La feria del crimen, de Tonino Benacquista
Supongamos que me invitan a La feria de la literatura ‑ficticia, hasta donde yo sé; nunca se sabe hasta donde alcanzará las ansias literarias por la conspiración oscurantista- donde me veo encargado de dar el premio al mejor cuento. Además, por alguna extraña razón que no alcanzo a comprender, me dicen que tengo que dar una pequeña charla, de unos cinco minutos, sobre cuales considero que son los elementos esenciales del relato perfecto; puedo poner ejemplos. Por supuesto esta situación me dejaría en una posición tremendamente incómoda, especialmente viendo como me mira el candidato favorito, un auténtico mediocre de mirada torva y madurez prolija en deseos (ajenos) incapaz de hilar más de dos párrafos sin incluir la palabra polla, por su dificultad. Pero, ante un cierto gusto adquirido por el riesgo, acepto.
El aire de la feria, tanto la del crimen como la de la literatura, es festivo y amable. Unos y otros cantan sus bondades; los literatos más jóvenes se seducen entre sí, casi bochornosamente, dentro de sus círculos endogámicos, los más mayores intentan escaquearse del tedio ‑piedra de toque que demuestra que una vez, hace ya demasiado, esto les hubiera hecho ilusión- de la rutina del encanto público, los nóveles intentan llegar (infructuosamente) al gélido corazón de editores silentes en sus carteras. Nada ha cambiado desde la última vez, porfirizo. Tampoco ha cambiado tan apenas el pabellón habilitado para la crítica: tan desierta como siempre. Algunos se jactan de ser el Carlos Panadero de la literatura -vade retro, Satanás- por su incomprensión mientras, la mayoría, forman círculos para quejarse de la perdida del auténtico espíritu de la literatura mientras felan en pensamiento los idearios trasnochados de los adalides de su fervor perdido. Ninguno de ellos ganará el premio al Mejor crítico, pues sólo saben hacer ya laudatorios análisis que poco tienen que ver con la crítica, este año irá para alguien que conciba la crítica como el desvelamiento de verdades profundas de un texto; aun quedan. Fuera, el público, los lectores, viviendo sus vidas y las nuestras.
Justo antes de la presentación de la gala me pregunta un joven crítico, uno cuyo blog fue muy popular antes de saltar con un resultado tibio literariamente pero rotundo en publicidad, que por qué he seleccionado La feria del crimen como ejemplo de un cuento perfecto. — Espera, si es que de verdad quieres saberlo, lo sabrás pronto-. La respuesta parece complacerle al menos lo suficiente como para dejarme en paz, bien, ya es suficientemente dificil controlar lo que quiero decir exactamente ante un público entregado y deseoso de ejercer su derecho a la rumorología como para complicarlo con preguntas impertinentes por su destiempo. El público parece atento, ligeramente disperso por los primeros efectos de la barra libre que se encuentra a derecha e izquierda bordeándolos ‑la Sargento Margarita, de hecho, ya está increpando a uno de los círculos de jóvenes literatos su ineptitud radical-; eso es la literatura, las vivencias vividas o evitadas que son narradas. Es hora de morir.
Hola, querido público.
Como sabrán todos ustedes estamos aquí y ahora en éste mismo punto en el tiempo, no así quizás en el espacio, para entregar el premio al mejor cuento. Por cuento no me refiero a cual de ustedes ha sido el mejor chismorreando sobre los demás (Risas) aunque me consta que al menos un tal Manzanos es muy propicio a ello (Más risas; el aludido tuerce el gesto en un pseudo-sonrisa) pero dejémonos de bromas, antes de entregar el premio quería explicarles una cosa: ¿Cómo debe ser es un buen relato?
Todos ustedes ya saben que debe tener un buen relato, aunque a veces, demasiado usualmente de hecho, sea más fácil de saber que de hacer. El señor Benacquista, que por desgracia no está hoy entre nuestro público, sabe hilvanar algunas de las piezas esenciales de todo lo que debe tener un cuento excepcional: unos personajes bien perfilados en muy pocos trazos, una mirada fuerte ‑o débil, pero que defina bien a través de esa debilidad la visión de los otros- en la narración y, lo más importante de todo, un giro final inesperado que nos sitúe ante lo sublime de la literatura. En La feria del crimen se cumplen todas estas expectativas de una forma sobresaliente, sin ninguna falla, al conseguir hacernos ver como natural una realidad que ha permanecido siempre oculta. Y es que, aquí es donde fallan muy buenos literatos en sus relatos: sus giros se ven venir antes de tiempo o, más imperdonable aun, hacen sentir al lector que se la ha escamoteado información; el relato perfecto debe fluir con la naturalidad de una anécdota, debe redoblar su apuesta, siempre singular, en sus intersticios.
Ahora, sólo nos queda anunciar el ganador.
Es imposible. No puede ser que un patán como él… ¿Cómo ha podido ganar alguien de su mediocridad? Me falta el aire; mis pulmones se llenan de una mezcla enrarecida de aire, bilis e indignidad. Veo como las luces me aturden mientras soy incapaz de discernir que es lo que está ocurriendo. El público parece entre expectante y aturdido.
- El ganador es… ‑balbuceo.
Un sonido sordo, no, dos o tres, ensombrecen mis oídos. Caigo redondo sobre el estrado. La sangre salpica a todos los presentes en las primeras filas pero, a diferencia de todas esas películas gore de las cuales son aficionados en la intimidad, la sangre apenas sí son un pequeño brote salvaje, la inercia gravitatoria de mi cuerpo hace el resto. Yazco muerto sobre la blanca tarjeta que anuncia el ganador, ahora empapada en sangre, en tanto muchos de los invitados gritan aterrorizados ante el hecho. Yo, mientras, me lamento para mis adentros por el habitual escozor que producen las balas al chocar y abrirse paso quemando la carne seca de la espalda; por fortuna, siempre he sido mejor actor que presentador.