El circo es el no-lugar donde la singularidad del hombre es la norma de existencia

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Lucifer Circus, de Pilar Pedraza

Cualquier acer­ca­mien­to ha­cia la fi­gu­ra del cir­co y to­do lo que en él con­vi­ven es­tá mi­ti­fi­ca­da por la idea de su do­ble con­di­ción de apes­ta­do pa­ra la so­cie­dad: erran­te y es­pec­ta­cu­lar. El pri­me­ro de ellos es evi­den­te, pues en tan­to el se­den­ta­ris­mo hi­zo de nues­tras so­cie­da­des un cons­tan­te de­ve­nir en la se­gu­ri­dad del lu­gar que se con­si­de­ra ho­gar co­mo la­zo fi­jo a un pun­to es­pe­cí­fi­co de la tie­rra, cual­quier idea de la gen­te que vi­ve vo­lun­ta­ria­men­te en un cons­tan­te exi­lio es abra­za­da por la sos­pe­cha del que no en­cuen­tra su ho­gar en lu­gar al­guno ‑sos­pe­cha le­gí­ti­ma ya que, si­guien­do a Deleuze, ese no­ma­dis­mo es el que per­mi­te com­ba­tir los flu­jos es­tan­ca­dos del de­seo. Pero aun­que el ám­bi­to del no­ma­dis­mo ya es pro­fun­da­men­te des­pre­cia­do por los se­den­ta­rios ha­bi­tan­tes de las ciu­da­des, es apre­cia­do en es­tas mis­te­rio­sas fi­gu­ras pre­ci­sa­men­te por man­te­ner­les ale­ja­dos en la sos­pe­cha pro­fun­da que sus­ci­ta que só­lo vi­van pa­ra el es­pec­tácu­lo. Nada de lo que ha­cen es un tra­ba­jo, no crean o pro­du­cen he­chos fác­ti­cos con­su­mi­bles reales más allá de un en­tre­te­ni­mien­to efí­me­ro que pa­re­ce sus­ci­ta­do por la pe­cu­lia­ri­dad in­na­ta y no el pro­ce­so ac­ti­vo de su bús­que­da; el des­pre­cio al cir­co es par­te inhe­ren­te de la vi­sión de sus ha­bi­tan­tes co­mo freaks que ex­plo­tan sus ra­re­zas par­ti­cu­la­res pa­ra elu­dir la exis­ten­cia nor­ma­li­za­da de las personas. 

Siguiendo es­ta idea po­dría­mos en­ton­ces di­lu­ci­dar que la edad de oro del cir­co no es hoy, abo­ca­do a ser un se­gun­do pla­to den­tro de la om­ni­pre­sen­cia de lo ex­tra­ño en nues­tras vi­das, pe­ro sí fue en el tiem­po que va en­tre fi­na­les del XIX y prin­ci­pios del XX; el freak, el mons­truo de to­da cla­se, era en­ton­ces el es­pec­tácu­lo ma­ra­vi­llo­so que da­ba sen­ti­do al acon­te­ci­mien­to mis­mo de una proto-industria de la fas­ci­na­ción y el te­rror. Es qui­zás por eso que el tra­to que da Pilar Pedraza a es­tos nó­ma­das es­té muy ale­ja­do de las con­ven­cio­nes es­pe­cu­la­ti­vas, y com­ple­ta­men­te erró­neas, del co­mún de los mor­ta­les. Todos los mons­truos que tra­ta en su no­ve­la son hi­jos pró­di­gos de la ma­ra­vi­lla, com­ple­ta­men­te ale­ja­dos de las con­ven­cio­nes de outsi­ders im­po­si­bles de la so­cie­dad mos­trán­do­se más bien co­mo una car­ca­sa fas­ci­nan­te que es­con­de una que­ren­cia au­tén­ti­ca por ser acep­ta­dos tal cual son. Pero es­to no im­pli­ca ja­más re­nun­ciar a su sin­gu­la­ri­dad, pues sa­ben que la acep­ta­ción de­be pro­ve­nir de aque­llo de lo que son en su for­ma más pro­fun­da, he ahí que eli­gie­ran el cir­co: el me­dio cir­quen­se ni juz­ga ni con­de­na, só­lo abre las puer­tas a to­do aquel que ten­ga al­go sin­gu­lar (aun cuan­do im­pos­ta­do) por mostrar.

