oigo a la realidad llorando

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La vi­da es una su­til epo­pe­ya grie­ga en la cual la gran­de­za sue­le ocu­rrir en un se­gun­do plano, una en la cual no im­por­ta que no­so­tros de­je­mos de an­dar el ca­mino pues el ca­mino se­gui­rá sien­do an­da­do sin no­so­tros. Pero tam­bién es­tá en nues­tra mano ele­gir una vi­da de in­sí­pi­da re­pe­ti­ción o bus­car una ra­zón por la que lu­char y se­guir siem­pre ese ca­mino de sin­sa­bo­res y ale­grías. Y na­die me­jor que Mamoru Oshii pa­ra ex­pre­sar es­to en su ge­nial adap­ta­ción The Sky Crawlers.

Todo flu­ye. El mun­do es un en­te cam­bian­te que siem­pre es­tá trans­for­mán­do­se al tiem­po que las per­so­nas van evo­lu­cio­nan­do a tra­vés de su exis­ten­cia, de sus ex­pe­rien­cias, en al­go más allá de lo que ja­más cre­ye­ron que fue­ran a ser. El ci­ne de Oshii tam­bién es así y nos da un ex­ce­len­te uso de la ani­ma­ción en 3D pa­ra con­for­mar unos de los más pre­cio­sos vue­los a tra­vés de las nu­bes que ha­ya­mos vis­to ja­más. Pero to­do es pre­cio­sis­ta, el di­bu­ja­do co­mo si se tra­ta­ra de ma­que­tas nos en­vían ha­cia un mun­do ab­so­lu­ta­men­te úni­co. Y es que en The Sky Crawlers to­do flu­ye, el mun­do es úni­co, co­lo­ris­ta­men­te so­brio, en una reali­dad don­de el si­len­cio pri­ma so­bre las pa­la­bras, el lu­gar don­de el si­mu­la­cro de la gue­rra es más real que la gue­rra mis­ma. Y es­te es el gran lo­gro de Oshii, el dis­cur­so se mi­me­ti­za con lo for­mal y con la reali­dad mis­ma del mun­do, to­do es ar­mó­ni­co en su sen­ci­llez, en una re­pe­ti­ción ma­ra­vi­llo­sa, ca­si má­gi­ca, don­de ca­da pie­za en­ca­ja co­mo siem­pre de­be en­ca­jar. En un con­ti­nuo ri­tual de re­pe­ti­ción to­do siem­pre sa­le co­mo de­be­ría sa­lir pe­ro des­de el mo­men­to que se da el eterno atas­ca­mien­to en la an­gus­tia exis­ten­cial del hom­bre, na­da pue­de fluir co­mo debería.

En The Sky Crawlers tam­bién nos en­con­tra­mos la ma­ris­ma de la quie­tud, del na­da cam­bia. Los si­len­cios don­de las pa­la­bras no tie­nen sen­ti­do ya que to­dos sa­ben el que de­sean de­cir to­dos y ca­da uno de ellos son só­lo un epí­lo­go del más bru­tal de los eter­nos re­tor­nos. Son eter­nos ni­ños, clo­nes que re­na­cen una y otra vez pa­ra com­ba­tir en los cie­los de un mo­do dra­má­ti­co; su muer­te no va­le na­da ya que siem­pre vuel­ven a una pro­be­ta, exac­ta­men­te igua­les y com­ple­ta­men­te di­fe­ren­tes. Siguiendo con Heráclito to­do es gue­rra, con­flic­to, y no im­por­ta que el mun­do se es­tan­que pues siem­pre las fuer­zas an­ta­go­nis­tas se ha­rán una so­la al en­fren­tar­se en­tre si. Y no es po­si­ble el cam­bio ya que si una de las dos mi­ta­des se des­tru­ye­ran to­do se que­bra­ría, de­ja­ría de exis­tir es­te jue­go si­mu­la­cral so­bre el cual se sus­ten­ta la reali­dad mis­ma. Pero en la acep­ta­ción de ese an­ta­go­nis­mo, de que en los con­tra­rios se en­cuen­tra esa pa­sión reac­ti­va, se en­cuen­tra el mo­tor de cam­bio del mun­do en­te­ro. Cada día es exac­ta­men­te igual al an­te­rior só­lo si nos ne­ga­mos a acep­tar a nues­tro con­tra­rio, nues­tra otra mi­tad, el efec­to de re­pul­sión de nues­tro amor. Sólo si po­de­mos acep­tar que no so­mos ca­pa­ces de vi­vir sin nues­tro con­tra­rio es cuan­do la vi­da se­rá al­go más que una su­ce­sión de nada.

Todo es es­tan­co y to­do es cam­bio. Tenemos que acep­tar nues­tra dia­me­tral con­fron­ta­ción pa­ra po­der ser en un mun­do en el cual to­da reali­dad se ba­sa en la con­fron­ta­ción mis­ma, no co­mo al­go ne­ga­ti­vo, sino co­mo un mo­tor de cam­bio y avan­ce. Yo só­lo se­ré yo en tan­to lo que no soy del otro, só­lo me cons­tru­yo en ba­se a mi an­ta­go­nis­ta que es la otra par­te de mi yo. Mi par­te que no soy yo, mi al­ma ge­me­la, es el an­ta­go­nis­ta por el cual pro­ce­so un amor infinito.

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