The Impostor, de Bart Layton
Un documental parte de facto de ser una condición interpretativa, y por tanto subjetiva, de un tema dado: es imposible ser objetivo, mostrar los datos de forma ecuánime y con una distancia absoluta, desde el mismo momento que hay elección en aquello que se plasma. Un documental es una crítica de un aspecto de la realidad, no su plasmación fáctica —aunque el documentalista medio seguramente sí pretendería su objetividad — . Es por ello que nuestro acercamiento hacia un documental no puede ser nunca aquel en el que se pretende revelar la verdad de un evento dado, como si de hecho en él se contuviera una realidad positiva, sino que debe darse en un ámbito puramente hermenéutico; el documental interpreta una realidad que, a su vez, nosotros debemos re-interpretar a partir de nuestras propias condiciones de análisis. No hay verdad mas allá que los actos en sí, todo lo que hagamos más allá de ellos será siempre interpretación. ¿Significa esto que no existe verdad alguna? No, sino más bien al contrario: existen múltiples verdades, siendo verdaderas aquellas que sean coherentes con el relato conformado a partir de las piezas que nos han sido dados; sólo es verdad aquello que puedo demostrar como verdad a partir de la demostración de su facticidad dentro de la construcción de la cual pretendo afirmar esa verdad dada. Que al relato no le falten piezas o no estén manipuladas, es responsabilidad del que interpreta.
A partir de esta premisa podríamos afirmar que la obra de Bart Layton juega en ese campo ambiguo donde la interpretación se quiebra en tanto no hay una tesis, sino un arrojar al entendimiento del espectador una serie de datos a través de los cuales generar su propia interpretación. Una que será necesariamente sesgada, pues nada hay en el documental que no sea la elección interesada de momentos, gestos, palabras, que conforman una narración que se sitúa siempre más allá del conocimiento inmediato.
En el caso de The Impostor, documental sobre como un joven adulto francés de 23 años se hizo pasar un adolescente norteamericano de 16, que el relato esté viciado por una condición de artificio se propugna como una necesidad para que la forma acompañe de forma efectiva a su fondo. En el documental se realza ese impostar lo real, al menos, en tres niveles diferentes: el argumental, el técnico y el metodológico. En el argumental es obvio por qué sucede esto, porque de hecho sabemos que Frédéric Bourdin no es Nicholas Gibson. Salvo porque no lo sabemos. El documental nos arroja ya en medio de la historia, sin clarificar en ningún momento lo que sucede salvo cuando los acontecimientos van componiendo un cuadro en el cual, de entrada, algunas piezas de información nos han sido escamoteadas; pero también nos deja en una posición personal, en una posición de duda, porque de hecho no podemos creer de forma efectiva que algo así haya sucedido de verdad. ¿Es real o es una invención del director? O, incluso si aceptamos que en la era de Internet saber si es real es inmediato y por tanto pierde todo significado esta pregunta, ¿hasta que punto es real y no ficción lo que nos están presentado?
La pregunta es pertinente en la medida que nos adentramos en el segundo nivel de extrañeza que nos propone Layton, en tanto toda la conformación formal se sostiene sobre una clara violación del código documental: la objetividad —o lo que es lo mismo, la apariencia de objetividad — . Aquí el montaje se nos muestra como un diabólico nudo gordiano. Lo que podría parecer que es un documental sin tesis, con Bourdin como principal beneficiario del montaje, se define a través no de la mirada pseudo-objetiva del documentalista o la mirada de sufrimiento de las víctimas, sino desde la mirada del verdugo orgulloso de su acción; cada apunte, cada detalle específico que se nos presenta con una especial carga emocional en los personajes, es automáticamente subrayado con la fugaz imagen de un gesto o, en los menos de los casos, una palabra de Bourdin: no hay puntada sin hilo en el discurso. Este es el documental sobre un impostor hecho a la medida de un impostor.
Cuando a la ecuación se le suma el aunar al trabajo de archivo y entrevistas una recreación con actores profesionales se consigue aquello que ya hemos dicho antes, dar la impresión de una absoluta irrealidad donde necesitamos decirnos que nada de esto puede ser real; el documental debe ser un impostor, porque de no serlo la realidad se nos presenta como una ficción inverosímil. En su robo, en su confundir la identidad, fuerza los límites de la credulidad del espectador, el cual debe creer que es verdad porque se le afirma su veracidad.
La metodología, el confundir el documental con la ficción, no es más que la guinda de un pastel que nos demuestra que en las obras maestras el fondo está tan íntimamente ligado a la forma que es imposible entender uno sin el otro; si se rompen las hebras de la forma, no nos queda la interpretación, sino un nudo roto por obra. El impostor al que alude el título no nos queda claro hasta que punto alude a Bourdin más que al propio documental, pues precisamente ellos parecen ser uno y lo mismo sin separación alguna, del mismo modo que realidad y ficción se anudan en conjunto en un abrazo imposible que es imposible disolver para conocer una auténtica verdad pura. La verdad del relato no se construye a partir de que nos clarifique cual es la interpretación correcta de lo ocurrido, sino a través de su desvelar una verdad auténtica que señalamos porque merece ser recordada de forma efectiva en el mundo: si es real, o hasta que punto es real el documental, no nos importa porque en su impostar nos habla de una verdad más profunda que la hipotética condición de facticidad de los fenómenos revelados. Porque, como ya sabían los antiguos griegos, lo contrario de la verdad no es la mentira, si no el olvido (de la falsedad).
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