La naranja mecánica, de Anthony Burges
El término clockwork orange tenía una serie de usos extremadamente comunes en Inglaterra que, como con cualquier expresión propia de un lenguaje determinado ‑y ya en ocasiones no tanto de un lenguaje, pues puede ser específicamente de una región o un grupo demográfico determinado‑, no tiene una traducción exacta al lenguaje ordinario. La interpretación más básica, la expresión cockney que diría tal que as queer as a clockwork orange ‑Eres más raro que una naranja de relojería; la traducción por mecánica es, en el mejor de los casos, una muy abierta licencia anti-literaria‑, nos daría una primera impresión de la posible significación de que quiere hablarnos la obra de Anthony Burges: la novela trata sobre la extrañeza, sobre la absoluta y radical incomprensión que produce un mundo en perpetuo colapso ‑moral, visto que los únicos personajes bondadosos serían los que siguen una estricta religiosidad. Por extensión, y visto que la traducción es tan inefable por inexacta como absurda es la exprensión original, propongo a los posibles traductores del futuro de la obra que crean esta posible interpretación de la expresión con la más certera ‑cosa que no entraré a juzgar aquí, al menos de momento- les propondré la equivalencia literaria y castiza ‑y, por extensión, más cercana al original cockney- de Eres más raro que una picha a cuadros; tampoco es casual la elección fálica: el error fatal de Alex es con una estatua en forma de pene. La picha a cuadros, de Anthony Burges.
Esta lectura no es del todo absurda pues, a fin de cuentas, copula gozosa con todos los elementos de la novela: respeta su carácter de mundo en ruinas, plasma la extrañeza propia de una sociedad futura en descomposición constante, alude al desapasionamiento absoluto de los personajes y hace alusión directa al nadsat, una lengua cockney inventada. Es por ello que si hacemos una interpretación estrictamente literaria de las nociones propias desarrolladoas de una forma constante. La extrañeza es algo que se apodera de la prosa a través de su lenguaje, pretendidamente oscuro y que pierde todo su valor si cometemos la imprudencia de mirar su innecesario diccionario, al convertir una historia incapaz en su competencia ‑pues, detrás de ella, sólo está la anodina presencia de la mediocridad- en una rara avis que se sitúa siempre constante ante la dentellada del depredador. Literalmente.
Otra de las posibles interpretaciones de la lectura es que Burges, en tanto vivió un tiempo en el Himalaya, fuera traicionado por la hipercorrección añadiendo una “E” donde antes sólo había un silbante espacio. Bajo esta posibilidad cabe que el título original fuera el seductor A Clockwork Orang con lo cual Orang significaría, en perfecto himalayo, hombre: El hombre de relojería. Esta alusión hacia personas maquínicas, totalmente carentes de entrañas, caracterizaría tanto las conformaciones de una juventud ultra-violenta que hace suya las calles mientras el uso indiscriminado del prójimo ‑aunque, por extensión, descubriríamos que en último término todo hombre se articularía así para Burges- o, en un sentido eminentemente más foucaultiano, mediante una serie de técnicas de dominación se nos impele hacia comportarnos como autómatas sin deseos ni sentimientos a través de la coacción, activa (la violencia policial, el método Ludovico) o pasiva (la mirada del otro), estatal. La visión que se nos interpele es directamente la de F. Alexander: el estado nos controla como a maquinaria constructiva de sus esquemas.
Bajo esta lectura sociológica, que no deja de ser una visión foucaultiana bien matizada por un moralismo abyecto, ya nos encontraríamos la posibilidad de decidir, ¿cual de las dos es la lectura más acertada para realizar una traducción de su título? En favor de la primera estaría el hecho de dignificar una lectura estrictamente literaria, que es de lo que en teoría trata ‑y, además, enfatizar la jocosidad genital, pero sin embargo la segunda sostiene una tesis que se construye constantemente a través de las acciones de Alex; sería imposible encontrar una razón objetiva para decidir una sobra la otra.
Ahora bien, la polémica de las ediciones de la novela, que en la versión americana carece del capítulo 21 y la inglesa no, podríamos vislumbrar una salida a través de la cual construir una cierta certeza de cual sería la conformación más adecuada. Con veinte capítulos la cosa se queda como la historia de un extrañamiento brutal, de un joven y un mundo que nos resultan completamente ajenos en tanto somos incapaces de reconocernos en el mundo ‑pues, al fin y al cabo, no cabe realidad alguna si la única posibilidad del mundo es la elección del mal (social); con veintiún capítulos el mensaje de redención y de posibilidad de acabar en una posición diferente se desata: el extrañamiento brutal que se nos ha presentado es sólo una parte de la sociedad, pues siempre cabe una redención para pasar a llevar una vida digna, una vida adulta. Bajo esta perspectiva deberíamos decir que la traducción adecuada para la versión de veinte capítulos sería La picha a cuadros mientras que, si preferimos la versión original concebida por Burges, nos encontramos ante El hombre de relojeria. Por eso, y no por otra cosa, hay tantas traducciones como traductores, tantas lecturas como lectores: cada cual asume como propio sólo aquello que más le conviene para hacer su lectura del mundo.
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