Cuando uno se su­mer­ge en las pro­ce­lo­sas aguas del cir­co se en­cuen­tra con un me­dio iti­ne­ran­te que crea su pro­pio cli­ma, uno que es­tá más allá del cli­ma de to­das las re­gio­nes que al­can­za. No im­por­ta don­de se si­túen, a que lu­gar lle­guen en ca­da oca­sión, pues su úni­co me­dio per­ma­nen­te es pre­ci­sa­men­te aque­llo que les re­pre­sen­ta y em­be­lle­ce de for­ma ra­di­cal. El cir­co es el al­fa y el ome­ga de su exis­ten­cia, ex­ten­sión de to­do aque­llo que es pro­di­gio­sos en ellos, pro­du­cien­do que el cir­co sea al­go más que un es­pec­tácu­lo en sí, sino tam­bién una for­ma de vi­da pa­ra sí mis­mos. Eso es lo que ate­rra de for­ma más pro­fun­da de es­tos. Cuando un cir­co lle­ga a la ciu­dad lle­ga la ale­gre cha­ra­da de fal­sa­rios e ilu­sio­nis­tas, de va­gos e im­bé­ci­les pa­ra las bue­nas gen­tes de la ciu­dad, lo cual sig­ni­fi­ca tam­bién que con ellos lle­ga una sin­gu­la­ri­dad que le­jos de que­rer adap­tar­se apor­ta un mi­cro­cli­ma pro­pio den­tro del cli­ma ge­ne­ral de la so­cie­dad; el hi­jo del cir­co no se adap­ta a la so­cie­dad, crea su pro­pio no-lugar en ella.

Por su­pues­to to­da sin­gu­la­ri­dad que acon­te­ce en el cir­co es siem­pre cir­cuns­tan­cial y pe­cu­liar, pe­ro no siem­pre es­tá cir­cuns­cri­ta co­mo par­te de la de­for­mi­dad o el en­ga­ño lle­gan­do en oca­sio­nes a ocu­par el más digno pues­to de la pu­ra ha­bi­li­dad des­ata­da. Desde la ma­ra­vi­llo­sa pe­lu­dez ex­qui­si­ta de Kreata pa­san­do por el ilu­sio­nis­mo me­tó­di­co de Johnny Silente has­ta lle­gar a la ha­bi­li­dad so­bre­na­tu­ral pe­ro muy hu­ma­na del do­mi­nio del ca­ba­llo del co­sa­co Sdenka Sokolov, el cir­co no es más que la reu­nión de unas per­so­nas sin­gu­la­res que son in­ca­pa­ces de en­con­trar en el mun­do co­mún el mo­do de ex­plo­tar de la for­ma más de­sea­ble sus ha­bi­li­da­des y por ello se unen en una no­má­di­ca bús­que­da de ese pla­cer cons­tan­te. A tra­vés del cir­co pue­den ca­na­li­zar sus pul­sio­nes, sa­tis­fa­cién­do­las de for­ma cons­tan­te y ex­pe­ri­men­tan­do a su vez en el pro­ce­so, a tra­vés de la re­pe­ti­ción o cam­bio cons­tan­te en la ex­plo­ta­ción de esa ha­bi­li­dad sin­gu­lar que no tie­ne ma­yor uti­li­dad que la que ellos mis­mos se fa­bri­can; el cir­co crea con­di­cio­nes de fac­ti­ci­dad, de uti­li­dad úl­ti­ma, que fue­ra de él se­rían in­exis­ten­tes pa­ra la sin­gu­la­ri­dad cons­ti­tu­yen­tes de los in­di­vi­duos. Ellos só­lo pue­den ser en sí en el cir­co y, por lo tan­to, ha­cen de él el lu­gar sim­bó­li­co, el no lu­gar, a tra­vés del cual ca­na­li­zan to­da su exis­ten­cia en co­mún pa­ra po­der edi­fi­car el ejem­plo y po­si­bi­li­dad de la sin­gu­la­ri­dad en sí misma.

Es por eso que su tiem­po fue el XIX y prin­ci­pios del XX, don­de ca­da rin­cón es­con­día una sec­ta y ca­da sec­ta pre­co­ni­za­ba quin­ce es­ci­sio­nes que lle­va­rían ha­cia otras tan­tas po­si­bi­li­da­des de rup­tu­ra y di­sen­sión su­til en de­ta­lles ni­mios de con­cep­tos ge­ne­ra­les. Sin em­bar­go el cir­co ha so­bre­vi­vi­do co­mo ese lu­gar don­de uno pue­de ga­nar­se la vi­da a tra­vés de su pro­pia sin­gu­la­ri­dad, a tra­vés de to­do aque­llo que ya no sir­ve por ob­so­le­to o ab­sur­do a pe­sar de que lo gro­tes­co del ho­rror ha evo­lu­cio­na­do ha­cia la apa­ri­ción in­ter­min­ten­te en las más ab­yec­tas pro­pues­tas te­le­vi­si­vas. Es por ello que una oda al cir­co en to­da su sin­gu­la­ri­dad, una que in­clu­ye lo mons­truo­so y lo téc­ni­co, lo mis­té­ri­co y lo ma­té­ri­co, es una ce­le­bra­ción que es dig­na de ser vi­vi­da con la fuer­za ra­di­cal que se le pre­su­po­ne al cir­co mis­mo: la po­si­bi­li­dad má­gi­ca de abrir una bre­cha en las de­fen­sas de nues­tro pen­sa­mien­to pa­ra po­der so­ñar en no­so­tros mis­mos la sin­gu­la­ri­dad ra­di­cal que ex­po­nen con el or­gu­llo y la fuer­za de quie­nes se sa­ben hom­bres eman­ci­pa­dos de to­da ley más allá de la propia.

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