La muerte suena como un corazón desvelado. Sobre «Tokio Año Cero» de David Peace

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Nadie re­gre­sa tras su pa­so por la tie­rra de los muer­tos, por­que des­pués de ese úl­ti­mo pa­seo la vi­da ca­re­ce por siem­pre del vi­vo co­lor de la es­pe­ran­za. No que­da na­da, si­quie­ra la po­si­bi­li­dad de la na­da. Todo te­mor es en úl­ti­mo tér­mino el mie­do a la muer­te, a des­apa­re­cer del mun­do —por­que el mun­do lo es to­do, na­da exis­te más allá de él ni si­quie­ra si exis­tie­ra; si exis­te un afue­ra del mun­do, es un afue­ra de la exis­ten­cia — , in­clu­so en aque­llos ca­sos que pa­re­cen aje­nos a sus do­mi­nios: el mie­do a la so­le­dad es el mie­do a la muer­te so­cial, a no te­ner con quién com­par­tir la vi­da; el mie­do a la en­fer­me­dad es el mie­do a la muer­te de la sa­lud, a no te­ner po­si­bi­li­dad al­gu­na de vi­vir; y el mie­do al fu­tu­ro es el mie­do a la muer­te del pre­sen­te, a no com­pren­der la vi­da en sí mis­ma. Cuando se vi­si­ta la tie­rra de los muer­tos es im­po­si­ble vol­ver sin una pro­fun­da he­ri­da en el co­ra­zón que nos re­cuer­de, al me­nos en se­cre­to, que es­ta­mos mar­ca­dos pa­ra vol­ver con ellos al­gún día.

El ins­pec­tor Minami só­lo co­no­ce del mar­ti­llar de su pen­sa­mien­to. とくとく. La cul­pa le atra­vie­sa de for­ma cons­tan­te; in­ten­ta huir del pa­sa­do, pe­ro es­te le per­si­gue de for­ma cons­tan­te. とくとく. Siempre to­ma ma­las de­ci­sio­nes, siem­pre es­tá don­de no de­be: con su aman­te cuan­do de­be­ría es­tar con su fa­mi­lia, con su fa­mi­lia cuan­do de­be­ría es­tar en su tra­ba­jo, en su tra­ba­jo cuan­do de­be­ría es­tar con su aman­te. とくとく. Quiere ol­vi­dar, pe­ro no pue­de; quie­re dor­mir, pe­ro no pue­de. とくとく. Tiene que re­sol­ver el ca­so de un ase­sino en se­rie de mu­cha­chas jó­ve­nes, pe­ro sus com­pa­ñe­ros ha­cen más avan­ces de los que él con­si­gue. とくとく. Asuntos in­ter­nos le per­si­gue, la ma­fia le per­si­gue, la vi­da le per­si­gue. とくとく. Sabe que ya es­tá muer­to, lo que no sa­be es cuan­do se ma­te­ria­li­za­rá la muer­te とくとく. Sólo de­sea no te­ner que car­gar con su vi­da. とくとく.

Japón, 15 de Agosto de 1945. Después de la ren­di­ción, el em­pe­ra­dor per­dió su es­ta­tus de dios y el país que­dó ba­jo la tu­to­rial mi­ra­da de EEUU; só­lo hay ven­ce­do­res, los gai­jin, y de­rro­ta­dos, los ja­po­ne­ses; en se­me­jan­te con­tex­to, la po­li­cía ha­ce to­do lo que pue­de: man­tie­ne el or­den en­tre las ma­fias or­ga­ni­za­das co­mo ne­go­cios pa­ra­le­ga­les, in­ves­ti­gan ca­sos de ase­si­na­tos a tra­vés de pa­li­zas y más ase­si­na­tos, se man­tie­nen a flo­te sin re­cur­sos ma­te­ria­les ni hu­ma­nos mien­tras asun­tos in­ter­nos rea­li­za pur­gas sis­te­má­ti­cas de en­tre sus fi­las. とくとく. Cada de bru­jas. とくとく. El ins­pec­tor Minami ve co­mo su vi­da se de­rrum­ba del mis­mo mo­do: su hi­ja tie­ne una in­fec­ción de ojos que no se cu­ra, su fa­mi­lia no tie­ne di­ne­ro pa­ra co­mer to­dos los días, tie­ne que man­te­ner a su aman­te, un je­fe ma­fio­so le per­si­gue pa­ra ob­te­ner in­for­ma­ción a cam­bio de dro­gas y di­ne­ro. とくとく. Es po­li­cía, pe­ro no lo pa­re­ce. Cuando tie­ne que in­ves­ti­gar el ca­so de ase­si­na­to y vio­la­ción de una se­rie de chi­cas, chi­cas jó­ve­nes, chi­cas jó­ve­nes que le mi­ran tris­te, chi­cas jó­ve­nes que le mi­ran tris­te cuan­do aún es­tán vi­vas, su mun­do co­mien­za a co­lap­sar­se. とくとく. No son chi­cas, son me­tá­fo­ras de la vi­da. とくとく. Metáforas de la exis­ten­cia. とくとく.

