¿Qué es la vida sino viaje? Aunque es una de las constantes más visitadas a lo largo de la historia de la humanidad, el viaje como experiencia, el viaje físico como viaje interior, no cabe cuestionar que, de hecho, más que un lugar común es un asunto de urgencia inevitable. Todos estamos en viaje. La vida, en tanto tal, no es más que un tránsito en el cual se pueden elegir entre dos modos de transitar por su llano vacío de todo: o quedarse estático esperando la muerte o dejarse llevar no buscando, sino colonizando aquellas tierras en las cuales deseamos encontrar algo nuestro. Un mundo propio. Propio no porque antes no hubiera nada y ahora esté nuestra huella, sino porque en ese tránsito encontramos nuestra propia huella indeleble, aquello que nosotros somos, en la huella que dejaron otros que, antes de que nosotros siquiera pudiésemos soñar en llegar, ya dejaron como una parte de una tradición de la cual somos parte. Viajar al exterior es viajar al interior, porque la meta no existe y la vuelta a casa es saberse en casa en las huellas de otros.
Driver habla, Driver mata, Driver viaja. Quizás no sea una novedad, al menos no en tanto sólo hace más aquello que antes hacía poco, pero El regreso de Driver supone encontrarnos con una perspectiva nueva del personaje: conduce, le obsesiona conducir, también arreglar los coches, hacerlos suyos, y su elegancia sigue tratando sobre la precisión milimétrica, rayano la magia, que hace de la conducción arte, cirugía del asfalto. Salvo que va más allá. Aquello que antes estaba vetado sólo hacia la conducción, su precisión de movimientos, su mística arrogante ante el volante, ahora ha trascendido en su capacidad de matar, convirtiéndolo en conductor de más aspectos: conduce metal y cristal, pero también carne y hueso, en direcciones que sabemos que no deberían ser posibles. Si antes hacia chirriar las ruedas entre el asfalto, dirigiéndose en la muerte por aquello que hacía entre pedales y palancas y volantes, ahora también es capaz de hacerlo con sus manos y sus pies convertidas en las mecánicas herramientas capaces de hacer llevar los cuerpos, coches o humanos, hasta unas expectativas consideradas, cuanto menos, improbables.
Su pausado disfrutar de la vida continúa aquí —o en la medida que pueda considerarse que disfrutar, en Driver, no sea un oxímoron; vive la vida sin freno de mano, como inercia: no dirige su vida hacia otra parte salvo hacia el siniestro total, pero está muy lejos de permitir que eso ocurra sin luchar — , disfrutando como si empezara su vida después de cada volantazo, haciendo de lo abrupto modo de vida. No conoce, ni conocerá, la paz. Por eso no parece perturbarle tener que huir, que maten a su novia, que pongan en peligro a lo más parecido que ha tenido a la posibilidad de un amigo: se nos insinúan sus lágrimas una sola vez, pero quedan en eso: insinuaciones. Driver no es un ser humano, es una condición mítica del hombre.
«Y siguió conduciendo» —dijo James Sallis. Ahí se encuentra contenida toda la lógica del personaje, de Driver, en tanto condición mitologizante: habla porque no puede hacerse enmudecer, hace amigos porque no sabría vivir ignorando el mundo —o no al menos en tanto parte del mundo, parte de la carne del mundo: él, en tanto hombre-coche, hombre de su coche indestinguible, es extensivo a aquello humano — , mata porque no puede permitir que se interpongan en su camino. En cierto sentido colono, en su sentido genuino, del verbo latino colo (colere) del cual se deriva la palabra colonus: «cultivar y habitar»; todo cuanto hace Driver es llegar más lejos que cualquier otro y cultivar y habitar la tierra. Cultivarla con gasolina, caucho, cristal, metal; habitarla conduciéndola a través de lo cultivado. Su condición mítica es la del colono que conquista tierras siempre por explorar, incluso aquellos que sólo nacen de su estricto interior: entre el espacio interior y el exterior sólo media conocerlos comunicados. Saber que cada kilómetro que ha sido recorrido, cuando se hace por aquello que se vive, por aquello que se ama —el automovilismo, en el caso de Driver; cualquier cosa que se ame, en el caso de los demás — , es un kilómetro más que se ha profundizado en aquello que nos es más íntimo.
Driver no existe, al menos en tanto no necesita existir. Es una fantasmagoría que aparece y desaparece, invisible para sí mismo, perseguido por ser aquello que atenta contra cualquier lógica mundana, un hombre que no envejece porque nació viejo, cuya existencia se define por una pasividad total, pasividad que oculta la imposibilidad de permanecer estático; un reflejo de nuestra ansiedad, de nuestro deseo, que no vemos cumplido por nuestra incapacidad de dejarlo todo atrás para perseguir aquello que realmente amamos: aquello que anida en el corazón mismo de nuestra vida.
Cuando miras detrás de la tristeza y el odio y el coche y el hombre y el mito lo único que encuentras es el vacío que conlleva la necesidad de ir más allá, de encontrar un nuevo hogar, en tanto no existe hogar al que volver; todo viaje es hogar, por extensión su única constante es la relación que existe con su viaje: su coche no es el Argos, no necesita reconstruirlo, porque todo coche es su coche. Se identifica con el coche como vehículo colonial. Como errabundo instinto de conquista. Conquista que no se da al exterior, aunque sus efectos sólo puedan verse allí —ya que, aunque su viaje sea interior, eso no impide que actúe sobre el mundo; sólo se cambia el mundo en aquella medida que emprendemos acciones para cambiarnos a nosotros mismos — , sino hacia un interior que es una puerta hacia aquel interior-exterior más allá de todo conocimiento a priori: conocerse a uno mismo de forma íntima pasa por explorar aquello que se es, para bien o para mal, hasta su augusto final.