El hombre como entidad en el mundo hecha para la muerte ‑no como un acto culturalmente necrófilo, sino como condición natural inevitable- no se distingue en aspecto alguno con los elementos naturales del mismo. Todo animal, y eso incluye a los humanos, son arrojados en un mundo que les es hostil, desconocido, a través del cual tienen que devenir buscando toda la ayuda (y la fortuna) que puedan encontrar en su camino; todo ser vivo existe en tanto entidad en devenir. Por eso, a pesar de que el ser humano viva en un nivel de trascendencia superior al de la naturaleza, necesariamente todo ser vivo confluye con el resto en su disposición de entidad en perpetuo cambio y reconocimiento. Esa sería la premisa a través de la cual se pueden construir castillos de naipes en la caja de arena que supone “Finisterrae” de Sergio Caballero.
La película nos narra la historia de dos fantasmas sin nombre que hastiados de sus etéreas vidas deciden encontrar la forma de convertirse, de nuevo, en humanos. Para ello se encontrarán en un oráculo el cual les dirá que el único modo de trascender su condición para volver a ser humanos es hacer el camino del Santiago con su parada en Finisterrae; sólo en un viaje hasta el fin del mundo podrá (re)encarnar su existencia en un nuevo devenir de sí mismos. Para ello emprenderán un viaje lisérgico por los bellos parajes gallegos donde se enfrentaran contra los elementos, sus propias acciones y un continuo sopesar lo trascendente de la existencia. De éste modo mientras uno de los fantasmas se convertirá en la conformación de todo lo ritulaico y solemne de lo humano el otro quiere convertirse en humano sólo por un instituto de inercia; los fantasmas son, en correspondencia, la metáfora de la cultura humana y de la naturaleza animal respectivamente. Por ello aunque ambos referencian al animal como totem sólo el segundo de ellos lo venerará como amigo revirtiendo así los papeles: el humano fetichiza a través de la cultura toda relación mientras el animal articula un discurso naturalizado de los sentimientos.
De éste modo el discurso de la película es errático por inexistente; la película en sí sólo es la demostración del devenir de dos fantasmas de su paso de un estado cultural (la muerte como fantasmagoría) hasta otro estado cultural anterior a posteriori (la vida como renacimiento). Por ello la película se define como el perfecto ejercicio de toda estética vacía de significación: toda significación está necesariamente en la actitud discursiva de su imagen. Aunque nada de lo anteriormente dicho es falso ‑pues, en último término, toda interpretación corresponde al que la realiza y no al autor- su fondo se basa sólo en la estética; en el valor cultural en sí mismo. Por eso “Finisterrae” juega ¿inconscientemente? a un doble juego donde se vacía de toda significación lo que acontece para dotárselo todo sólo a través de una interpretación posterior a través del carácter cultural, no-natural, del medio. O, lo que es lo mismo, si hay un mensaje sobre la cultura, la trascendencia y el devenir es porque el medio, la estética en imágenes-tiempo/espacio/sentimiento, condiciona una clase de discurso en particular y no al revés. Todos somos fantasmas de nosotros mismos, esclavos de nuestros medios.