En Tokio Año Cero en­con­tra­mos un Japón de pos­gue­rra de­vas­ta­do, un país que ne­ce­si­ta tra­gar­se su or­gu­llo pa­ra des­cu­brir cuál es su nue­vo lu­gar en el mun­do. Su nue­vo lu­gar jun­to a las ra­tas. Todo son es­com­bros fí­si­cos y mo­ra­les, no exis­te asi­de­ro al­guno ni si­quie­ra en su es­ti­lo; es ob­se­si­vo, en­fer­mo, pú­tri­do: to­do cuan­to en­con­tra­mos son re­pe­ti­cio­nes y ali­te­ra­cio­nes y au­sen­cia de va­ria­cio­nes; to­do es re­cur­si­vo, sub­yu­gan­te, as­fi­xian­te. El mun­do co­lap­sa, se des­mo­ro­na, no que­da na­da. No son chi­cas, son me­tá­fo­ras de la vi­da. Reinventa la no­ve­la ne­gra crean­do al­go nue­vo, inhós­pi­to, que nin­gún hom­bre de­be­ría co­no­cer ja­más. Pero lo co­no­cen. Todo son es­com­bros fí­si­cos y mo­ra­les, no exis­te asi­de­ro al­guno ni si­quie­ra en su gé­ne­ro; cual­quier pre­ten­sión de abra­zar las con­ven­cio­nes pa­ra ali­viar­se, re­co­no­cer ges­tos ma­ni­queos asu­mi­dos co­mo ras­gos de es­ti­lo, nos ha­rá caer de nue­vo por el des­fi­la­de­ro. El mun­do co­lap­sa, se des­mo­ro­na, no que­da nada.

La gue­rra no aca­ba nun­ca, la gue­rra em­pie­za cuan­do aca­ba. Los sol­da­dos vuel­ven del fren­te muer­tos, los hom­bres en­cuen­tran sus ca­sas des­trui­das y sus mu­je­res vio­la­das y sus hi­jos que­ma­dos co­mo ellos des­tru­ye­ron ca­sas y vio­la­ron mu­je­res y que­ma­ron hi­jos allá don­de es­tu­vie­ron; la gue­rra em­pie­za cuan­do aca­ba, por­que nin­gún sol­da­do es ca­paz de vol­ver a la vi­da. Todos ocul­tan su con­di­ción, fin­gen es­tar vi­vos. とくとく. Sufren de en­fer­me­da­des men­ta­les, su­fren de en­fer­me­da­des mo­ra­les, su­fren de en­fer­me­da­des fí­si­cas. とくとく. Como ma­ta­ron han muer­to, la gue­rra em­pie­za cuan­do aca­ba. No hay di­ne­ro ni sue­ño ni na­da sal­vo caer de nue­vo por el des­fi­la­de­ro. El mun­do co­lap­sa, se des­mo­ro­na, no que­da nada. 

Hombres muer­tos, de vi­da des­ga­rra­da, que in­ten­tan ol­vi­dar lo que hi­cie­ron en la gue­rra. Uno vio­la, ma­ta, dis­fru­ta su con­di­ción de hom­bre muer­to, de vam­pi­ro; el otro in­ves­ti­ga, no duer­me, su­fre su con­di­ción de hom­bre muer­to, de zom­bie o de es­pí­ri­tu. Pero am­bos es­tán muertos.

Sólo hay ven­ce­do­res, los gai­jin, y de­rro­ta­dos, los ja­po­ne­ses. A los úni­cos que be­ne­fi­cia la gue­rra es a los ven­ce­do­res, los que hi­cie­ron la gue­rra des­de los des­pa­chos, los que ocu­pa­ron el país sin ha­ber en­tra­do en com­ba­te; los otros se que­da­ron en sus ca­sas, eran los de­rro­ta­dos, los que com­ba­tie­ron y no ocu­pa­ron. とくとく. La muer­te es la bo­ta de un gai­jin ocu­pan­do el es­pa­cio de pri­me­ra cla­se en el tren; la muer­te es la bo­ta de un ja­po­nés ocu­pan­do el es­pa­cio de ter­ce­ra cla­se en el tren. Cuando se vi­si­ta la tie­rra de los muer­tos es im­po­si­ble vol­ver sin una pro­fun­da he­ri­da en el co­ra­zón que nos re­cuer­de, al me­nos en se­cre­to, que es­ta­mos mar­ca­dos pa­ra vol­ver con ellos al­gún día. とくとく. A los úni­cos que be­ne­fi­cia la gue­rra es a los ven­ce­do­res, a quie­nes de­ci­die­ron em­pe­zar una gue­rra sa­bien­do que eso des­trui­ría el es­pí­ri­tu de sus hom­bres. とくとく. Hombres muer­tos. とくとく. Hombres con una pro­fun­da he­ri­da en el co­ra­zón. とくとく. Hombres mar­ca­dos pa­ra vol­ver al­gún día とくとく. Aquello que la­te no es el co­ra­zón. とくとく. Es la muer­te ace­chan­do. とくとく.

Nadie re­gre­sa tras su pa­so por la tie­rra de los muer­tos, por­que des­pués de ese úl­ti­mo pa­seo la vi­da ca­re­ce por siem­pre del vi­vo co­lor de la es­pe­ran­za. Los muer­tos no tie­nen co­ra­zón, aun­que la muer­te sue­ne co­mo un co­ra­zón desvelado.

とくとく.

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