Hace poco teníamos que recalcar tristemente el hecho de que la representación no es un hecho fáctico, sino que en su misma condición de representación hay una ausencia de realidad. El cine, en tanto representación, no tiene porque tener un motivo para saltarse la realidad más allá de mantenerse en una coherencia lógica interna dentro de sí. He ahí la necesidad de la suspensión de la credulidad por parte del espectador, lo que va a ver es plausiblemente irreal y por tanto, ha de aceptarlo sin ser juzgado. Cosa que nos exige literalmente Rubber de Quentin Dupieux.
Rubber nos cuenta la historia de una rueda con capacidad autónoma de movimiento capaz de hacer estallar en tanto mantenga una fuerte concentración en lo que quiere destruir. ¿Y por qué ocurre esto? Como nos plantea el surrealista principio de la película, no hay razón. No es importante la razón por la cual una rueda estalla o como y porqué confluyen las dos aparentemente diferentes lineas argumentales, cada cual más absurda, no hay razón; lo importante es la diversión. De este modo se atreve a hilar una historia arquetípica donde el protagonista se enamora, se venga de aquellos que le ultrajaron e incluso, como en los mejores slasher, su muerte sólo conlleva la consecución de su vuelta aun más letal y peligroso. No hay razón para que una rueda se enamore de una bella señorita o que se de una ducha caliente. No hay razón para acabar la película en una especie de emulo naturalista de Tetsuo: The Iron Man. Todo ocurre por y para la absurda coherencia interna de un universo nacido por y para la diversión.
Que una entidad circular hecha de caucho carente de órganos pueda ser un ser pleno en el mundo es totalmente plausible en la realidad presente coherente del cine. La ficción no es realidad aunque muchos insistan en intentar crear un solipsismo absoluto entre la pérfida realidad y la polimórfica ficción. No hay razón y en esa ausencia es donde está la salsa de la vida.
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