: no hay respuestas sobre por qué estamos vivos, sólo diferentes posibilidades de cómo habitar el mundo.
Interesante también el acercamiento mítico-filosófico-digital que se le da al tema en la segunda parte del manga.«Man Machine interface».
p.d: Es una lástima lo cutres que suelen ser las adaptaciones de obras de Masamune Shirow. Cutre por ir a lo fácil, al tiro sencillo y a la pirotecnia 3D sin entrar en la profundidad geopolitica (y sí, te miro a ti Appleseed).